- Es necesario que deje usted pronto, muy pronto, esa clase de trabajo. Tiene usted poca salud, su naturaleza es muy delicada y no resistiría fácilmente una enfermedad cualquiera si continúa usted un mes más en la fábrica de cerillas.
- Si no fuera por mis dos hijitas, créame, señor médico, que me importaría poco si me llevase Dios cuanto antes. Desde que murió mi marido ya no ha habido dicha en esta casa, y para vivir así...
- Unos tiempos traen otros, María. Tiene usted dos niñas como dos soles, buenas, buenísimas, y si se cuida usted para ellas, dentro de pocos años la cuidarán a usted.
- Es verdad, señor médico, pero...
- ¿Pero qué?... Siempre hay peros cuando se trata de la salud porque se cree que una enfermedad mortal no puede llegar, y después, ¡claro! se llega tarde, cuando ya nada pueden hacer los médicos.
- No, señor, no quería decir eso; quería decir que he hecho ya todo lo posible por encontrar otra ocupación; ayer, sin ir más lejos, me presenté en casa del señor Rico, el notario, pues buscaban una criada; pero no quisieron admitirme.
- ¿Por qué?
- Porque puse por condición que me permitieran venir a dormir a mi casa para poder cuidar de mis pequeñas; pero la señora no quiso, pretextando que no podría efectuar este milagro sino sisando más que las demás criadas y que estaba ya hasta los pelos de ver cómo todas le robaban.
- Se busca otra cosa.
- Es muy fácil decirlo. Pero aquí no es como en las ciudades. En fin, que busca una y no encuentra. No hay otro remedio que seguir en la fábrica... y gracias que no falte allí trabajo.
Al llegar a este punto de la conversación, María tuvo un fortísimo acceso de tos, congestionándosele el rostro hasta ponerse rojo como una cereza.
- Eso no me gusta, -exclamó el médico mirando con extraordinaria fijeza a María, mientras esta se limpiaba con una punta del delantal los ojos bañados en agua por el esfuerzo violentísimo de la tos.
- ¡Bah! No es nada. Gracias a que no me ataca más que unas tres o cuatro veces al día, casi siempre por la noche, -objetó la obrera.
- ¿Y hace mucho tiempo que tiene usted semejante tos? -preguntó el galeno.
- Sí, hace unos seis meses.
- ¡Hum!..., -murmuró el médico-. Repito que no me gusta eso... ¡A ver! Aproxímese usted; hay que reconocer ese pecho.
El médico, con cariñosa solicitud, auscultó detenidamente a la obrera.
Si María hubiese podido ver el rostro del médico, se hubiera alarmado más de lo que se alarmó cuando este le dijo:
- Nada, nada, María; por primera providencia tiene que tomar usted a pasto la medicina que voy a recetar; debe cuidarse mucho, no exponerse al rocío de la mañana ni al relente de la noche; la cosa no es de cuidado, pero puede llegar a serlo si no sigue usted mis consejos y, sobre todo, si a todo trance no deja el trabajo de la fábrica. Bueno... ¡Adiós! y hasta otro día, pues vendré con frecuencia... ¿Y Mariucha y Teresina?...
- Abajo, jugando en el patio, a la sombra de las acacias.
- Hasta otro día, María... ¡Adiós!
Apenas salió el médico, María, densamente pálida, fue a mirarse al espejo.
- Sí, estoy muy desmejorada -murmuró entre dientes y mirándose con atención-; esto ya sé lo que es aunque el médico quiera ocultármelo; así comenzaron Emilia, la del tabernero; Rosinda, mi mejor amiga; Carmen, aquella pobrecita que precintaba 300 cajas por hora... y yo... no me hago ilusiones, he comenzado como ellas y como ellas moriré... tísica. ¡Qué terrible enfermedad es la tisis! Bien sabe Dios que no lo siento por mí, sino por mis hijitas. ¡Qué pronto se quedarán sin madre!
Se sentó María con el espejo en las manos y permaneció más de media hora en actitud meditabunda. En tal actitud la sorprendieron sus hijas Mariucha y Teresina, las cuales se abalanzaron al cuello de su madre para besarla.
