lunes, 19 de agosto de 2013

HIMNO DE GRATITUD AL MAESTRO ECUATORIANO

 
Gratitud al Maestro, que alumbra
nuestra vida y la llena de estrellas;
gratitud de la Patria que, en ellas,
ve otro cielo, en palabras de luz.
Gratitud de la Patria, que sabe
lo que sufre el Maestro y se afana,
frente al joven, la voz del mañana;
junto al niño, inocencia y virtud.

¡Oh Maestro que estás en la Cátedra
de tus labios queremos la aurora;
tu palabra es la luz que se aflora
y amanece en las cumbres del bien!
Nadie quiera laureles de gloria,
si en el pecho de barro le falta
la grandeza más noble y más alta:
Gratitud a quien hizo un laurel.

Niños todos, amad vuestras aulas,
la lección del Maestro y su ejemplo;
porque, en ellas también hay un templo,
que la Patria construye en su honor.
Gratitud: ¡flor del alma! Perfume,
que en el pecho embalsama la vida;
nada puede el ingrato que olvida,
quien le abrió las ventanas al sol.

 
 
 


LA ZORRA Y EL BUSTO (Daniel Barros Gretz)

  Según cuenta don Félix
María Samaniego
y La Fontaine lo mismo,
después de Esopo y Fedro,
"dijo la Zorra al Busto,
después de olerlo:
-Tu cabeza es hermosa,
pero sin seso".
Mas yo he sabido después
que, por permisión de Dios,
arrugando el entrecejo,
el buen Busto contestó:
 
  "Cierto es que no tengo seso,
mas sirvo de adorno y soy
de todos los transeúntes
la constante admiración.
A nadie hice mal ninguno,
y aunque sin talento estoy,
el arte rival me hizo
de natura en perfección.
Pero a ti, animal perverso,
¿de qué te sirve el honor
de estar provisto de sesos,
si te falta discreción?
No sabes más que hacer daño,
bicho cobarde y traidor,
y tu puntiagudo hocico
se ceba en la destrucción
de animales inocentes,
con sensualidad atroz.
A mí nadie me desprecia,
nadie me guarda rencor,
y honrado en mi pedestal
do el arte me puso estoy,
mientras que a ti te persiguen
todos cual a vil ladrón".
 
  ¡Cuántos raposos astutos
en el mundo he visto yo,
que creen reírse del busto
y merecen el sermón!

LA VÍCTIMA VERDUGO (Cayetano Fernández)

Un severo monarca
hubo en lo antiguo,
que tal condena puso
al asesino:
¡Llevar a cuestas
el horrendo cadáver
la vida entera!
 
Con sistema tan raro,
el buen difunto,
de víctima pasaba
a ser verdugo.
Con la conciencia,
¿no sucede lo mismo
cuando se peca?

domingo, 18 de agosto de 2013

CIELO E INFIERNO: VERDADES DE DIOS (María Vallejo-Nágera)

Cielo e infierno: verdades de Dios

TESTIMONIO DE CATALINA RIBAS SOBRE LA SANTA MISA




Era la vigilia del día de la Anunciación y los componentes de nuestro grupo


habíamos ido a confesarnos. Algunas de las señoras del grupo de oración no alcanzaron a


hacerlo y dejaron su confesión para el día siguiente antes de la Santa Misa.

Cuando llegué al día siguiente a la iglesia un poco atrasada, el señor arzobispo y los

sacerdotes ya estaban saliendo al presbiterio. Dijo la Virgen con aquella voz tan suave y

femenina que a una le endulza el alma:

—Hoy es un día de aprendizaje para ti y quiero que prestes mucha atención, porque

de lo que seas testigo hoy, todo lo que vivas en este día, tendrás que compartirlo a la

humanidad.

Me quedé sobrecogida sin entender, pero procurando estar muy atenta.

Lo primero que percibí es que había un coro de voces muy hermosas que cantaban

como si estuviesen lejos. En momentos se acercaban y luego las voces se alejaban;

producían una música como la del sonido del viento.

El señor arzobispo empezó la Santa Misa y al llegar a la oración penitencial dijo la

Santísima Virgen:

—Desde el fondo de tu corazón pide perdón al Señor por todas tus culpas, por

haberlo ofendido, así podrás participar dignamente de este privilegio que es asistir a la

Santa Misa.

Seguramente que por una fracción de segundo pensé: «Pero si estoy en gracia de

Dios... Me acabo de confesar anoche». Ella contestó:

—¿Y crees que desde anoche no has ofendido al Señor? Déjame que Yo te recuerde

algunas cosas. Cuando salías para venir aquí, la persona que te ayuda se acercó para pedirte

algo y como estabas retrasada y con prisas, le contestaste de malas maneras. Eso ha sido

una falta de caridad por tu parte. ¿Y dices que no has ofendido a Dios? De camino hacia

aquí un autobús se ha atravesado en tu camino y casi te choca. Te expresaste en forma poco

conveniente contra ese pobre hombre, en lugar de venir haciendo tus oraciones,

preparándote para la Santa Misa... Has faltado a la caridad y has perdido la paz, la

paciencia. ¿Y dices no haber lastimado al Señor? Has llegado en el último momento,

cuando ya la procesión de los celebrantes está saliendo para celebrar la misa... Y vas a

participar en ella sin una previa preparación...

—Ya, Madre mía. Ya no me digas más... No me recuerdes más cosas porque me

voy a morir de tristeza y vergüenza —contesté.

—¿Por qué tienen que llegar en el último momento? Ustedes deberían estar antes

para poder hacer una oración y pedir al Señor que envíe Su Santo Espíritu, que les otorgue

un espíritu de paz que eche fuera al espíritu del mundo, las preocupaciones, los problemas y

las distracciones para ser capaces de vivir este momento tan sagrado. Pero llegan casi al

comenzar la misa, y participan como si participaran en un evento cualquiera, sin ninguna

preparación espiritual. ¿Por qué? Es el milagro más grande, van a vivir el momento de

regalo más grande de parte del Altísimo y no lo saben apreciar.

Era bastante. Me sentía tan mal que tuve más que suficiente para pedir perdón a

Dios, no solamente por las faltas de ese día, sino por todas las veces que, como muchísimas

otras personas, esperé a que terminara la homilía del sacerdote para entrar en la iglesia. Por

las veces que no supe o me negué a comprender lo que significaba estar allí, por las veces

que tal vez habiendo estado mi alma llena de pecados más graves, me había atrevido a

participar de la Santa Misa. Era día de fiesta y debía recitarse el gloria. Dijo Nuestra

Señora:

—Glorifica y bendice con todo tu amor a la Santísima Trinidad en tu

reconocimiento como criatura suya.

¡Qué distinto fue aquel gloria! De pronto me veía en un lugar lejano, lleno de luz

ante la presencia majestuosa del trono de Dios, y con cuánto fervor fui agradeciendo al

repetir: «Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos; te

damos gracias, Señor, Dios Rey Celestial, Dios Padre Todopoderoso...». Y evoqué el rostro

paternal del Padre lleno de bondad... «Señor, Hijo único Jesucristo, Señor Dios, Cordero de

Dios, Hijo del Padre, Tú que quitas el pecado del mundo». Y Jesús estaba delante de mí,

con ese rostro lleno de ternura y misericordia. Y entonces pedí: «Señor: líbrame de todo

espíritu malo, mi corazón te pertenece, Señor mío envíame tu paz para conseguir el mejor

provecho de esta Eucaristía y que mi vida dé sus mejores frutos. Espíritu Santo de Dios,

transfórmame, actúa en mí, guíame... ¡Oh Dios, dame los dones que necesito para servirte

mejor!».

Llegó el momento de la liturgia de la palabra y la Virgen me hizo repetir: «Señor,

hoy quiero escuchar Tu Palabra y producir fruto abundante. Que tu Santo Espíritu limpie el

terreno de mi corazón para que tu Palabra crezca y se desarrolle, purifica mi corazón para

que esté bien dispuesto».

La Virgen me dijo:

—Quiero que estés atenta a las lecturas y a toda la homilía del sacerdote. Recuerda

que la Biblia dice que la Palabra de Dios no vuelve sin haber dado fruto. Si estás atenta,

quedará algo en ti de todo lo que escuches. Debes tratar de recordar todo el día esas

palabras que dejaron huella en ti. Serán dos frases unas veces; otras será la lectura del

Evangelio entera. Tal vez solo una palabra... Deberás paladear el resto del día y eso hará

carne en ti, porque ésa es la manera de transformar la vida, haciendo que la Palabra de Dios

lo transforme a uno. Y ahora dile al Señor que estás aquí para escuchar lo que quieres que

Él diga hoy a tu corazón».

Nuevamente agradecí a Dios por darme la oportunidad de escuchar su Palabra y le

pedí perdón por haber tenido el corazón tan duro por tantos años y haber enseñado a mis

hijos que deberían ir a Misa solo los domingos, porque así lo mandaba la Iglesia, no por

amor ni por necesidad de llenarse de Dios... Yo que había asistido a tantas Eucaristías, más

por compromiso que por otra cosa y con ello creía estar salvada. De vivirla, ni soñar; de

poner atención en las lecturas y la homilía del sacerdote, menos... ¡Cuánto dolor sentí por

tantos años de pérdida inútil, por mi ignorancia! ¡Cuánta superficialidad en las misas a las

que asistimos porque es una boda, una misa de funeral o porque tenemos que hacernos ver

con la sociedad! ¡Cuánta ignorancia sobre nuestra Iglesia y sobre los sacramentos! ¡Cuánto

desperdicio en querer instruirnos y culturizarnos en las cosas del mundo, que en un

momento pueden desaparecer sin quedarnos nada, y que al final de la vida no nos sirven ni

para alargar un minuto nuestra existencia! Y sin embargo, de aquello que va a ganarnos un

poco de cielo en la tierra y luego la vida eterna, no sabemos nada... ¡Y nos queremos llamar

cultos!

Un momento después llegó el ofertorio, y la Santísima Virgen dijo. «Reza así...».

Yo la seguía: «Señor, te ofrezco todo lo que soy, lo que tengo, lo que puedo, todo lo pongo

en Tus manos. Edifica Tú, Señor, con lo poco que soy. Por los méritos de tu Hijo,

transfórmame, Dios Altísimo. Te pido por mi familia, por mis bienhechores, por cada

miembro de nuestro apostolado, por todas las personas que nos combaten, por aquellos que

se encomiendan a mis pobres oraciones... Enséñame a poner mi corazón en el suelo para

que su caminar sea menos duro. Así oraban los santos, así quiero que lo hagáis».

