viernes, 9 de noviembre de 2018

APARICIÓN DE SAN JOSÉ A LA VENERABLE SIERVA DE DIOS MARINA DE ESCOBAR

Es verdaderamente digno de saberse lo que, respecto al sufrimiento, dijo san José a la venerable sierva de Dios Marina de Escobar.
Arrebatada en éxtasis, como frecuentísimamente le acontecía, vio entre esplendores de gloria y acompañado de muchos ángeles al santo Patriarca el 19 de marzo de 1627. 
Y acercándose a mí, dice ella, con semblante tan majestuoso como benigno, me saludó diciéndome: "Oh alma, Dios sea contigo. Yo soy José, esposo de María Virgen, y vengo en nombre de Dios a visitarte y consolarte". Habiendo retirado después el manto, como quien le echaba hacia atrás, despidió grandísimo resplandor, y dejando ver en su pecho una cruz, a mi parecer como de un palmo, y tan resplandeciente y maravillosa, que por el gran contento que me daba no acertaba a apartar la vista de ella; y entonces él continuó diciéndome con dulcísima bondad: "Oh alma, ¿qué es lo que ves? ¿Qué encuentras en esta cruz que así te consuela y arrebata? Quiero que sepas que todo mi tesoro en el mundo, toda mi gloria y felicidad fue la cruz que en él sufrí, y que por ser cosa tan acepta a los ojos de Dios la estimé y la estimo en más que la dignidad de esposo de María Virgen y que el haber llevado en mis brazos y educado al Redentor... La cruz que Dios te ha dado y te da en la larga carrera de tu vida es ciertamente gravísima, pues superan a veces tus tormentos a los de los Mártires que derramaron su sangre por Jesús. Estímala, pues, como debes, y da gracias al Señor por haberte hecho continuar haciéndote una merced tan grande... La cruz es un tesoro de bienes infinitos y resplandece a los ojos de Dios de un modo maravilloso porque solo la da a las criaturas que quiere distinguir con el carácter que más brilla en su Hijo y Señor nuestro. Por esto ¡oh alma! te colocará Dios en altísimo trono. Consuélate pues; los dolores y tormentos que pueden sufrirse son breves, pero el descanso, la corona de gloria y posesión de Dios mismo son eternos".
Dicho esto, y viendo el santo Patriarca que su devota no acababa de mirar la bellísima cruz que le pendía del cuello, se la dio a besar por su extremo inferior, le puso la mano sobre el pecho y la cabeza y, bendiciéndola, desapareció dejándola anegada en consuelo celestial.
A tales verdades, salidas de la boca de tan gran Santo, ¿quién no se animará a aceptar los padecimientos que Dios le envíe, y aun a añadir otros voluntariamente, si bien con consejo del confesor, y mayormente si esto lo exige la salud del alma?

Del libro "El devoto del admirable Patriarca San José. Ejercicio de siete domingos seguidos, a fin de merecer su eficacísima protección en la vida y en la muerte". Barcelona, 1876.

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