- ¿Qué tienes, madre? -preguntó Teresina, viendo correr una lágrima por la mejilla de su madre.
- ¿Qué tienes? -preguntó Mariucha repitiendo según costumbre las palabras de su hermana.
María hizo un esfuerzo por aparentar alguna satisfacción y dibujándose una forzada sonrisa en sus labios, besó a las niñas diciéndoles:
- No tengo nada, tontinas; estaba triste porque pensaba en cosas muy tristes; pero vosotras me alegráis y... ¡vamos a comer! ¿Tenéis apetito?...
- Nosotras te alegraremos siempre -dijo Teresina sin contestar a la pregunta de su madre.
- Y yo tengo un hambre así -añadió Mariucha extendiendo cuanto pudo los brazos para ponderar su hambre dándole tamaño.
Mientras comen las dos niñas con su mamá, nosotros vamos a haceros el retrato de las dos hermanas.
**********
Es Teresina la mayor de las dos, de poco más de diez años de edad, una niña modelo por la bondad de sus sentimientos, amantísima de su madre, a la que adora, y tan discreta, juiciosa y aplicada que no hay otra que la aventaje entre las cien niñas que asisten a la escuela del pueblo. Y de tal modo sobresale en las labores que sus encajes han salido del pueblo para que se admirasen por las gentes en los escaparates de un gran comercio de la vecina ciudad.
Casi siempre se halla muy triste. Su maestra, que la quiere mucho, no cesa de preguntarle:
- ¿Qué tienes, Teresina?
Y la niña, que no sabe determinar la causa de su tristeza, contesta invariablemente:
- Nada, señora maestra.
Al contrario de otras niñas revoltosas, corretonas y vivarachas, Teresina es ingenua, sencilla y crédula sobre toda ponderación. Su poca malicia la ha hecho ser algunas veces objeto de burla por parte de sus compañeras.
Se levanta y acuesta con el mismo ideal siempre: quiere ser mayor, quiere ser mujer a todo trance para que su pobre madre no trabaje tanto.
Mariucha, que acaba de cumplir los siete años, es realmente la sombra de su hermana, de la que no se separa ni un instante desde que amanece hasta que anochece. Al contrario que su hermana, es muy alegreta, pero de igual fondo bueno que Teresina y tan inteligente como esta. Es algo curiosilla, defecto muy común en las niñas de su edad, y tan sencilla e ingenua como su hermana. Causa muchísima gracia a cuantos la conocen porque tiene la costumbre de repetir todo lo que dice Teresina.
**********
Pasaron tres meses desde aquel día en que asistimos a la visita hecha por el médico a la madre de Teresina y Mariucha.
La pobre María, lejos de mejorar, fue languideciendo poco a poco, declarándose la tisis y haciendo tales estragos, que el médico se creyó en el deber de tomar otras determinaciones.
Había conseguido del director de la fábrica que se ocupase a María en trabajos menos peligrosos, destinándola al taller de empaquetado.
- Es necesario que María deje absolutamente la fábrica -, se dijo, porque, humanitario y estudioso por demás, no se declaraba vencido aunque los enfermos se hallasen a las mismas puertas de la muerte.
Acompañado de tales reflexiones iba nuestro buen médico, cuando vio llegar a él corriendo a todo correr una niña. Era Teresina, jadeante, sofocada y con el espanto retratado en el semblante.
- Señor médico -exclamó entrecortadamente-, haga el favor de venir pronto a casa. Mi madre se ha puesto muy mala; acaba de tener un gran vómito de sangre.
- ¡Oh!... ¡Lo que me temía! -prorrumpió a media voz el médico-. Ven, Teresina, dame la mano y vamos enseguida.
Cuando llegó el médico a casa de María, ya esta se hallaba en la cama.
- Esto va ya de veras -dijo a media voz la enferma cuando se acercó el galeno a pulsarla.
Las dos niñas, arrinconadas en un ángulo del cuartito, limpio como una patena, lloriqueaban ahogando sus sollozos y conteniendo sus hipos.