[...]

De pronto empezaron a ponerse de pie unas figuras que no había visto antes. Era

como si del lado de cada persona que estaba en la catedral saliera otra persona y aquello se

llenó de unos personajes jóvenes, hermosos. Iban vestidos con túnicas muy blancas y

fueron saliendo hasta el pasillo central dirigiéndose hacia el altar. Dijo nuestra Madre:

—Observa: son ángeles de la guarda de cada una de las personas que están aquí. Es

el momento en que su ángel de la guarda lleve sus ofrendas y peticiones ante el altar del

Señor.

En aquel momento estaba completamente asombrada porque esos seres tenían

rostros tan hermosos, tan radiantes como no puede uno imaginarse. Lucían unos rostros

muy bellos, casi femeninos, sin embargo la complexión de su cuerpo, sus manos, su

estatura, eran de hombre. Los pies desnudos no pisaban el suelo, sino que iban como

deslizándose, como resbalando. Aquella procesión era muy hermosa. Algunos de ellos

sujetaban como una fuente de oro con algo que brillaba mucho con una luz blanca-dorada.

Dijo la Virgen:

—Son los ángeles de la guarda de las personas que están ofreciendo esta Santa Misa

por muchas intenciones, aquellas personas que están conscientes de lo que significa esta

celebración, aquellas que tienen algo que ofrecer al Señor... Ofrezcan en este momento...

Ofrezcan sus penas, sus dolores, sus ilusiones, sus tristezas, sus alegrías, sus peticiones.

Recuerden que la misa tiene un valor infinito, por lo tanto sean generosos en ofrecer y en

pedir.

Detrás de los primeros ángeles venían otros que no sujetaban nada en las manos, las

llevaban vacías. Dijo la Virgen:

—Son los ángeles de las personas que estando aquí no ofrecen nada, que no tienen

interés en vivir cada momento litúrgico de la misa y no tienen ofrecimientos que llevar ante

el altar del Señor.

En último lugar iban otros ángeles que estaban medio tristones, con las manos

juntas en oración pero con la mirada baja.

—Son los ángeles de la guarda de las personas que estando aquí, no están, es decir:

de las personas que han venido forzadas, que han venido por compromiso, pero sin ningún

deseo de participar de la Santa Misa y los ángeles van tristes porque no tienen qué llevar

ante el altar, salvo sus propias oraciones. No entristezcan al su ángel de la guarda... Pidan

mucho, pidan por la conversión de los pecadores, por la paz en el mundo, por sus

familiares, sus vecinos, por quienes se encomiendan a sus oraciones. Pidan, pidan mucho,

pero no solo por ustedes, sino por los demás también. Recuerden que el ofrecimiento que

más agrada al Señor es cuando se ofrecen ustedes mismos como holocausto, para que Jesús,

al bajar, los transforme por sus propios méritos. ¿Qué tienen que ofrecer al Padre por sí

mismos? La nada y el pecado, pero al ofrecerse unidos a los méritos de Jesús, aquel

ofrecimiento es grato al Padre.

Aquel espectáculo, aquella procesión era tan hermosa que difícilmente podría

compararse a otra. Todas aquellas criaturas celestiales haciendo una reverencia ante el altar,

unas dejando su ofrenda en el suelo, otras postrándose de rodillas con la frente casi en el

suelo y después de llegar allá, desaparecían de mi vista.

Llegó el momento final del Prefacio y cuando la asamblea decía: «Santo, santo,

santo...», de pronto todo lo que estaba detrás del los celebrantes desapareció. Del lado

izquierdo del señor arzobispo hacía atrás en forma diagonal aparecieron miles de ángeles

pequeños, grandes, otros con alas inmensas, con alas pequeñas... todos vestidos con unas

túnicas como las albas blancas de los sacerdotes o monaguillos. Todos se arrodillaban con

las manos unidas en oración y en reverencia inclinaban la cabeza. Se escuchaba una música

preciosa, como si fueran muchísimos coros con distintas voces y todos decían al unísono

junto el pueblo: «Santo, santo, santo...». Había llegado el momento de la consagración, el

momento del más maravilloso de los milagros... Del lado derecho del arzobispo hacia atrás

en forma también diagonal, una multitud de personas iban vestidas con la misma túnica

pero en colores pastel: rosa, verde, celeste, lila, amarillo... En fin, de distintos colores muy

suaves. Sus rostros también eran brillantes, llenos de gozo, parecían tener todos la misma

edad. Se podía apreciar (y no puedo decir por qué) que había gente de distintas edades, pero

todos parecían igual en las caras, sin arrugas, felices. Todos se arrodillaban también ante el

canto de «santo, santo, santo es el Señor...».

Dijo Nuestra Señora:

—Son todos los santos y bienaventurados del cielo y entre ellos, también están las

almas de los familiares de ustedes que gozan ya de la presencia de Dios.

Entonces la vi. Allá justamente a la derecha del señor arzobispo, un paso detrás del

celebrante, estaba un poco suspendida del suelo, arrodillada sobre unas telas muy finas,

transparentes pero a la vez luminosas, como agua cristalina, la Santísima Virgen con las

manos unidas, mirando atenta y respetuosamente al celebrante. Me hablaba desde allá, pero

silenciosamente, directamente al corazón sin mirarme.

—¿Te llama la atención verme un poco más atrás del monseñor, verdad? Así debe

ser... Con todo lo que me ama Mi Hijo, no me hada dado la dignidad que da a un sacerdote

de poder traerlo entre mis manos diariamente, como lo hacen las manos sacerdotales. Por

ellos siento tan profundo respeto y por todo el milagro que Dios realiza a través suyo, que

me obliga a arrodillarme aquí.

¡Dios mío, cuánta dignidad, cuánta gracia derrama el Señor sobre las almas

sacerdotales y ni nosotros, ni tal vez muchos de ellos somos conscientes! Delante del altar

empezaron a salir unas sombras de personas de color gris que levantaban las manos hacia

arriba. Dijo la Virgen Santísima:

—Son las almas benditas del purgatorio que están a la espera de las oraciones de

ustedes para refrescarse. No dejen de rezar por ellas. Piden por ustedes, pero no pueden

pedir por ellas mismas, son ustedes quienes tienen que pedir por ellas para ayudarlas a salir

para encontrarse con Dios y gozar eternamente de Él. Ya lo ves, aquí estoy todo el tiempo...

La gente hace peregrinaciones y busca los lugares de mis apariciones, y está bien por todas

las gracias que allá reciben, pero en ninguna aparición, en ninguna parte estoy más tiempo

presente que en la Santa Misa. Al pie del altar donde se celebra la Eucaristía, siempre me

van a encontrar; al pie del sagrario permanezco Yo con los ángeles, porque estoy siempre

con Él.

Ver ese rostro hermoso de la Madre en aquel momento «santo», al igual que todos

ellos, con el rostro resplandeciente, con las manos juntas en espera de aquel milagro que se

repite continuamente, era estar en el mismo cielo. Y pensar que hay gente, que hay

personas que podemos estar en ese momento distraídas, hablando... Que se quedan de pie,

cruzando los brazos, como si nada hubiera ante ellos en ese momento.

Dijo la Virgen:

—Dile al ser humano que nunca un hombre es más hombre que cuando dobla las

rodillas ante Dios.

El celebrante dijo las palabras de la consagración. Era una persona de estatura

normal, pero de pronto empezó a crecer, a volverse lleno de luz sobrenatural entre blanca y

dorada que lo envolvía y se centraba muy fuerte en la parte del rostro, de modo que no

podía ver sus rasgos. Cuando levantaba la Forma vi sus manos y tenían unas marcas en el

dorso de las cuales salía mucha luz. ¡Era Jesús! Era Él que con su Cuerpo envolvía al del

celebrante como si rodeara amorosamente las manos del señor arzobispo. En ese momento

la Sagrada Forma comenzó a crecer y crecer enorme, y en ella el rostro maravilloso de

Jesús mirando hacia su pueblo. Por instinto quise bajar la cabeza y dijo Nuestra Señora:

—No agaches la mirada, levanta la vista, contémplalo, cruza tu mirada con la suya y

repite la oración de Fátima: Señor, yo creo, adoro, espero y te amo; te pido perdón por los

que no creen, no adoran, no esperan y no te aman. Perdón y misericordia... Ahora dile

cuánto le amas, rinde tu homenaje al Rey de Reyes.

Se lo dije. Parecía que solo a mí me miraba desde la Sagrada Forma, pero supe que

así contemplaba a cada persona, lleno de amor... Luego bajé la cabeza hasta tener la frente

en el suelo, como hacían los ángeles y bienaventurados del cielo. Por fracción de un

segundo tal vez, pensé qué era aquello que Jesús tomara el cuerpo del celebrante y al

mismo tiempo que estuviera en la Hostia Sagrada, que al bajarla el celebrante se volvía

nuevamente pequeña. Tenía yo las mejillas llenas de lágrimas y no podía salir de mi

asombro. Inmediatamente monseñor dijo las palabras de la consagración del vino y junto a

sus palabras, empezaron unos relámpagos en el cielo y en el fondo. No había techo en la

iglesia ni paredes; todo había desparecido y quedaba como luz solo aquel resplandor

brillante del altar. De pronto suspendido en el aire vi a Jesús crucificado, de la cabeza a la

parte baja del pecho. El tronco transversal de la cruz estaba sostenido por unas manos

grandes, fuertes. De en medio de aquel resplandor se desprendió una lucecita como de una

paloma muy pequeña, pero muy brillante. Dio una vuelta velozmente por toda la iglesia y

se fue a posar en el hombro izquierdo del señor arzobispo, que seguía siendo Jesús, porque

podía distinguir su melena y sus llagas luminosas, su cuerpo grande, pero no podía ver su

rostro...

