domingo, 2 de febrero de 2025

DOMINGO IV T.O. C - PRESENTACIÓN DEL SEÑOR



Buenos días. Feliz domingo. Nos adentramos con la celebración de hoy en la cuarta semana del Tiempo Ordinario (ver primer vídeo) y celebramos como comunidad cristiana que se reúne en el templo la Fiesta de la Presentación del Señor o “día de la candelaria” (ver segundo vídeo). 
En esta celebración de la Presentación del Señor, Luz de las naciones, la Iglesia nos invita a rezar por la vida consagrada, porque han escogido dar sus vidas para poder presentar a Dios en medio del mundo, que necesita de Dios. Por eso hoy las lecturas nos recuerdan que Jesús será signo de amor y señal para que podamos descubrir dónde debemos poner nuestras esperanzas y alegrías. Acojamos al que es “la Luz del mundo” y seamos nosotros testigos y testimonio vivo, con nuestro ejemplo de vida, de esa misma Luz. Seamos buenos y confiemos en Dios, que se ha hecho carne para poder comprendernos y amarnos más.



Lectura del santo Evangelio según san Lucas 4, 21-30


En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:

«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».

Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿ No es este el hijo de José?».

Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm».

Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo.  Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país;  sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón.  Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos  y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo.  Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.




Texto del Evangelio (Lc 2, 22-40): Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él.

Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.

 













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