Al oírlas su madre, dijo en voz alta y guiñando significativamente un ojo al médico:
- ¿No es verdad, don Blas, que después de haber echado esa sangre que estorbaba, iré ya mejorando de día en día?
El médico, emocionado por aquel amor maternal y por tan admirable calma de espíritu, hizo un esfuerzo para contestar:
- Sí, es verdad; unos pocos días de cama y ya después podrá usted salir como si tal cosa.
La enferma lanzó un largo suspiro como si se le hubiera quitado del pecho un gran peso y dirigió al médico una mirada de agradecimiento.
- Esas pobres hijitas... -dijo en voz muy baja María.
- No pase usted pena; ya dejaré arreglado esto para que se las atienda mientras esté usted en cama... que no será mucho.
- No me hago ilusiones -contestó la enferma-; bien sé que estos males rara vez se curan, pero si pudiese ir tirando un año... dos... ¡Quién sabe!
Las niñas parecían ya un tanto tranquilizadas.
- Oíd, moninas -les dijo el médico-, aguardad aquí un momento mientras voy a busscar a vuestra vecina, la señora Luisa, que os quiere mucho.
Salió el médico y al cuarto de hora se oyó en la escalera de la casa ruido de gente que subía.
Mariucha, que, como ya os lo he dicho antes, tenía el defecto de ser curiosa, salió sigilosamente y escuchó la conversación que sostenían el médico y la vecina Luisa.
- ¿Y dice usted que vivirá poco la buena María? -preguntó la mujer deteniéndose en la escalera.
Estamos a principios de junio... pues bien, allá para la caída de la hoja... morirá..., es seguro.
- ¡Pobrecilla!... Y si supiese usted qué pobre es la María, señor médico.
- En cuanto a eso, no importa; todos haremos lo que podamos... a ver... tome usted esta cerilla... alúmbreme... ¡hola! ¡ajajá! Si traigo dinero en la cartera... Bien, tome usted este billete de cien pesetas por ahora... más tarde veremos de dónde se saca y cuánto se saca.
- ¡Qué bueno es usted, señor médico!
- ¡Qué bueno ni qué ocho cuartos!... Todos tenemos la obligación de hacer lo que se pueda por los pobres y por los desgraciados... ¡Esa fábrica de cerillas acaba con todas las mujeres del pueblo!... ¡Chitón, ya hemos llegado!
María pareció tranquilizarse al ver a su vecina Luisa instalada como enfermera, y dirigiendo miradas de gratitud al médico y a la vecina, se quedó profundamente dormida.
Aquella noche contó Mariucha a Teresina cuanto había visto y oído en la escalera. Acostadas juntas las dos hermanas, hablaban en voz bajísima.
- ¿Qué quiere decir eso de la caída de la hoja? -preguntó Mariucha.
- ¡La caída de la hoja!... Cuando llega el otoño... Sí, entonces se cae la hoja de los árboles, contestó Teresina con voz más apagada todavía por la congoja.
- Oye, Teresina..., ¿quieres que recemos mucho a Dios para que no caigan las hojas este año?
**********
Al día siguiente se presentó sola en la escuela Teresina, con gran asombro de la maestra, que preguntó:
- ¿Está enferma tu hermanita?
- No, señora; es mi madre la que está muy grave. Y contó a la maestra todo lo de la víspera.
- ¿No tienes fuera unas tías?
- Sí, señora; la una está en Bilbao, la otra en Barcelona; las dos son criadas de servicio -respondió la niña.
- Pues mira, escríbeles tú, y yo pondré los sellos y los sobres; pero no digas nada a tu madre... Oye, ¿te atreverías a hacer unas cuantas varas de encaje como esta? -dijo sacando una muestra.
- ¡Oh, sí, señora! Eso es muy fácil.
- ¿Sí?... Pues entonces vas a ganar algunas pesetas para que puedas atender mejor a tu madre.
Escribió Teresina las cartas, recogió la muestra de encaje y se despidió de su maestra con lágrimas en los ojos.
Con la venida inmediata de las dos hermanas de María, con los ahorros y cuidados de estas, con el trabajo de Teresina y con los donativos del médico, fue posible atender a la enferma, la cual ni mejoraba ni empeoraba.