Arriba, Jesús crucificado estaba con el rostro caído sobre el lado derecho del

hombro. Podía contemplar el rostro y los brazos golpeados y descarnados. En el costado

derecho tenía una herida, en el pecho, y salía sangre a borbotones hacia la izquierda, y

hacia la derecha pienso que agua, pero muy brillante; más bien eran chorros de luz que iban

dirigiéndose hacia los fieles moviéndose hacia derecha e izquierda. ¡Me asombraba la

cantidad de sangre que fluía hacia el Cáliz! ¡Pensé que iba a resbalar y manchar todo el

altar!, pero no cayó una sola gota... En ese momento dijo la Virgen:

—Éste es el milagro de los milagros; te lo he repetido, para el Señor no existe ni

tiempo, ni distancia y en el momento de la consagración toda la asamblea es trasladada al

pie del calvario en el instante de la crucifixión de Jesús.

¿Puede alguien imaginarse eso? Nuestros ojos no lo pueden ver, pero todos estamos

allá, en el momento en el que a Él lo están crucificando y está pidiendo perdón al Padre, no

solamente por quienes lo matan, sino por cada uno de nuestros pecados. A partir de aquel

día no me importa si me toman por loca, pero pido a todos que se arrodillen, que traten de

vivir con el corazón y toda la sensibilidad de que son capaces aquel privilegio que el Señor

nos concede. Cuando íbamos a rezar el padrenuestro, habló el Señor por primera vez

durante la celebración y dijo:

—Aguarda, quiero que ores con la mayor profundidad que seas capaz y que en este

momento traigas a tu memoria a la persona o personas que más daño te hayan ocasionado

durante tu vida, para que las abraces junto a tu pecho y les digas de todo corazón: «En el

nombre de Jesús yo te perdono y te deseo la paz. En el nombre de Jesús te pido perdón y te

deseo mi paz». Si esa persona merece la paz, la va a recibir y le hará mucho bien; si esa

persona no es capaz de abrirse a la paz, esa paz volverá a tu corazón. Pero no quiero que

recibas y des la paz a otras personas cuando no eres capaz de perdonar y sentir esa paz

primero en tu corazón. Cuidado con lo que hacen. Ustedes repiten en el padrenuestro:

perdónanos así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Si ustedes son capaces

de perdonar y no olvidan, como dicen algunos, están condicionando el perdón de Dios.

Están diciendo perdóname únicamente como yo soy capaz de perdonar y no más allá.

No sé cómo explicar mi dolor al comprender cuánto podemos herir al Señor y

cuánto podemos lastimarnos nosotros mismos con tantos rencores, sentimientos malos y

cosas feas que nacen de los complejos y de las susceptibilidades. Perdoné, perdoné de

corazón y pedí perdón a todos los que me habían lastimado alguna vez para sentir la paz del

Señor. El celebrante decía: «La paz esté con ustedes...». De pronto vi que en medio de

algunas personas que se abrazaban (no todos), se colocaba en medio una luz muy intensa,

supe que era Jesús y me abalancé prácticamente a abrazar a la persona que estaba a mi lado.

Pude sentir verdaderamente el abrazo del Señor en esa luz, era él que me abrazaba para

darme su paz, porque en ese momento había sido yo capaz de perdonar y de sacar de mi

corazón todo el dolor que tenía contra otras personas. Eso es lo que Jesús quiere:

compartir ese momento de alegría abrazándonos para desearnos su paz. Llegó el

momento de la comunión de los celebrantes, ahí volví a notar la presencia de todos los

sacerdotes junto a Monseñor. Cuando él comulgaba, dijo la Virgen:

—Éste es el momento de pedir por el celebrante y los sacerdotes que lo acompañan.

Repite junto a Mí: «Señor, bendícelos, santifícalos, ayúdalos, purifícalos, ámalos, cuídalos,

sostenlos con tu amor...». Recuerden ahora a todos los sacerdotes del mundo, oren por

todas las almas consagradas.

Hermanos, ése es el momento en que debemos pedir por los sacerdotes, porque ellos

son Iglesia, como también lo somos nosotros los laicos. Muchas veces los laicos exigimos

mucho a los sacerdotes, pero somos incapaces de rezar por ellos, de entender que son

personas humanas, de comprender y valorar la soledad que muchas veces puede rodear a un

sacerdote. Debemos comprender que los sacerdotes son personas como nosotros y que

necesitan comprensión, cuidado, afecto, atención por parte nuestra, porque están dando su

vida por cada uno de nosotros, como Jesús, consagrándose a Él. El Señor quiere que la

gente del rebaño ore y ayude en la santificación de sus pastores. Algún día, cuando estemos

al otro lado, comprenderemos la maravilla que el Señor ha hecho al darnos sacerdotes que

nos ayuden a salvar nuestra alma.

Empezó la gente a salir de los bancos para ir a comulgar. Había llegado el gran

momento del encuentro, de la comunión. El Señor me dijo:

—Espera un momento; quiero que observes algo.

Por un impulso interior levanté la vista hacia la persona que iba a recibir la

comunión en la lengua de manos del sacerdote. Debo aclarar que esta persona era una de

las señoras de nuestro grupo que la noche anterior no había alcanzado a confesarse y lo hizo

esa mañana, antes de la Santa Misa. Cuando el sacerdote colocaba la Sagrada Forma sobre

su lengua, como un


flash de luz, aquella luz muy dorada-blanca atravesó a esta persona por


la espalda primero, y luego fue bordeándola en la espalda, los hombros y la cabeza. Dijo el


Señor:


—¡Así es como Yo me complazco en abrazar a un alma que viene con el corazón


limpio a recibirme!

El matiz de la voz de Jesús era de una persona contenta. Yo estaba atónita mirando

a esa amiga volver hacia su asiento rodeada de luz, abrazada por el Señor, y pensé en la

maravilla que nos perdemos tantas veces por ir con nuestras pequeñas o grandes faltas a

recibir a Jesús, cuando tiene que ser una fiesta. Muchas veces decimos que no hay

sacerdotes para confesarse a cada momento y el problema no está en confesarse a cada

momento. El problema radica en nuestra facilidad para volver a caer en el mal. Por otro

lado, así como nos esforzamos por ir a buscar un salón de belleza o los señores un

peluquero cuando tenemos una fiesta, tenemos que esforzarnos también en ir a buscar un

sacerdote cuando necesitamos que saque todas esas cosas sucias de dentro de nosotros, pero

no tener la desfachatez de recibir a Jesús en cualquier momento con el corazón lleno de

cosas feas.

Cuando me dirigía a recibir mi comunión, Jesús repetía:

—La última cena fue el momento de mayor intimidad con los míos... En esa hora

del amor instauré lo que ante los ojos de los hombres podría ser la mayor locura, hacerme

prisionero del amor. Instauré la Eucaristía. Quise permanecer con ustedes hasta la

consumación de los siglos, porque mi amor no podía soportar que quedaran huérfanos

aquellos a quienes amaba más que a mi vida.

Cuando llegué a mi asiento, al arrodillarme dijo el Señor: «Escucha». Y en un

momento comencé a escuchar dentro de mí las oraciones de una señora que estaba sentada

delante de mí, y que acababa de comulgar. Lo que ella decía sin abrir la boca era más o

menos así: «Señor, acuérdate que estamos a fin de mes y no tengo el dinero para pagar la

renta, las letras del coche, los colegios de los niños... Tienes que hacer algo para

ayudarme... Por favor, haz que mi marido deje de beber tanto, pues no puedo soportar más

sus borracheras; y mi hijo menor va a perder el año otra vez si no le ayudas, tiene exámenes

la semana que viene... Y no te olvides de la vecina que debe mudarse de casa, que lo haga

de una vez porque ya no lo puedo aguantar, etc.».

De pronto el señor arzobispo dijo: «Oremos», y obviamente toda la asamblea se

puso de pie para la oración final. Jesús dijo en tono triste:

—¿Te has dado cuenta? Ni una sola vez me ha dicho que me ama, ni una sola vez

ha agradecido el don que Yo le he hecho de bajar mi divinidad hasta su pobre humanidad,

para elevarla hacia Mí. Ni una sola vez ha dicho: gracias, Señor. Ha sido una letanía de

peticiones... y así son casi todos los que vienen a recibirme. Yo he muerto por amor y estoy

resucitado. Por amor espero a cada uno de ustedes y por amor permanezco con ustedes,

pero ustedes no se dan cuenta que necesito de su amor.

Cuando el celebrante iba a impartir la bendición final, la Santísima Virgen dijo:

—Atenta, cuidado... Ustedes hacen un garabato en el lugar de la señal de la cruz.

Recuerda que esta bendición puede ser la última que recibas en tu vida de manos de un

sacerdote. Tú no sabes si saliendo de aquí te vas a morir o no, y no sabes si vas a tener la

oportunidad de que otro sacerdote te dé una bendición. Esas manos consagradas te están

dando la bendición en el nombre de la Santísima Trinidad, por lo tanto, haz la señal de la

cruz con respeto y como si fuera la última vez de tu vida.

Jesús me pidió que me quedara con Él unos minutos más después de finalizar la

misa. Dijo:

—No salgan a la carrera terminada la misa; quédense un momento en mi compañía,

disfruten de ella y déjenme disfrutar de ustedes.

De niña escuché decir a alguien que el Señor permanecía en nosotros como cinco o

diez minutos después de la comunión. Se lo pregunté en ese momento:

—¿Señor, verdaderamente cuánto tiempo te quedas después de la comunión con

nosotros?

Supongo que el Señor se debió de reír de mí, porque contestó:

—Todo el tiempo que tú quieras tenerme contigo. Si me hablas todo el día,

dedicándome unas palabras durante tus quehaceres, te escucharé. Yo estoy siempre con

ustedes; son ustedes los que me dejan a Mí. Salen de la misa y se acabó el día de guardar.

Cumplieron con el día del Señor y se acabó. No piensan que me gustaría compartir vida

familiar con ustedes, al menos ese día.


viernes, 16 de agosto de 2013

EL JUICIO FINAL (Sermón del Santo Cura de Ars 1786-1859)


Entonces verán al Hijo del hombre viniendo con gran poder y majestad terrible, rodeado de los ángeles y de los santos.(S. L.uc. XXI, 27.)

