jueves, 7 de diciembre de 2017

LA ÚLTIMA PRENDA (LEYENDA) (Juan de Dios Peza)

   Diez y ocho años contaba Magdalena,
y era en el mundo por sencilla y pura,
como es entre las zarzas la azucena
un tesoro de gracia y de hermosura;
ojos azules, pálida la frente,
rubios como la espiga sus cabellos;
una expresión angélica, inocente;
su corazón sin ansia de placeres,
y ese gran atractivo en la presencia
que da la juventud a las mujeres.
   Magdalena vivía
al lado de una anciana, que amorosa
la escogió cuando era pequeñuela
y a quien amaba tierna y cariñosa;
¿por qué la recogió? nadie revela
misterio tal en la comedia humana;
pero sepa el lector, que aquella anciana
pasaba ante las gentes por su abuela.
   La anciana como todas
las de su sexo, edad y condiciones,
con su tos y su genio estrafalario,
para ahuyentar las malas tentaciones
acompañada siempre de su nieta
rezaba por las noches el rosario:
usaba agua bendita
vertiéndola doquier gota por gota,
guardaba mil reliquias
y era, en una palabra, tan devota
que a todas las funciones religiosas
llevaba a Magdalena,
que era envidia fatal de las hermosas
por su expresión tan cándida y serena.
   La puerta de la casa de la anciana
solamente se abría
cuando ella con un cesto en la mañana
iba a buscar el pan de cada día.
Entre tanto la joven
en el aseo doméstico quedaba,
y al fin de estas labores
y sin temor alguno
esperaba rezando que la abuela
le viniera a servir el desayuno.
   Por las tardes, tranquila,
llena de candidez y de contento
rezaba la novena, pues entonces
era solo de Dios su pensamiento.
Pasaron varios meses
y en aquella mansión de la inocencia,
nada vino a turbar esas costumbres
ni a interrumpir tampoco su existencia.
   Un día, cuando la tarde declinaba,
Magdalena llorando
salió a buscar un padre porque estaba
su abuela agonizando.
¡Oh! ¡qué amarga aflicción para su pecho!
cuando después del acto religioso,
llena de amor profundo
oyó que con acento tembloroso
la anciana moribunda le decía:
"Ya te voy a dejar sola en el mundo,
no olvides, hija mía,
si tanto me has querido,
que después de mi muerte
me debes cumplir lo que te pido.
Óyeme Magdalena,
eras de tierna edad, de nueve meses,
cuando tu madre, como tú tan bella,
abandonó este suelo;
ahora, si quiere Dios, iré con ella
para vivir unidas en el cielo.
Yo, que tanto la quise,
al ver que se quedaba abandonado
el ser a quien dio vida,
hice que tú vinieras a mi lado
y desde entonces tú eres la querida
de mi alma, no lo dudes;
por mi edad, mi constante impertinencia,
te digo la verdad, siento morirme
por no seguir velando tu existencia;
agradezco tu amor y tu respeto
y como debes saber tu origen
te voy a revelar este secreto:
tu padre vive aún, está casado,
pero nunca lo busques
ni pretendas jamás ir a su lado;
la Santísima Virgen me perdone
el darte tal consejo,
pero hija, la experiencia
es la ciencia mejor de todo viejo.
Nunca, nunca lo busques
porque en medio de mágica fortuna
cuando murió tu madre,
mandó que te llevaran a La Cuna.
La señal que te puso
para reconocerte cualquier día
era una perla atada a la garganta
y es que, a la verdad de gran valía.
¡Llévense a la muchacha! así nos dijo,
yo le ofrecí llevarte,
y esta es la razón, hija del alma,
por que pude a mi lado conservarte.
¡Ay! nunca me descubras, hija mía".
Y la anciana agitada 
con voz que ya por débil se extinguía,
sacando de debajo de la almohada
una perla engastada
sobre una cruz de esmalte primorosa:
"Aquí está la señal, dijo a la nieta,
guárdala cuidadosa".
Esto dijo la anciana
cuando al romperse los vitales lazos
dio el último suspiro de agonía,
y la niña llorando entre sus brazos,
cubierta de mortal melancolía,
besándola impaciente,
humedeció con lágrimas su frente
y adiós, adiós, le dijo madre mía.
Desde esa hora terrible
en que la pobre niña quedó sola,
aumentó su piedad de tal manera
que circundó su frente la aureola
de una confianza en Dios grande y sincera.
No me abandonará, dijo, es muy bueno.
En Él no existe ni maldad ni engaño,
Él velará mi corazón amante.
Esto decía la huérfana y en esto
pasó un mes y otro mes y al fin un año.
Llegó una vez en que la mala suerte
para aumentar su triste desventura,
obligó a Magdalena 
a vivir de sus obras de costura;
después ¡triste es decirlo!
ya ni trabajo la infeliz tenía,
y miraba con hondo desconsuelo
que oscuro el porvenir y sordo el cielo,
una época de horror le aparecía.
En vano temerosa
llamaba a Dios con apiadado acento,
llevando fervorosa
a la mansión de luz su pensamiento,
en nada cambiar pudo
su estado de orfandad, su infausta suerte.
Y ya perdiendo su vigor, su calma,
bramó una tempestad sobre su alma
negra como la noche de la muerte.
Contemplaba llorosa
el interior modesto de su estancia
murmurando: ¡Jesús! me desconsuela
vender estos recuerdos de mi abuela
junto a los cuales se pasó mi infancia.
Pero todo fue inútil;
los muebles se vendieron y hubo día
que la aurora magnífica y serena
alumbró en el hogar de Magdalena,
el único jergón en que dormía.
En medio de tan crueles aflicciones
ella siempre llorando,
herido el corazón por la fortuna,
llena de majestad y de decoro
guardaba ya por único tesoro
la perla con que enviáronla a La Cuna.
Yo no debo vender, clamaba triste,
lo que mi abuela conservó constante,
y que cual prueba de su amor profundo
me dejó con mi historia en ese instante
en que dejaba la infeliz el mundo;
yo no debo vender lo que mi padre
puso como señal sobre mi cuello;
y sacando la perla que miraba,
y apartando del rostro su cabello,
llevándola a sus labios la besaba.
No, no te venderé, luego decía,
tú avivas de mi madre la memoria
y guardas en tu ser la historia mía.
Magdalena llorando
y presa de fatal sonambulismo,
quedóse adormecida y delirando...
Es la miseria ¡oh suerte!
la puerta que conduce hacia el abismo,
la sombra que nos lleva hasta la muerte.