D. Blas, el médico, era un sabio, un héroe de la ciencia. Eran tantas las obreras que salían tísicas de la fábrica de cerillas, que hubo de tomar a empeño el hacer estudios muy especiales, tomando como cuerpo de ensayo el de María.
Se le veía de continuo atareado, moviendo la cabeza con aire de duda cuando visitaba a María, la predilecta de sus enfermas.
Cuando medió el mes de septiembre y vio continuarse los calores estivales aumentaron sus zozobras; algunos días se presentaba con el semblante iluminado por la satisfacción.
En tanto trabajaban todos por salvar a la enferma, Mariucha, casi desatendida, bajaba al patio tan pronto como amanecía. Más tarde, acudían dos muchachos de la vecindad, dos amigotes de Mariucha, con los que se entretenía en hacer mil diabluras al pie de las acacias. Habían llevado al patio una escala de madera, que a veces caía con estrépito. Mariucha y los dos muchachos tenían su frente cubierta de chichones.
Todo el mes de octubre se mantuvo con una dulce temperatura; el campo conservaba todas sus galas, no parecía sino que se vivía en una primavera perpetua.
Llegó el día 1º de noviembre. De pronto cambió bruscamente el tiempo. Soplaba un viento desagradable y frío; caían las hojas de los árboles empujadas por una tenaz llovizna.
A las ocho de la mañana se presentó el médico, pálido, preocupado, silencioso. Pulsó a la enferma, encontrándola más fortalecida; sacó un frasco de su gabán e hizo beber a María dos cucharadas del contenido de aquel. Acto seguido se dirigió a la puerta y la abrió; luego a las ventanas e hizo lo mismo. Se dirigió a la cabecera de la cama, observó largo rato a María y, por fin, lanzando un gran suspiro, exclamó en voz alta:
- Está salvada, la curaré; he encontrado ya la medicina que me hacía falta. ¡La curaré y la curaré!
En aquel instante se oyó en el patio un estrépito de palmoteos y gritos infantiles. Se acercaron todos a la ventana y vieron abajo, en el fondo del patio, a Mariucha y sus dos amigazos al pie de las dos acacias, palmoteando cada vez que una ráfaga de viento inclinaba las ramas o las retorcía. Los dos árboles presentaban una facha extraordinaria: unas ramas estaban envueltas en papelotes formando bolsas y otras cubiertas de cuerda y esparto.
Mariucha, erguida y palmoteando, gritaba:
- Ya no caerá la hoja, ya no morirá madre... Dios me dijo que lo hiciese así... ¡Viva Dios!
El médico se retiró de la ventana con lágrimas en los ojos.
- Sí -dijo-, bendito sea Dios y bendito también tú, hermoso ángel; tu madre vivirá; si la ciencia no la hubiese salvado, la hubieran salvado tu fe y tu inocencia.
Encarnación Hidalgo Rey
Al llegar a este punto de la conversación, María tuvo un fortísimo acceso de tos, congestionándosele el rostro hasta ponerse rojo como una cereza.
- Eso no me gusta, -exclamó el médico mirando con extraordinaria fijeza a María, mientras esta se limpiaba con una punta del delantal los ojos bañados en agua por el esfuerzo violentísimo de la tos.
- ¡Bah! No es nada. Gracias a que no me ataca más que unas tres o cuatro veces al día, casi siempre por la noche, -objetó la obrera.
- ¿Y hace mucho tiempo que tiene usted semejante tos? -preguntó el galeno.
- Sí, hace unos seis meses.
- ¡Hum!..., -murmuró el médico-. Repito que no me gusta eso... ¡A ver! Aproxímese usted; hay que reconocer ese pecho.
El médico, con cariñosa solicitud, auscultó detenidamente a la obrera.
Si María hubiese podido ver el rostro del médico, se hubiera alarmado más de lo que se alarmó cuando este le dijo:
- Nada, nada, María; por primera providencia tiene que tomar usted a pasto la medicina que voy a recetar; debe cuidarse mucho, no exponerse al rocío de la mañana ni al relente de la noche; la cosa no es de cuidado, pero puede llegar a serlo si no sigue usted mis consejos y, sobre todo, si a todo trance no deja el trabajo de la fábrica. Bueno... ¡Adiós! y hasta otro día, pues vendré con frecuencia... ¿Y Mariucha y Teresina?...