No es ya, hermanos míos , un Dios revestido de nuestra flaqueza, oculto en la oscuridad de un pobre establo, reclinado en un pesebre, saciado de oprobios, oprimido bajo la pesada carga de su cruz; es un Dios revestido con todo el brillo de su poder y de su majestad, que hace anunciar su venida por medio de los más espantosos prodigios, es decir, por el eclipse del sol y de la luna, por la caída de las estrellas, y por un total trastorno de la naturaleza. No es ya un Salvador que viene como manso cordero a ser juzgado por los hombres y a redimirlos; es un Juez justamente indignado que juzga a los hombres con todo el rigor de su justicia. No es ya un Pastor caritativo que viene en busca de las ovejas extraviadas para perdonarlas; es un Dios vengador que viene a separar para siempre los pecadores de los justos, a aplastar los malvados con su más terrible venganza, a anegar los justos en un torrente de dulzuras. 

Momento terrible, momento espantoso, ¿cuándo llegarás? Momento desdichado ¡ay! quizás en breve llegarán a nuestros oídos los anuncios precursores de este Juez tan temible para el pecador. ¡Oh pecadores! salid de la tumba de vuestros pecados, venid al tribunal de Dios, venid a aprender de qué manera será tratado el pecador.

El impío, en este mundo, parece hacer gala de desconocer el poder de Dios, viendo a los pecadores sin castigo; llega hasta decir: No, no, no hay Dios ni infierno; o bien: No atiende Dios a lo que pasa en la tierra. Pero dejad que venga el juicio, y en aquel día grande Dios manifestará su poder y mostrará a todas las naciones que Él lo ha visto todo y de todo ha llevado cuenta.

¡Qué diferencia, hermanos míos, entre estas maravillas y las que Dios obró al crear el mundo! Que las aguas rieguen y fertilicen la tierra, dijo entonces el Señor; y en el mismo instante las aguas cubrieron la tierra y le dieron fecundidad. Pero, cuando venga a destruir el mundo, mandará al mar saltar sus barreras con ímpetu espantoso, para engullir el universo entero en su furor.

Creó Dios el cielo, y ordenó a las estrellas que se fijasen en el firmamento. Al mandato de su voz, el sol alumbró el día y la luna presidió a la noche. Pero, en aquel día postrero, el sol se obscurecerá, y no darán ya más lumbre la luna y las estrellas. Todos estos astros caerán con estruendo formidable.

¡Qué diferencia, hermanos míos! Para crear el mundo empleó Dios seis días; para destruirlo, un abrir y cerrar de ojos bastará. Para crearlo, a nadie llamó que fuese testigo de tantas maravillas; para destruirlo, todos los pueblos se hallarán presentes, todas las naciones confesarán que hay un Dios y reconocerán su poder. ¡Venid, burlones impíos, venid incrédulos refinados, venid a ver si existe o no Dios, si ha visto o no todas vuestras acciones, si es o no todopoderoso! ¡Oh Dios mío! cómo cambiará de lenguaje el pecador en aquella hora! ¡Qué de lamentos! ¡Ay! ¡Cómo se arrepentirá de haber perdido un tiempo tan precioso! Mas no es tiempo ya, todo ha concluido para el pecador, no hay esperanza. ¡Oh, qué terrible instante será aquel! Dice San Lucas que los hombres quedarán yertos de pavor, pensando en los males que les esperan. ¡Ay ! hermanos míos, bien puede uno quedarse yerto de temor y morir de espanto ante la amenaza de una desdicha infinitamente menor que la que al pecador le espera y que ciertísimamente le sobrevendrá si continúa viviendo en el pecado.

Hermanos míos, si en este momento en que me dispongo a hablaros del juicio, al cual compareceremos todos para dar cuenta de todo el bien y de todo el mal que hayamos hecho, y recibir la sentencia de nuestro definitivo destino al cielo o al infierno, viniese un, ángel a anunciaros ya de parte de Dios que dentro de veinticuatro horas todo el universo será abrasado en llamas por una lluvia de fuego y azufre; si empezaseis ya a oír que el trueno retumba y a ver que la tempestad enfurecida asuela vuestras casas; que los relámpagos se multiplican hasta convertir el universo en globo de fuego; que el infierno vomita ya todos sus réprobos, cuyos gritos y alaridos se dejan oír hasta los confines del mundo, anunciando que el único medio de evitar tanta desdicha es dejar el pecado y hacer penitencia; ¿ podríais escuchar, hermanos míos, a esos hombres sin derramar torrentes de lágrimas y clamar misericordia? ¿No se os vería arrojaros al pie de los altares pidiendo clemencia? ¡Oh ceguera, oh desdicha incomprensible, la del hombre pecador! los males que vuestro pastor os anuncia son aun infinitamente más espantosos y dignos de arrancar vuestras lágrimas, de desgarrar vuestros corazones.

¡Ah! estas terribles verdades van a ser otras tantas sentencias que pronunciarán vuestra condenación eterna. Pero la más grande de todas las desdichas es que seáis insensibles a ellas y continuéis viviendo en pecado sin reconocer vuestra locura hasta el momento en que no haya ya remedio para vosotros. Un momento más, y aquel pecador que vivía tranquilo en el pecado será juzgado y condenado; un instante más, y llevará consigo sus lamentos por toda la eternidad. Sí, hermanos míos, seremos juzgados, nada más cierto; sí, seremos juzgados sin misericordia; sí, eternamente nos lamentaremos de haber pecado.

1.- Leemos en la Sagrada Escritura, hermanos míos, que cada vez que Dios quiere enviar algún azote al mundo o a su Iglesia, lo hace siempre preceder de algún signo que comience a infundir el terror en los corazones y los lleve a aplacar la divina justicia. Queriendo anegar el universo en un diluvio, el arca de Noé, cuya construcción duró cien años, fue una señal para inducir a los hombres a penitencia, sin la cual todos debían perecer.

El historiador Josefo refiere que, antes de la destrucción de Jerusalén, se dejó ver, durante largo tiempo, una corneta en figura de alfanje, que ponía a los hombres en consternación. Todos se preguntaban: ¡Ay de nosotros! ¿qué querrá anunciar esta señal? Tal vez alguna gran desgracia que Dios va a enviarnos. La luna estuvo sin alumbrar ocho noches seguidas; la gente parecía no poder ya vivir más. De repente, aparece un desconocido que, durante tres años, no hace sino gritar, día y noche, por las calles de Jerusalén: ¡Ay de Jerusalén! ¡Ay de Jerusalén!... Lo prenden; lo azotan con varas para impedirle que grite; nada le detiene. Al cabo de tres años exclama: ¡Ay! ¡ay de Jerusalén ! y ¡ ay de mí ! Una piedra lanzada por una máquina le cae encima y le aplasta en el mismo instante. Entonces todos los males que aquel desconocido había presagiado a Jerusalén vinieron sobre ella. El hambre fue tan dura que las madres llegaron a degollar a sus propios hijos para alimentarse con su carne. Los habitantes, sin saber por qué, se degollaban unos a otros; la ciudad fue tomada y como aniquilada; las calles y las plazas estaban todas cubiertas de cadáveres; corrían arroyos de sangre; los pocos que lograron salvar sus vidas fueron vendidos como esclavos.

Mas, como el día del juicio será el más terrible y espantoso de cuantos haya habido, le precederán señales tan horrendas, que llevarán el espanto hasta el fondo de los abismos. El Señor nos dice que, en aquel momento infausto para el pecador, el sol no dará ya más luz, la luna será semejante a una mancha de sangre, y las estrellas caerán del firmamento. El aire estará tan lleno de relámpagos que será un incendio todo él, y el fragor de los truenos será tan grande qué los hombres quedarán yertos de espanto. Los vientos soplarán con tanto ímpetu, que nada podrá resistirlos. Árboles y casas serán arrastradas al caos de la mar; el mismo mar de tal manera será agitado por las tempestades, que sus olas se elevarán cuatro codos por encima de las más altas montañas y bajarán tanto que podrán verse los horrores del abismo; todas las criaturas, aun las insensibles, parecerán quererse aniquilar, para evitar la presencia de su Creador, al ver cómo los crímenes de los hombres han manchado y desfigurado la tierra. Las aguas de los mares y de los ríos hervirán como aceite sobre brasas; los árboles y plantas vomitarán torrentes de sangre; los terremotos serán tan grandes que se verá la tierra hundirse por todas partes; la mayor parte de los árboles y de las bestias serán tragados por el abismo, y los hombres, que sobrevivan aún, quedarán como insensatos; los montes y peñascos se desplomarán con horrorosa furia. Después de todos estos horrores se encenderá fuego en los cuatro ángulos del mundo: fuego tan violento que consumirá las piedras, los peñascos y la tierra, como briznas de paja echadas en un horno. El universo entero será reducido a cenizas; es preciso que esta tierra manchada con tantos crímenes sea purificada por el fuego que encenderá la cólera del Señor, de un Dios justamente irritado.

Una vez que esta tierra cubierta de crímenes sea purificada, enviará Dios, hermanos míos, a sus ángeles, que harán sonar la trompeta por los cuatro ángulos del mundo y dirán a todos los muertos: Levantaos, muertos, salid de vuestras tumbas, venid y compareced a juicio. Entonces, todos los muertos, buenos y malos, justos y pecadores, volverán a tomar la misma forma que tenían antes; el mar vomitará todos los cadáveres que guarda encerrados en su caos, la tierra devolverá todos los cuerpos sepultados, desde tantos siglos, en su seno. Cumplida esta revolución, todas las almas de los santos descenderán del cielo resplandecientes de gloria y cada alma se acercará a su cuerpo, dándole mil y mil parabienes. Ven, le dirá, ven, compañero de mis sufrimientos; si trabajaste por agradar a Dios, si hiciste consistir tu felicidad en los sufrimientos y combates, ¡oh, qué de bienes nos están reservados! Hace ya más de mil años que yo gozo de esta dicha; ¡oh, qué alegría para mí venir a anunciarte tantos bienes como nos están preparados para la eternidad. Venid, benditos ojos, que tantas veces os cerrasteis en presencia de los objetos impuros, por temor de perder la gracia de vuestro Dios, venid al cielo, donde no veréis sino bellezas jamás vistas en el mundo. Venid, oídos míos, que tuvisteis horror a las palabras y a los discursos impuros y calumniosos; venid y escucharéis en el cielo aquella música celeste que os arrobará en éxtasis continuo. Venid, pies míos y manos mías, que tantas veces os empleasteis en aliviar a los desgraciados; vamos a pasar nuestra eternidad en el cielo, donde veremos a nuestro amable y caritativo Salvador que tanto nos amó. ¡Ah! allí verás a Aquel que tantas veces vino a descansar en tu corazón. ¡Ah! allí veremos esa mano teñida aún en la sangre de nuestro divino Salvador, por la cual El nos mereció tanto gozo. En fin, el cuerpo y el alma de los santos se darán mil y mil parabienes; y esto por toda la eternidad.

