En prisión, Pedro Pascual se la jugó: Empezó a catequizar e instruir a los cristianos cautivos, animándolos y mostrándoles la fe, e incluso celebrando la Misa en la clandestinidad –se dice que una vez Cristo niño le hizo de monaguillo–. Solo eso era motivo suficiente para ser condenado a muerte. A esa labor se sumó el celo del santo por combatir las enseñanzas proselitistas de los carceleros musulmanes, empeñados en convertir a su religión a los cautivos, por lo que llegó a escribir en prisión una obra apologética llamada Impugnación de la secta de Mahoma. Nunca se arredró y mostró siempre una fe muy combativa y muy fuerte. Durante su cautiverio, los cristianos del otro lado reunieron limosnas para liberarle, pero hasta en dos ocasiones rechazó esa oportunidad y se la cedió a otros dos compañeros de prisión. Finalmente, murió decapitado, de rodillas ante el altar, el 6 de diciembre de 1300, después de haber sido sorprendido celebrando la Eucaristía.
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