- Abajo, jugando en el patio, a la sombra de las acacias.
- Hasta otro día, María... ¡Adiós!
Apenas salió el médico, María, densamente pálida, fue a mirarse al espejo.
- Sí, estoy muy desmejorada -murmuró entre dientes y mirándose con atención-; esto ya sé lo que es aunque el médico quiera ocultármelo; así comenzaron Emilia, la del tabernero; Rosinda, mi mejor amiga; Carmen, aquella pobrecita que precintaba 300 cajas por hora... y yo... no me hago ilusiones, he comenzado como ellas y como ellas moriré... tísica. ¡Qué terrible enfermedad es la tisis! Bien sabe Dios que no lo siento por mí, sino por mis hijitas. ¡Qué pronto se quedarán sin madre!
Se sentó María con el espejo en las manos y permaneció más de media hora en actitud meditabunda. En tal actitud la sorprendieron sus hijas Mariucha y Teresina, las cuales se abalanzaron al cuello de su madre para besarla.
- ¿Qué tienes, madre? -preguntó Teresina, viendo correr una lágrima por la mejilla de su madre.
- ¿Qué tienes? -preguntó Mariucha repitiendo según costumbre las palabras de su hermana.
María hizo un esfuerzo por aparentar alguna satisfacción y dibujándose una forzada sonrisa en sus labios, besó a las niñas diciéndoles:
- No tengo nada, tontinas; estaba triste porque pensaba en cosas muy tristes; pero vosotras me alegráis y... ¡vamos a comer! ¿Tenéis apetito?...
- Nosotras te alegraremos siempre -dijo Teresina sin contestar a la pregunta de su madre.
- Y yo tengo un hambre así -añadió Mariucha extendiendo cuanto pudo los brazos para ponderar su hambre dándole tamaño.
Mientras comen las dos niñas con su mamá, nosotros vamos a haceros el retrato de las dos hermanas.
**********
Es Teresina la mayor de las dos, de poco más de diez años de edad, una niña modelo por la bondad de sus sentimientos, amantísima de su madre, a la que adora, y tan discreta, juiciosa y aplicada que no hay otra que la aventaje entre las cien niñas que asisten a la escuela del pueblo. Y de tal modo sobresale en las labores que sus encajes han salido del pueblo para que se admirasen por las gentes en los escaparates de un gran comercio de la vecina ciudad.
Casi siempre se halla muy triste. Su maestra, que la quiere mucho, no cesa de preguntarle:
- ¿Qué tienes, Teresina?
Y la niña, que no sabe determinar la causa de su tristeza, contesta invariablemente:
- Nada, señora maestra.
Al contrario de otras niñas revoltosas, corretonas y vivarachas, Teresina es ingenua, sencilla y crédula sobre toda ponderación. Su poca malicia la ha hecho ser algunas veces objeto de burla por parte de sus compañeras.
Se levanta y acuesta con el mismo ideal siempre: quiere ser mayor, quiere ser mujer a todo trance para que su pobre madre no trabaje tanto.
Mariucha, que acaba de cumplir los siete años, es realmente la sombra de su hermana, de la que no se separa ni un instante desde que amanece hasta que anochece. Al contrario que su hermana, es muy alegreta, pero de igual fondo bueno que Teresina y tan inteligente como esta. Es algo curiosilla, defecto muy común en las niñas de su edad, y tan sencilla e ingenua como su hermana. Causa muchísima gracia a cuantos la conocen porque tiene la costumbre de repetir todo lo que dice Teresina.
**********
Pasaron tres meses desde aquel día en que asistimos a la visita hecha por el médico a la madre de Teresina y Mariucha.
La pobre María, lejos de mejorar, fue languideciendo poco a poco, declarándose la tisis y haciendo tales estragos, que el médico se creyó en el deber de tomar otras determinaciones.