Luego que todos los santos hayan vuelto a tomar sus cuerpos, radiantes todos allí de gloria según las buenas obras y las penitencias que hayan hecho, esperarán gozosos el momento en que Dios, a la faz del universo entero, revele, una por una, todas las lágrimas, todas las penitencias, todo el bien que ellos hayan realizado durante su vida; felices ya con la felicidad del mismo Dios. Esperad, les dirá el mismo Jesucristo, esperad, quiero que todo el universo se goce en ver cuánto habéis trabajado. Los pecadores endurecidos, los incrédulos decían que yo era indiferente a cuanto vosotros hicieseis por mí; pero yo voy a mostrarles, en este día, que he visto y contado todas las lágrimas que derramasteis en el fondo de los desiertos ; voy a mostrarles en este día que a vuestro lado me hallaba yo sobre los cadalsos. Venid todos y compareced delante de esos pecadores que me despreciaron y ultrajaron, que osaron negar que yo existiese y que los viese. Venid, hijos míos, venid, mis amados, y veréis cuán bueno he sido y cuán grande fue mi amor para con vosotros.

Contemplemos por un instante, hermanos míos, a ese infinito número de almas justas que entran de nuevo en sus cuerpos, haciéndolos semejantes a hermosos soles. Mirad a todos esos mártires, con las palmas en la mano. Mirad a todas esas vírgenes, con la corona de la virginidad en sus sienes. Mirad a todos esos apóstoles, a todos esos sacerdotes; tantas cuantas almas salvaron, otros tantos rayos de gloria los embellecen. Todos ellos, hermanos míos., dirán a María, la Virgen Madre: Vamos a reunirnos con Aquel que está en el cielo, para dar nuevo esplendor de gloria a vuestra hermosura. Pero no, un momento de paciencia; vosotros fuisteis despreciados, calumniados y perseguidos por los malvados; justo es que, antes de entrar en el reino eterno, vengan los pecadores a daros satisfacción honrosa.

Mas ¡terrible y espantosa mudanza! oigo la misma trompeta llamando a los réprobos para que salgan de los infiernos. ¡Venid, pecadores, verdugos y tiranos, dirá Dios que a todos quería salvar, venid, compareced ante el tribunal del Hijo del Hombre, ante Aquel de quien tantas veces atrevidamente pensasteis que no os veía ni os oía! Venid y compareced, porque cuantos pecados cometisteis en toda vuestra vida serán manifestados a la faz del universo. Entonces clamará el ángel: ¡Abismos del infierno, abrid vuestras puertas! Vomitad a todos esos réprobos! su juez los llama. Ah, terrible momento! todas aquellas desdichadas almas réprobas, horribles como demonios, saldrán de los abismos e irán, como desesperadas, en busca de sus cuerpos. ¡Ah, momento cruel! en el instante en que el alma entrará en su cuerpo, este cuerpo experimentará todos los rigores del infierno. ¡Ah! este maldito cuerpo, estas malditas almas se echarán mil y mil maldiciones. ¡Ah! maldito cuerpo, dirá el alma a su cuerpo que se arrastró y revolcó por el fango de sus , impurezas; hace ya más de mil años que yo sufro y me abraso en los infiernos. Venid, malditos ojos, que tantas veces os recreasteis en miradas deshonestas a vosotros mismos o a los demás, venid al infierno a contemplar los monstruos más horribles. Venid, malditos oídos, que tanto gusto hallasteis en las palabras y discursos impuros, venid a escuchar eternamente los gritos, alaridos y rugidos de los demonios. Venid, lengua y boca malditas, que disteis tantos besos impuros y que nada omitisteis para satisfacer vuestra sensualidad y vuestra gula, venid al infierno, donde la hiel de los dragones será vuestro alimento único. ¡Ven, cuerpo maldito, a quien tanto procuré contentar; ven a ser arrojado por una eternidad en un estanque de fuego y de azufre encendido por el poder y la cólera de Dios! ¡Ah! ¿quién es capaz de comprender, ni menos de expresar las maldiciones que el cuerpo y el alma mutuamente se echarán por toda la eternidad?

Sí, hermanos míos, ved a todos los justos y los réprobos que han recobrado su antigua figura, es decir, sus cuerpos tal como nosotros los vemos ahora, y esperan a su juez, pero un juez justo y sin compasión, para castigar o recompensar, según el mal o el bien que hayamos hecho. Vedle que llega ya, sentado en un trono, radiante de gloria, rodeado de todos los ángeles, precedido del estandarte de la cruz. Los malvados viendo a su juez, ¿qué digo? viendo a Aquel a quien antes vieron ocupado solamente en procurarles la felicidad del paraíso, y que, a pesar de Él, se han condenado, exclamarán: Montañas, aplastadnos, arrebatadnos de la presencia de nuestro juez; peñascos, caed sobre nosotros; ¡ah, por favor, precipitadnos en los infiernos! No, no, pecador, acércate y ven a rendir cuenta de toda tu vida. Acércate, desdichado, que tanto despreciaste a un Dios tan bueno. ¡Ah! juez mío, padre mío, criador mío, ¿dónde están mi padre y mi madre que me condenaron? !Ah! quiero verlos ; quiero reclamarles el cielo que me dejaron perder. ¡Ay, padre! ¡Ay, madre! fuisteis vosotros los que me condenasteis; fuisteis vosotros la causa de mi desdicha. No, no, al tribunal de tu Dios; no hay remedio para ti. ¡ Ah ! juez mío, exclamará aquella joven..., ¿ dónde está aquel libertino que me robó el cielo? No, no, adelántate, no esperes socorro de nadie... ¡estás condenada! no hay esperanza para ti; sí, estás perdida; sí, todo está perdido, puesto que perdiste a tu alma y a tu Dios. ¡Ah! ¿quién podrá comprender la desdicha de un condenado que verá enfrente de sí, al lado de los santos, a su padre o a su madre, radiantes de gloria y destinados al cielo, y a sí propio reservado para el infierno? Montañas, dirán estos réprobos, sepultadnos; ¡ah, por favor, caed sobre nosotros! ¡Ah, puertas del abismo, abríos para sepultarnos en él! No, pecador; tú siempre despreciaste mis mandamientos; pero hoy es el día en que yo quiero mostrarte que soy tu dueño. Comparece delante de mí con todos tus crímenes, de los cuales no es más que un tejido tu vida entera. 

¡Ah, entonces será, dice el profeta Ezequiel, cuando el Señor tomará aquel gran pliego milagroso donde están escritos y consignados todos los crímenes de los hombres. ¡Cuántos pecados que jamás aparecieron a los ojos del mundo van ahora a manifestarse! ¡Ah! temblad los que, hace quizás quince o veinte años, venís acumulando pecado sobre pecado. ¡Ay, desgraciados de vosotros!

Entonces Jesucristo, con el libro de las conciencias en la mano, con voz de trueno formidable, llamará a todos los pecadores para convencerlos de todos los pecados que hayan cometido durante su vida. Venid, impúdicos, les dirá, acercaos y leed, día por día; mirad todos los pensamientos que mancharon vuestra imaginación, todos los deseos vergonzosos que corrompieron vuestro corazón; leed y contad vuestros adulterios; ved el lugar, el momento en que los cometisteis; ved la persona con la cual pecasteis. Leed todas vuestras voluptuosidades y lascivias, leed y contad bien cuántas almas habéis perdido, que tan caras me habían costado. Más de mil años llevaba ya vuestro cuerpo podrido en el sepulcro y vuestra alma en el infierno, y aún vuestro libertinaje seguía arrastrando almas a la condenación. ¿Veis a esa mujer a quien perdisteis, a ese marido, a esos hijos, a esos vecinos? Todos claman venganza, todos os acusan de su perdición, de que, a no ser por vosotros, habrían ganado el cielo. 

Venid, mujeres mundanas, instrumentos de Satanás, venid y leed todo el cuidado y el tiempo que empleasteis en componeros; contad la multitud de malos pensamientos y de malos deseos que suscitasteis en las personas que os vieron. Mirad todas las almas que os acusan de su perdición. 

Venid, maldicientes, sembradores de falsas nuevas, venid y leed, aquí están escritas todas vuestras maledicencias, vuestras burlas, y vuestras maldades; aquí tenéis todas las disensiones que causasteis, aquí tenéis todas las pérdidas y todos los, daños de que vuestra maldita lengua fue causa principal. Id, desdichados, a escuchar en el infierno los gritos y los aullidos espantosos de los demonios.
 
Venid, malditos avaros, leed y contad ese dinero y esos bienes perecederos a los cuales apegasteis vuestro corazón, con menosprecio de vuestro Dios, y por los cuales sacrificasteis vuestra alma. ¿Habéis olvidado vuestra dureza para con los pobres? Aquí la tenéis, leed y contad. Ved aquí vuestro oro y vuestra plata, pedidles ahora que os socorran, decidles que os libren de mis manos. Id, malditos, a lamentar vuestra miseria en los infiernos. 

Venid, vengativos, leed y ved todo cuanto hicisteis en daño de vuestro prójimo, contad todas las injusticias, todos los pensamientos de odio y de venganza que alimentasteis en vuestro corazón; id, desdichados, al infierno. ¡Ah, rebeldes! mil veces os lo avisaron mis ministros, que, si no amabais a vuestro prójimo como a vosotros mismos, no habría perdón para vosotros. Apartaos de mí, malditos, idos al infierno, donde seréis víctimas de mi cólera eterna, donde aprenderéis que la venganza está reservada sólo a Dios. 

Ven, ven, bebedor, acércate, mira hasta el último vaso de vino, hasta el último bocado de pan que quitaste de la boca de tu esposa y de tus hijos; he aquí todos tus excesos, ¿los reconoces? ¿son los tuyos realmente, o los de tu vecino? He aquí el número de noches y de días que pasaste en las tabernas, los domingos y fiestas; he aquí, una por una, las palabras deshonestas que dijiste en tu embriaguez; he aquí todos los juramentos, todas las imprecaciones que vomitaste; he aquí todos los escándalos que diste a tu esposa, a tus hijos y a tus vecinos. Sí, todo lo he escrito, todo lo he contado. Vete, desdichado, a embriagarte de la hiel de mi cólera en los infiernos. 