                             II

   Era don Maximiano Rebolleda
hombre de genio adusto y mal talante,
con un gran capital que había logrado,
bajo el disfraz de apuesto caballero,
así cual otros ricos lo han formado
sangrando a los demás: era usurero.
   Su conducta fatal y libertina
ante la sociedad pasaba oculta
porque era para todos tan atento
que ensalzaban su fama de bondades,
con decir que hacía muchas caridades
y que era el protector de tal convento.
   Magdalena que supo en su retiro
que un ser caritativo y con dinero
era el faro del pobre, vio primero
a una mujer amiga de su abuela
para que con el fin de remediarse,
le llevara a D. Máximo una esquela;
en ella hacía presente
que era joven y huérfana así mismo,
y que siendo él tan bueno, no dudaba
la quitara del borde del abismo.
   No sé por qué sospecho, dijo el viejo
con intención avara
cuando miró una carta entre sus manos
puesta con letra diminuta y clara,
que esa joven es bella, no me explico
el extraño poder que me lo dice,
preciso es que la vea;
y lo que vino a confirmar su idea
fue que la vieja que le dio la carta
le dijo: "¡Pobrecita!
Sálvela usted, señor, si usted la viera,
qué muchacha tan buena y tan bonita". 
Él, escuchando atento
lo demás que la vieja le contaba,
"llévese una onza, dijo, y al momento
cual condición precisa, diga dónde
tiene quien me la pide su aposento".
La vieja, mirando el oro, se lo dijo,
y D. Máximo luego vio la carta
teniendo en ella el pensamiento fijo.
   