Había conseguido del director de la fábrica que se ocupase a María en trabajos menos peligrosos, destinándola al taller de empaquetado.
- Es necesario que María deje absolutamente la fábrica -, se dijo, porque, humanitario y estudioso por demás, no se declaraba vencido aunque los enfermos se hallasen a las mismas puertas de la muerte.
Acompañado de tales reflexiones iba nuestro buen médico, cuando vio llegar a él corriendo a todo correr una niña. Era Teresina, jadeante, sofocada y con el espanto retratado en el semblante.
- Señor médico -exclamó entrecortadamente-, haga el favor de venir pronto a casa. Mi madre se ha puesto muy mala; acaba de tener un gran vómito de sangre.
- ¡Oh!... ¡Lo que me temía! -prorrumpió a media voz el médico-. Ven, Teresina, dame la mano y vamos enseguida.
Cuando llegó el médico a casa de María, ya esta se hallaba en la cama.
- Esto va ya de veras -dijo a media voz la enferma cuando se acercó el galeno a pulsarla.
Las dos niñas, arrinconadas en un ángulo del cuartito, limpio como una patena, lloriqueaban ahogando sus sollozos y conteniendo sus hipos.
Al oírlas su madre, dijo en voz alta y guiñando significativamente un ojo al médico:
- ¿No es verdad, don Blas, que después de haber echado esa sangre que estorbaba, iré ya mejorando de día en día?
El médico, emocionado por aquel amor maternal y por tan admirable calma de espíritu, hizo un esfuerzo para contestar:
- Sí, es verdad; unos pocos días de cama y ya después podrá usted salir como si tal cosa.
La enferma lanzó un largo suspiro como si se le hubiera quitado del pecho un gran peso y dirigió al médico una mirada de agradecimiento.
- Esas pobres hijitas... -dijo en voz muy baja María.
- No pase usted pena; ya dejaré arreglado esto para que se las atienda mientras esté usted en cama... que no será mucho.
- No me hago ilusiones -contestó la enferma-; bien sé que estos males rara vez se curan, pero si pudiese ir tirando un año... dos... ¡Quién sabe!
Las niñas parecían ya un tanto tranquilizadas.
- Oíd, moninas -les dijo el médico-, aguardad aquí un momento mientras voy a busscar a vuestra vecina, la señora Luisa, que os quiere mucho.
Salió el médico y al cuarto de hora se oyó en la escalera de la casa ruido de gente que subía.
Mariucha, que, como ya os lo he dicho antes, tenía el defecto de ser curiosa, salió sigilosamente y escuchó la conversación que sostenían el médico y la vecina Luisa.
- ¿Y dice usted que vivirá poco la buena María? -preguntó la mujer deteniéndose en la escalera.
Estamos a principios de junio... pues bien, allá para la caída de la hoja... morirá..., es seguro.
- ¡Pobrecilla!... Y si supiese usted qué pobre es la María, señor médico.
- En cuanto a eso, no importa; todos haremos lo que podamos... a ver... tome usted esta cerilla... alúmbreme... ¡hola! ¡ajajá! Si traigo dinero en la cartera... Bien, tome usted este billete de cien pesetas por ahora... más tarde veremos de dónde se saca y cuánto se saca.
- ¡Qué bueno es usted, señor médico!
- ¡Qué bueno ni qué ocho cuartos!... Todos tenemos la obligación de hacer lo que se pueda por los pobres y por los desgraciados... ¡Esa fábrica de cerillas acaba con todas las mujeres del pueblo!... ¡Chitón, ya hemos llegado!
María pareció tranquilizarse al ver a su vecina Luisa instalada como enfermera, y dirigiendo miradas de gratitud al médico y a la vecina, se quedó profundamente dormida.
Aquella noche contó Mariucha a Teresina cuanto había visto y oído en la escalera. Acostadas juntas las dos hermanas, hablaban en voz bajísima.
- ¿Qué quiere decir eso de la caída de la hoja? -preguntó Mariucha.
- ¡La caída de la hoja!... Cuando llega el otoño... Sí, entonces se cae la hoja de los árboles, contestó Teresina con voz más apagada todavía por la congoja.