Venid, mercaderes, obreros, todos, cualquiera que fuese vuestro estado; venid, dadme cuenta, hasta el último maravedí, de todo lo que comprasteis y vendisteis; venid, examinemos juntos si vuestras medidas y vuestras cuentas concuerdan con las mías. Ved, mercaderes, el día en que engañasteis a ese niño. Ved aquel otro día en que exigisteis doblado precio por vuestra mercancía.

Venid, profanadores de los Sacramentos, ved todos vuestros sacrilegios, todas vuestras hipocresías. Venid, padres y madres, dadme cuenta de esas almas que yo os confié; dadme cuenta de todo lo que hicieron vuestros hijos y vuestros criados; ved todas las veces que les disteis permiso para ir a lugares y juntarse con compañías que les fueron ocasión de pecado. Ved todos los malos pensamientos y deseos que vuestra hija inspiró; ved todos sus abrazos y otras acciones infames; ved todas las palabras impuras que pronunció vuestro hijo. Pero, Señor, dirán los padres y madres, yo no le mandaba tales cosas. No importa, les dirá el juez, los pecados de tus hijos son pecados tuyos. ¿Dónde están las virtudes que les hicisteis practicar? ¿dónde los buenos ejemplos que les disteis y las buenas obras que les mandasteis hacer ? ¡Ay! ¿qué va a ser de esos padres y madres que ven cómo van sus hijos, unos al baile, otros al juego o a la taberna, y viven tranquilos? 

¡Oh, Dios mío, qué ceguera ! ¡Oh, qué cúmulo de crímenes, por los cuales van a verse abrumados en aquellos terribles momentos! ¡Oh! ¡cuántos pecados ocultos, que van a ser publicados a la faz del universo ! ¡Oh, abismos de los infiernos! abríos para engullir a esas muchedumbres de réprobos que no han vivido sino para ultrajar a su Dios y condenarse.

Pero entonces, me diréis, ¿todas las buenas obras que hemos hecho de nada servirán? Nuestros ayunos, nuestras penitencias, nuestras limosnas, nuestras comuniones, nuestras confesiones, ¿quedarán sin recompensa? No, os dirá Jesucristo, todas vuestras oraciones no eran otra cosa que rutinas; vuestros ayunos, hipocresías; vuestras limosnas, vanagloria; vuestro trabajo no tenía otro fin que la avaricia y la codicia; vuestros sufrimientos no iban acompañados sino de quejas y murmuraciones; en todo cuanto hacíais, yo no entraba para nada. Por otra parte, os recompensé con bienes temporales: bendije vuestro trabajo; di fertilidad a vuestros campos y enriquecí a vuestros hijos; del poco bien que hicisteis, os di toda la recompensa que podíais esperar. En cambio os dirá Jesús, vuestros pecados viven todavía, vivirán eternamente delante de Mí ; id, malditos, al fuego eterno, preparado para todos los que me despreciaron durante su vida.

II. — Sentencia terrible, pero infinitamente justa. ¿Qué cosa más justa, en verdad, para los incrédulos que aseguraban que todo concluía con la muerte? ¿Veis ahora su desesperación? ¿oís cómo confiesan su impiedad? ¿cómo claman misericordia? Mas ahora todo está acabado; el infierno es vuestra sola herencia. ¿Veis a ese orgulloso que escarnecía y despreciaba a todo el mundo? ¿le veis abismado en su corazón, condenado por una eternidad bajo los pies de los demonios? ¿Veis a ese incrédulo que decía que no hay Dios ni infierno? ¿le veis confesar a la faz de todo el universo que hay un Dios que le juzga y un infierno donde va a ser precipitado para jamás salir de él? Verdad es que Dios dará a todos los pecadores libertad de presentar sus razones y excusas para justificarse, si es que pueden. Mas, ¡ay! ¿qué podrá decir un criminal que no ve en sí mismo sino crimen e ingratitud? ¡Ay! todo lo que el pecador pueda decir en aquel momento infausto sólo servirá para mostrar más y más su impiedad y su ingratitud.

He aquí, sin duda, hermanos míos, lo que habrá de más espantoso en aquel terrible momento: será el ver nosotros que Dios nada perdonó para salvarnos; que nos hizo participantes de los méritos infinitos de su muerte en la cruz; que nos hizo nacer en el seno de su Iglesia; que nos dio pastores para mostrarnos y enseñarnos todo lo que debíamos hacer para ser felices. Nos dio los Sacramentos para hacernos recobrar su amistad cuantas veces la habíamos perdido; no puso límite al número de pecados que quería perdonarnos; si nuestra conversión hubiese sido sincera, estábamos seguros de nuestro perdón. Nos esperó años enteros, por más que nosotros no vivíamos sino para ultrajarlo; no quería perdernos, mejor dicho, quería en absoluto salvarnos; ¡y nosotros no quisimos! Nosotros mismos le forzamos por nuestros pecados a lanzar contra nosotros sentencia de eterna condenación: Id, hijos malditos, id a reuniros con aquel a quien imitasteis; por mi parte, no os reconozco sino para aplastaros con todos los furores de mí cólera eterna.

Venid, nos dice el Señor por uno de sus profetas, venid, hombres, mujeres, ricos y pobres, pecadores, quienes quiera que seáis, sea el que fuere vuestro estado y condición, decid todos, decid vuestras razones, y yo diré las mías. Entremos en juicio, pesémoslo todo con el peso del santuario.

¡Ah! terrible momento para un pecador, que, por cualquier lado que considere su vida, no ve más que pecado, sin cosa buena. ¡Dios mío! ¡qué va a ser de él ! En este mundo, el pecador siempre encuentra excusas que alegar por todos los pecados que ha cometido; lleva su orgullo hasta el mismo tribunal; de la penitencia, donde no debiera comparecer sino para acusarse y condenarse a sí mismo. Unas veces, la ignorancia; otras, las tentaciones demasiado violentas; otras, en fin, las ocasiones y los malos ejemplos: tales son las razones que, todos los días, están dando los pecadores para encubrir la enormidad de sus crímenes. Venid, pecadores orgullosos, veamos si vuestras excusas serán bien recibidas el día del juicio; explicaos delante de Aquel que tiene la antorcha en la mano, y que todo lo vio, todo lo contó y todo lo pesó. ¡No sabías — dices — que aquello fuese pecado! ¡Ah, desdichado! te dirá Jesucristo: si hubieses nacido en medio de las naciones idólatras, que jamás oyeron hablar del verdadero Dios, pudiera tener alguna excusa tu ignorancia; pero ¿tú, cristiano, que tuviste la dicha de nacer en el seno de mi Iglesia, de crecer en el centro de la luz, tú que a cada instante oías hablar de la eterna felicidad? Desde tu infancia te enseñaron lo que debías hacer para procurártela; y tú, a quien jamás cesaron de instruir, de exhortar y de reprender, ¿te atreves aún a excusarte con tu ignorancia? ¡Ah, desdichado! si viviste en la ignorancia, fue sencillamente porque no quisiste instruirte, porque no quisiste aprovecharte de las instrucciones, o huiste de ellas. ¡Vete, desgraciado, vete! ¡tus excusas sólo sirven para hacerte más digno aún de maldición! Vete, hijo maldito, al infierno, a arder en él con tu ignorancia.

Pero — dirá otro — es que mis pasiones eran muy violentas y mi debilidad muy grande. Mas — le dirá el Señor — ya que Dios era tan bueno que te hacía conocer tus debilidades, ya que tus pastores te advertían que debías velar continuamente sobre ti mismo y mortificarte, para dominarlas, ¿por qué hacías tú precisamente todo lo contrario? ¿Por qué tanto cuidado en contentar tu cuerpo y tus gustos? Dios te hacía conocer tu flaqueza, ¿y tú caías a cada instante? ¿Por qué, pues, no recurrir a Dios en demanda de su gracia? ¿por qué no escuchar a tus pastores que no cesaban de exhortarte a pedir las gracias y las fuerzas necesarias para vencer al demonio? ¿Por qué tanta indiferencia y desprecio por los Sacramentos, donde hubieras hallado abundancia de gracia y de fuerza para hacer el bien y evitar el mal? ¿Por qué tan frecuente desprecio de la palabra de Dios, que te hubiera guiado por el camino que debías seguir para llegar a El? ¡Ah, pecadores ingratos y ciegos! todos estos bienes estaban a vuestra disposición; de ellos podíais serviros como tantos otros se sirvieron ¿Qué hiciste para impedir tu caída en el pecado? No oraste sino por rutina o por costumbre.

¡Vete, desdichado! Cuanto más conocías tu flaqueza, tanto más debías haber recurrido a Dios, que te hubiera sostenido y ayudado en la obra de tu salvación. Vete, maldito, por ella te haces aún más criminal. Pero, ¡las ocasiones de pecar son tantas! — dirá todavía otro. — Amigo mío, tres clases conozco de ocasiones que pueden conducirnos al pecado. Todos los estados tienen sus peligros. Tres clases hay, digo, de ocasiones: aquellas a las cuales estamos necesariamente expuestos por los deberes de nuestro estado, aquellas con las cuales tropezamos sin buscarlas, y aquellas en las cuales nos enredamos sin necesidad. Si las ocasiones a las cuales nos exponemos sin necesidad no han de servirnos de excusa, no tratemos de excusar un pecado con otro pecado. Oíste cantar — dices — una mala canción; oíste una maledicencia o una calumnia; pero ¿por qué frecuentabas aquella casa o aquella compañía? ¿por qué tratabas con aquellas personas sin religión? ¿No sabías que quien se expone al peligro es culpable y en él perecerá? El que cae sin haberse expuesto, en seguida se levanta, y su caída le hace aún más vigilante y precavido. Pero ¿no ves que Dios, que nos ha prometido su socorro en nuestras tentaciones, no nos lo ha prometido para el caso en que nosotros mismos tengamos la temeridad de exponernos a ellas? Vete, desgraciado, has buscado la manera de perderte a ti mismo; mereces el infierno que está reservado a los pecadores como tú.