   Muchos meses pasaron,
y Magdalena siempre se valía
del usurero, sin notar incauta
que su deuda crecía
y que el viejo buscándola doquiera
diariamente los pagos exigía.
   Una tarde, D. Máximo halló sola,
y esta era la ocasión que más buscaba,
a la joven sin padres ni ventura,
y, "ha llegado la vez, dijo el avaro,
de aprovechar su edad y su hermosura".
Acercóse atrevido e insultante,
"ya no puedo esperar, diciendo altivo,
quiero que se me pague en este instante".
Al oírlo, temblando Magdalena
y fijando en el rostro del avaro
su mirada serena,
le respondió: "Señor, que mi conducta
pueda borrar vuestra sospecha vana,
solo guardo una prenda de valía,
mas concededme un plazo, dadme un día,
y si la deuda en él no se subsana,
aunque se lleve la existencia mía
os la habré de entregar la otra mañana".
El avaro sonrió como el que triunfa
en la empresa que tanto ha imaginado,
"no me puede pagar", dijo, "¡imposible!"
y siglos pareciéndole las horas
esperó que pasaran dos auroras
para saciar su aspiración horrible.

La segunda mañana
apareció radiante de hermosura,
el sol vivificante
cobijaba en su manto a la natura,
cuando una joven de mortal semblante,
llena de sufrimiento y de amargura,
sintiendo el alma muerta,
llegó a tocar la puerta del avaro,
y el viejo sin tardar abrió la puerta.
"Pasad niña, le dijo, aquí ninguno
podrá mortificar vuestro decoro,
espero que cumpliendo la promesa
me venís a entregar vuestro tesoro,
no me engaño ¿verdad? vais a ser mía".
"¿De vos? ¡jamás! la muerte mejor quiero,
mi honra no he de perderla,
os prometí una joya que venero,
tomadla", y la infeliz soltó la perla
que cayó ante los pies del usurero.
Don Máximo, mirando aquella joya,
sintió perder su bienestar, su calma,
y una historia de horrores
flotó sobre la nube de su alma,
contempló en Magdalena,
llena de candidez y de hermosura,
el fruto de un amor todo miseria,
triste recuerdo de su vida impura.
Sobre la perla de la cruz, veía
que su pasado criminal brillaba
con la luz de un recuerdo
que infundiéndole horror lo atormentaba,
y sin poder callar lo que pasaba
en su interior, cual tempestad horrible,
"¡ay! esta joya la conozco", dijo
con acento angustiado
mostrando su semblante
lívido, sin color, desesperado.
¿Es tuya? preguntóle a Magdalena.
Esta que la veía 
mil recuerdos trayendo a su memoria,
le respondió: "Señor, ella es mi historia";
don Máximo agregó: "¡También la mía!".
En seguida, postrándose de hinojos,
"perdón, perdón, le dijo enternecido,
he descuidado, torpe, tu existencia,
mientras que tú sufriendo en el olvido
velabas por la luz de tu inocencia.
Perdón porque atrevido
iba a arrojarte por el cieno inmundo;
yo soy el que olvidando mis deberes
te abandoné cuando viniste al mundo.
Perdóname y no esperes del pasado
tu triste condición, ni que te exija
lo que con torpe fin te fue entregado;
¡imploro tu perdón!... ¡eres mi hija!...
¡he sido un criminal! ¡ven a mi lado!

                                III

Han pasado diez años; hoy se mira,
triste verdad de la existencia humana,
de una campiña en la extensión amena,
dos tumbas, allí duermen
don Máximo y la anciana,
y allí reza en las tardes Magdalena.

 Juan de Dios Peza

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