- Oye, Teresina..., ¿quieres que recemos mucho a Dios para que no caigan las hojas este año?
**********
Al día siguiente se presentó sola en la escuela Teresina, con gran asombro de la maestra, que preguntó:
- ¿Está enferma tu hermanita?
- No, señora; es mi madre la que está muy grave. Y contó a la maestra todo lo de la víspera.
- ¿No tienes fuera unas tías?
- Sí, señora; la una está en Bilbao, la otra en Barcelona; las dos son criadas de servicio -respondió la niña.
- Pues mira, escríbeles tú, y yo pondré los sellos y los sobres; pero no digas nada a tu madre... Oye, ¿te atreverías a hacer unas cuantas varas de encaje como esta? -dijo sacando una muestra.
- ¡Oh, sí, señora! Eso es muy fácil.
- ¿Sí?... Pues entonces vas a ganar algunas pesetas para que puedas atender mejor a tu madre.
Escribió Teresina las cartas, recogió la muestra de encaje y se despidió de su maestra con lágrimas en los ojos.
Con la venida inmediata de las dos hermanas de María, con los ahorros y cuidados de estas, con el trabajo de Teresina y con los donativos del médico, fue posible atender a la enferma, la cual ni mejoraba ni empeoraba.
D. Blas, el médico, era un sabio, un héroe de la ciencia. Eran tantas las obreras que salían tísicas de la fábrica de cerillas, que hubo de tomar a empeño el hacer estudios muy especiales, tomando como cuerpo de ensayo el de María.
Se le veía de continuo atareado, moviendo la cabeza con aire de duda cuando visitaba a María, la predilecta de sus enfermas.
Cuando medió el mes de septiembre y vio continuarse los calores estivales aumentaron sus zozobras; algunos días se presentaba con el semblante iluminado por la satisfacción.
En tanto trabajaban todos por salvar a la enferma, Mariucha, casi desatendida, bajaba al patio tan pronto como amanecía. Más tarde, acudían dos muchachos de la vecindad, dos amigotes de Mariucha, con los que se entretenía en hacer mil diabluras al pie de las acacias. Habían llevado al patio una escala de madera, que a veces caía con estrépito. Mariucha y los dos muchachos tenían su frente cubierta de chichones.
Todo el mes de octubre se mantuvo con una dulce temperatura; el campo conservaba todas sus galas, no parecía sino que se vivía en una primavera perpetua.
Llegó el día 1º de noviembre. De pronto cambió bruscamente el tiempo. Soplaba un viento desagradable y frío; caían las hojas de los árboles empujadas por una tenaz llovizna.
A las ocho de la mañana se presentó el médico, pálido, preocupado, silencioso. Pulsó a la enferma, encontrándola más fortalecida; sacó un frasco de su gabán e hizo beber a María dos cucharadas del contenido de aquel. Acto seguido se dirigió a la puerta y la abrió; luego a las ventanas e hizo lo mismo. Se dirigió a la cabecera de la cama, observó largo rato a María y, por fin, lanzando un gran suspiro, exclamó en voz alta:
- Está salvada, la curaré; he encontrado ya la medicina que me hacía falta. ¡La curaré y la curaré!
En aquel instante se oyó en el patio un estrépito de palmoteos y gritos infantiles. Se acercaron todos a la ventana y vieron abajo, en el fondo del patio, a Mariucha y sus dos amigazos al pie de las dos acacias, palmoteando cada vez que una ráfaga de viento inclinaba las ramas o las retorcía. Los dos árboles presentaban una facha extraordinaria: unas ramas estaban envueltas en papelotes formando bolsas y otras cubiertas de cuerda y esparto.
Mariucha, erguida y palmoteando, gritaba:
- Ya no caerá la hoja, ya no morirá madre... Dios me dijo que lo hiciese así... ¡Viva Dios!
El médico se retiró de la ventana con lágrimas en los ojos.
- Sí -dijo-, bendito sea Dios y bendito también tú, hermoso ángel; tu madre vivirá; si la ciencia no la hubiese salvado, la hubieran salvado tu fe y tu inocencia.
Encarnación Hidalgo Rey
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