Pero —diréis— es que continuamente tenemos malos ejemplos delante de los ojos. ¿Malos ejemplos? Frívola excusa. Si hay malos ejemplos, ¿no los hay acaso también buenos? ¿Por qué, pues, no seguir los buenos mejor que los malos? Veías a una joven ir al templo, acercarse a la sagrada
Mesa; ¿por qué no seguías a ésta, mejor que a la otra que iba al baile? Veías a aquel joven piadoso entrar en la iglesia para adorar a Jesús en el Sagrario; ¿por qué no seguías sus pasos, mejor que los del otro que iba a la taberna? Di más bien, pecador, que preferiste seguir el camino ancho, que te condujo a la infelicidad en que ahora te encuentras, que el camino que te había trazado el mismo Hijo de Dios. La verdadera causa de tus caídas y de tu reprobación no está, pues, ni en los malos ejemplos, ni en las ocasiones, ni en tu propia flaqueza, ni en la falta de gracias y auxilios; está solamente en las malas disposiciones de tu corazón que tú no quisiste reprimir.

Si obraste el mal, fue porque quisiste. Tu ruina viene únicamente de ti. Pero —replicaréis todavía— ¡se nos había dicho siempre que Dios era tan bueno !Dios es bueno, no hay duda; pero es también justo. Su bondad y su misericordia han pasado ya para ti; no te queda más que su justicia y su venganza. ¡Ay, hermanos míos! con tanta repugnancia como ahora sentirnos en confesarnos, si, cinco minutos antes de aquel gran día, Dios nos concediese sacerdotes para confesar nuestros pecados, para que se nos borrasen, ¡ah! ¡con qué diligencia nos aprovecharíamos de esta gracia! Mas ¡ay! que esto no nos será concedido en aquel momento de desesperación.
 
Mucho más prudente que nosotros fue el Rey Bogoris. Instruido por un misionero en la religión católica, pero cautivo aún de los falsos placeres del mundo, habiendo llamado a un pintor cristiano para que le pintara, en su palacio, la caza más horrible de bestias feroces, este, al revés, por disposición de la divina providencia, le pintó el juicio final, el mundo ardiendo en llamas, Jesucristo en medio de rayos y relámpagos, el infierno abierto ya para engullir a los condenados, con tan espantosas figuras que el rey quedó inmóvil. Vuelto en sí, acordóse de lo que el misionero le había enseñado para que aprendiese a evitar los horrores. de aquel momento en el cual no cabrá al pecador otra suerte que la desesperación; y renunciando, al instante, a todos sus placeres, pasó lo restante de su vida en el arrepentimiento y las lágrimas.

¡Ah, hermanos míos! si este príncipe no se hubiese convertido, hubiera llegado igualmente para él la muerte ; hubiera tardado algo más, es verdad, en dejar todos sus bienes y sus placeres; pero, al morir, aun cuando hubiese vivido siglos, habrían pasado a otros, y él estaría en el infierno ardiendo por siempre jamás; mientras que ahora se halla en el cielo, por una eternidad, esperando aquel gran día, contento de ver que todos sus pecados le han sido perdonados y que jamás volverán a aparecer, ni a los ojos de Dios, ni a los ojos de los hombres.

Fue este pensamiento bien meditado el que llevó a San Jerónimo a tratar su cuerpo con tanto rigor y a derramar tantas lágrimas. ¡Ah! exclamaba él en aquella vasta soledad— paréceme que oigo, a cada instante, aquella trompeta, que ha de despertar a todos los muertos, llamándome al tribunal de mi Juez. Este mismo pensamiento hacía temblar a David en su trono, y a san Agustín en medio de sus placeres, a pesar de todos sus esfuerzos por ahogar esta idea de que un día sería juzgado. Decíale, de cuando en cuando, a su amigo Alipio: ¡ Ah, amigo querido ! día vendrá en que comparezcamos todos ante el tribunal de Dios para recibir la recompensa del bien o el castigo del mal que hayamos hecho durante nuestra vida ; dejemos, amigo mío — le decía — el camino del crimen por aquel que han seguido todos los santos. Preparémonos, desde la hora presente, para ese gran día.

Refiere San Juan Clímaco que un solitario dejó su monasterio para pasar a otro con el fin de hacer mayor penitencia. La primera noche fue citado al tribunal de Dios, quien le manifestó que era deudor, ante su justicia, de cien libras de oro. ¡Ah, Señor! exclamó él— ¿ qué puedo hacer para satisfacerlas? Permaneció tres años en aquel monasterio, permitiendo Dios que fuese despreciado y maltratado de todos los demás, hasta el extremo de que nadie parecía poderle sufrir. Apareciósele Nuestro Señor por segunda vez, diciéndole que aún no había satisfecho más que la cuarta parte de su deuda. ¡Ah, Señor! —exclamó él— ¿ qué debo, pues, hacer para justificarme? Fingióse loco durante trece años, y hacían de él todo lo que querían; tratábanle duramente, cual si fuera una acémila. Apareciósele por tercera vez el Señor, diciéndole que tenía pagada la mitad. ¡Ah, Señor! —repuso él— puesto que yo lo quise, es preciso que sufra para satisfacer a vuestra justicia. ¡Oh, Dios mío! no esperéis a castigar mis pecados después del juicio. 

Cuenta el mismo san Juan Clímaco otro hecho que hace estremecer. Había un solitario que llevaba ya cuarenta años llorando sus pecados en el fondo de una selva. La víspera de su muerte, abriendo de golpe los ojos, fuera de sí, mirando a uno y otro lado de su cama, como si viese a alguien que le pedía cuenta de su vida, respondía con voz trémula : Sí, cometí este pecado, pero lo confesé e hice penitencia de él años y años, hasta que Dios me lo perdonó. También cometiste tal otro pecado, le decía la voz. No —respondió el solitario— ese nunca lo he cometido. Antes de morir, se le oyó exclamar ¡Dios mío, Dios mío! quitad, quitad, os pido, mis pecados de delante de mis ojos, porque no puedo soportar su vista. ¡Ay! ¿qué va a ser de nosotros, si el demonio echa en cara aun los pecados que no se han cometido, cubiertos como estarnos de culpas reales y de las cuales no hemos hecho penitencia? ¡Ah! ¿por qué diferirla para aquel terrible momento? Si apenas los santos están seguros, ¿qué va a ser de nosotros?
¿Qué debemos concluir de todo esto, hermanos míos? Hemos de concluir que es necesario no perder jamás de vista que un día seremos juzgados sin misericordia, y que nuestros pecados se manifestarán a la vista del universo entero; y que, después de este juicio, si nos hallamos culpables de estos pecados, iremos a llorarlos en los infiernos, sin poder ni borrarlos, ni olvidarlos. ¡Oh! ¡qué ciegos somos, hermanos míos, si no nos aprovechamos del poco tiempo que nos queda de vida para asegurarnos el cielo! Si somos pecadores, tenemos ahora esperanza de perdón; al paso que, si aguardamos a entonces, no nos quedará ya recurso alguno. ¡Dios mío !hacedme la gracia de que nunca me olvide de tan terrible momento, en especial cuando me vea tentado, para no sucumbir; a fin de que en aquel día podamos oír, salidas de la boca del Salvador, estas dulces palabras: «Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os está preparado desde el comienzo del mundo.»

San Juan Bautista María Vianney (Cura de Ars)

miércoles, 14 de agosto de 2013

EL PURGATORIO (Sermón del Santo Cura de Ars 1786-1859)





Vengo por Dios. ¿Para qué subiría hoy al púlpito, queridos hermanos?, ¿qué voy a
 
decirles? Que vengo en provecho de Dios mismo. Y de vuestros pobres padres; a despertar
 
en ustedes el amor y la gratitud que les corresponde. Vengo a recordarles otra vez aquella

bondad y todo el amor que les han dado mientras estuvieron en este mundo. Y vengo a
 
decirles que muchos de ellos sufren en el Purgatorio, lloran y suplican con urgencia la
 
ayuda de vuestras oraciones y de vuestras buenas obras. Me parece oírlos clamar en la
 
profundidad de los fuegos que los devoran: «Cuéntales a nuestros amados, a nuestros
 
hijos, a todos nuestros familiares cuán grandes son los demonios que nos están

haciendo sufrir. Nosotros nos arrojamos a vuestros pies para implorar la ayuda de sus
 
oraciones. ¡Ah! Cuéntales que desde que tuvimos que separarnos, hemos estado
 
quemándonos entre las llamas! ¿Quién podría permanecer indiferente ante el sufrimiento
 
que estamos soportando?».
 
¿Ven, queridos hermanos? ¿Escuchan a esa tierna madre, a ese dedicado padre, a todos
 
aquellos familiares que los han atendido y ayudado?, «Amigos míos - gritan - líbrennos de
 
estas penas, ustedes que pueden hacerlo».

Consideren, entonces, mis queridos hermanos: a) la magnitud de los sufrimientos que
 
soportan las almas en el Purgatorio; y b) los medios que ustedes poseen para mitigarlos:
 
vuestras oraciones, buenas acciones y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa. Y no
 
quieran pararse a dudar sorbe la existencia del Purgatorio, eso sería una pérdida de
 
tiempo. Ninguno entre ustedes tiene la menor duda sobre esto. La Iglesia, a quien
 
Jesucristo prometió la guía del Espíritu Santo, y que por consiguiente no puede estar

equivocada y extraviarnos, nos enseña sobre el Purgatorio de una manera positiva y clara y
 
es, por cierto y muy cierto, el lugar donde las almas de los justos completan la expiación de
 
sus pecados antes de ser admitidos a la gloria del Paraíso, el cual les está asegurado. Sí,
 
mis queridos hermanos, es un artículo de fe: Si no hacemos penitencia proporcional al
 
tamaño de nuestros pecados, aún cuando estemos perdonados en el Sagrado Tribunal,
 
estaremos obligados a expiarlos... En las Sagradas Escrituras hay muchos textos que
 
señalan que, aun cuando nuestros pecados puedan ser perdonados, el Señor impone la
 
obligación de sufrir en este mundo dificultades, o en el siguiente, en las llamas del
 
Purgatorio.
 
Miren lo que le ocurrió a Adán. Debido a su arrepentimiento Dios lo perdonó, pero aún así
 
lo condenó a hacer penitencia durante novecientos años, esto supera lo que uno podría
 
imaginar. Y vean también: David ordenó, contrariando la voluntad de Dios, el censo de sus
 
súbditos, pero luego acicateado por remordimientos de conciencia, vio su propio pecado y,
 
arrojándose sobre el piso, rogó al Señor que lo perdonase.
 
Dios, conmovido por su arrepentimiento, lo perdonó, en efecto. Mas, a pesar de ello, le hizo

saber que debería elegir entre tres castigos que le había preparado debido a su iniquidad:

plaga, guerra o hambruna. Y David dijo: «Prefieron caer en manos del Señor (ya que

muchas son sus gracias) que en las manos de los hombres». Eligió la plaga, que duró tres


días, y se llevó a setenta mil súbditos suyos. Si el Señor no hubiera detenido la mano del
 
Ángel, que se extendía sobre toda la ciudad, ¡Jerusalén hubiese quedado despoblada!

David, considerando los muchos males causados por sus pecados, suplicó a Dios que le
 
diera la gracia de castigarlo solamente a él y no al pueblo, que era inocente.

Consideren, también, el castigo a María Magdalena; tal vez esto ablande un poco vuestros
 
corazones; ¿cuál será el número de años, mis queridos hermanos, que tendremos que
 
sufrir en el Purgatorio, nosotros que tenemos tantos pecados y que, so pretexto de
 
habernos confesado, no hacemos penitencia ni derramamos ninguna lágrima?
 
¿Cuántos años de sufrimiento debemos esperar para la próxima vida en el Cielo? Cuando
 
los Santos Padres nos cuentan los tormentos que se sufren en tal lugar, parecen los
 
sufrimientos que soportó Nuestro Señor Jesucristo en su pasión, ¿eso les describirá
 
sensiblemente las torturas que estas almas padecen? Sin embargo, es cierto que si el más
 
leve de los tormentos que padeció Nuestro Señor hubiese sido compartido por el género
 
humano, este hubiese fenecido bajo tal violencia. El fuego del Purgatorio es el mismo fuego
 
que el del Infierno, la única diferencia es que el fuego del Purgatorio no es para siempre.
 
¡Oh! Quisiera Dios, en su gran misericordia, permitir que una de estas pobres almas entre
 
las llamas apareciese aquí rodeada de fuego y nos diese ella misma un relato de los
 
sufrimientos que soporta; esta iglesia, mis queridos hermanos, reverberaría con sus gritos y
 
sollozos y, tal vez, terminaría finalmente por ablandar vuestros corazones.
 
"Oh! ¡cómo sufrimos!», nos gritarían a nosotros; «sáquennos de estos tormentos. Ustedes
 
pueden hacerlo".

¡Si sólo experimentaran el tormento de estar separados de Dios!... ¡Cruel separación!
 
¡Quemarse en el fuego por la justicia de Dios! ¡Sufrir dolores inenarrables al hombre
 
mortal!, ¡ser devorados por remordimientos sabiendo que podríamos tan fácilmente evitar
 
tales dolores!... Oh hijos míos, gimen los padres y las madres, ¿pueden abandonarnos así
 
a nosotros, que los amamos tanto? ¿Pueden dormirse tranquilamente y dejarnos a
 
nosotros yacer en una cama de fuego? ¿Se atreven a darse a ustedes mismos

placeres y alegrías mientras nosotros aquí sufrimos y lloramos noche y día? Ustedes tienen
 
nuestra riqueza, nuestros hogares, están gozando el fruto de nuestros esfuerzos, y nos

abandonan aquí, en este lugar de tormentos, ¡donde tenemos que sufrir por tantos años!...
 
y nada para darnos, ni una misa... Ustedes pueden aliviar nuestros sufrimientos, abrir
 
nuestra prisión, pero nos abandonan. ¡Oh! qué crueles son estos sufrimientos... Sí,
 
queridos hermanos, la gente juzga muy diferentemente en las llamas del Purgatorio sobre
 
los pecados veniales, si es que se puede llamar leves a los pecados que llevan a soportar
 
tales penalidades rigurosas.

Qué desgraciados serían los hombres, proclamaron los Profetas, aún los más justos, si


Dios no los juzgara con misericordia. Si Él ha encontrado manchas en el sol y malicia aún
 
en los ángeles, ¿qué queda entonces para un hombre pecador? Y para nosotros, que

hemos cometido tantos pecados mortales y sin hacer prácticamente nada para satisfacer la
 
justicia de Dios, ¿cuántos años serán de Purgatorio?, «Dios mío», decía Santa Teresa,
 
«¿qué alma será lo suficientemente pura para que pueda entrar al cielo sin pasar por

las llamas purificadoras?». En su última enfermedad, gritó de pronto: «¡Oh justicia y poder
 
de mi Dios, cuán terribles son!». Durante su agonía, Dios le permitió ver Su Santidad como
 
los ángeles y los santos lo veían en el Cielo, lo cual la aterró tanto que sus hermanas,

viéndola temblar muy agitada, le dijeron llorando: «Oh, Madre, ¿qué sucede contigo?,
 
seguramente no temes a la muerte después de tantas penitencias y tan abundantes y
 
amargas lágrimas...»No, hijas mías- replicó Santa Teresa - no temo a la muerte, por el
 
contrario, la deseo para poder unirme para siempre con mi Dios». «¿Son tus pecados,
 
entonces, lo que te atemorizan, después de tanta mortificación?», «Sí, hijas mías - les dijo -
 
temo por mis pecados y por otra cosa más aún», «¿es el juicio, entonces?», «Sí, tiemblo
 
ante las cuentas que es necesario rendir a Dios, quien en ese momento no será piadoso, y
 
hay aún algo más cuyo solo pensamiento me hace morir de terror». Las pobres hermanas
 
estaban muy perturbadas:

«¿Puede ser el Infierno, entonces?». «No, gracias a Dios eso no es para mí, oh, mis
 
hermanas, es la santidad de Dios, mi Dios, ¡ten piedad de mí! Mi vida debe ser puesta cara
 
a cara con la del mismo Señor Jesucristo. ¡Pobre de mí si tengo la más mínima mancha!
 
¡Pobre de mí si aún hay una sombra de pecado!». «¡¿Cómo serán nuestras muertes?!»,
 
gritaron las hermanas.

¿Cómo serán las nuestras, entonces, mis queridos hermanos, que quizás en todas
 
nuestras penitencias y buenas acciones, nunca hemos purgado un solo pecado perdonado
 
en el tribunal de Penitencia? ¡Cuántos años y centurias de castigo nos tocarían! ¡Cómo nos
 
gustaría no pagar nada por nuestras faltas, tales como esas pequeñas mentiras que nos
 
divierte, pequeños escándalos, el desprecio a las gracias que Dios nos concede a cada
 
rato, las pequeñas murmuraciones sobre las dificultades que nos manda el Señor!

No, queridos hermanos, nunca nos animaríamos a cometer el menor pecado, si
 
pudiéramos comprender lo mucho que esto ofende a Dios y cuánto merece ser castigado
 
aún en este mundo. Dios es justo, queridos hermanos, en todo lo que hace; y cuando nos
 
recompensa por la más mínima buena acción, nos da con creces lo que podríamos desear.
 
Un buen pensamiento, un buen deseo, es decir, el deseo de hacer alguna buena obra aún
 
cuando no estemos capacitados para lograrlo. Nunca nos deja sin recompensa. Pero
 
también, si se trata de castigarnos lo hace con rigor, aún las faltas leves, y por ellas
 
seremos enviados al Purgatorio. Esto es verdad, pues vemos en las vidas de los santos
 
que muchos de ellos no fueron directamente al Cielo, primero tuvieron que pasar por las
 
llamas del Purgatorio.
San Pedro Damian cuenta que su hermana debió pasar varios años en el Purgatorio por

haber escuchado una canción maliciosa con cierto beneplácito de su parte. Y se dice que

dos religiosos se prometieron uno al otro que el primero en morir le contaría al otro sobre el

estado en que se hallaba. Dios permitió a uno morir primero y que se apareciera a su

amigo. Le contó a este que había permanecido quince años en el Purgatorio por haberle

gustado demasiado hacer las cosas a su manera, y cuando su amigo estaba felicitándole

por haber permanecido allí tan poco tiempo, el fallecido replicó: «Yo hubiera preferido ser


desollado vivo durante diez mil años seguidos en lugar del sufrimiento de las llamas».

Un sacerdote contó a uno de sus amigos que Dios lo había condenado a permanecer en el
 
Purgatorio durante varios meses por haber demorado la ejecución de un proyecto de
 
buenas obras. Así que, queridos hermanos, ¿cuántos hay entre quienes me escuchan que

tengan faltas similares que reprocharse a sí mismos?

¡Y cuántos, en el curso de ocho o diez años, han recibido de sus padres, o de sus amigos,

el encargo de oir misa, dar limosnas, compartir algo!, ¡cuántos hay que por temor de

encontrar que ciertas cosas deberían hacerse, no quieren tomarse el trabajo de considerar

la voluntad de esos padres o amigos; estas pobres almas están aún detenidas en las

llamas, porque nadie ha querido cumplir con sus deseos!
 

Pobres padres y madres, que se sacrifican por la felicidad de sus hijos y de sus herederos.

Tal vez ustedes hayan sido negligentes con su propia salvación para aumentar sus

fortunas, y así sabotean las buenas obras que se les encargó en los testamentos... ¡pobres

padres! ¡Cuán ciegos estuvieron en olvidarlos! Ustedes me dirán, quizás, «Nuestros padres

vivieron buenas vidas, y eran buena gente. Necesitarían muy poco de esas llamas».

Alberto el Grande, un hombre cuyas virtudes brillaron tanto, dijo sobre esta materia que él

un día reveló a un amigo, que Dios lo había llevado al Purgatorio por haberse entretenido

en cierta autosatisfacción envanecida sobre su propio conocimiento. Lo más asombroso es

que aún habría santos allí, aún aquellos que fueron beatificados, haciendo su pasaje por el

Purgatorio. San Severino, Arzobispo de Colonia, apareció ante un amigo suyo largo tiempo

después de su muerte y le contó que estuvo en el Purgatorio por haber postergado para la

noche las oraciones que debió decir a la mañana. ¡Oh! ¡Cuántos años de purgatorio habrá

para aquellos cristianos que no tienen el menor inconveniente en diferir las oraciones

para algún otro día con la excusa de tener trabajos más urgentes! Si realmente deseamos

la felicidad de tener a Dios, debemos evitar tanto las pequeñas faltas como las grandes, ya

que la separación de Dios es un tormento tan asustante para todas estas pobres almas...