Señor, a veces me siento muy frustrado con tu Iglesia.
Sé que no estoy solo. Mucha gente que ama a tu Iglesia se siente frustrada con el Cuerpo de Cristo en la tierra. También sacerdotes y diáconos, y hermanos y hermanas, pueden sentirse frustrados. Y apostaría que incluso obispos y papas sienten frustración. Nos preocupamos y molestamos y amargamos y a veces nos escandalizamos porque tu divina institución, nuestro hogar, está lleno de seres humanos pecadores. Como yo.
Pero sobre todo acabo frustrado cuando siento que hay cosas que deben ser cambiadas y no tengo el poder para hacerlo. Por eso necesito tu ayuda, Dios.
Ayúdame a recordar que Jesús prometió que estaría con nosotros hasta el fin de los tiempos, y que tu Iglesia sigue siendo guiada siempre por el Espíritu Santo, incluso si me es difícil verlo. A veces el cambio es repentino y el Espíritu nos sorprende, pero generalmente el cambio ocurre lentamente en la Iglesia. A tu ritmo y no al mío. Ayúdame a confiar en que las semillas que planto con amor en el suelo de tu Iglesia algún día germinarán. Por ello dame paciencia.
Ayúdame a entender que nunca hubo un tiempo sin peleas y disputas dentro de tu Iglesia. Los debates retroceden por toda su historia hasta Pedro y Pablo discutiendo entre sí. Y tampoco hubo un tiempo en el que no hubiese pecado entre los miembros de tu Iglesia. ese tipo de pecado retrocede hasta Pedro negando a Jesús durante su Pasión. ¿Por qué la Iglesia de hoy tendría que ser diferente de la que fue para aquellos que conocieron a Jesús sobre la tierra? Dame sabiduría.
Ayúdame a confiar en la Resurrección. Jesús resucitado nos recuerda que siempre hay esperanza de algo nuevo. La muerte no es nunca la última palabra para nosotros. Tampoco la desesperación. Y ayúdame a recordar que cuando Cristo resucitado apareció a sus discípulos portaba las heridas de su crucifixión. Como Cristo, la Iglesia siempre está herida, pero es siempre portadora de la gracia. Dame esperanza.
Ayúdame a creer que tu Espíritu puede hacerlo todo: suscitar santos cuando más los necesitamos, suavizar corazones cuando parecen endurecidos, abrir mentes cuando parecen cerradas, inspirar confianza cuando todo parece perdido, nos ayuda a hacer lo que parecía imposible hasta que fue hecho. Este es el mismo Espíritu que convirtió a Pablo, inspiró a Agustín, llamó a Francisco de Asís, empujó a Catalina de Siena, consoló a Ignacio de Loyola, confortó a Teresita de Lisieux, animó a Juan XXIII, acompañó a Teresa de Calcuta, fortaleció a Dorothy Day, y le dio coraje a Juan Pablo II.
Ayúdame a recordar a todos tus santos. La mayoría de ellos lo pasó mucho peor que yo. Ellos también a veces resultaron frustrados con tu Iglesia, lucharon con ello e incluso fueron perseguidos. Juana de Arco fue quemada por las autoridades de la Iglesia. Ignacio de Loyola fue puesto en la cárcel por la Inquisición. Mary MacKillop fue excomulgada. Si ellos pudieron confiar en tu Iglesia en medio de esas dificultades, yo yambién puedo. Dame valentía.
Ayúdame a tener calma cuando la gente me diga que no pertenezco a la Iglesia, que soy un hereje por tratar de mejorar las cosas, o que no soy un buen católico. Yo sé que fui bautizado. Tú me llamaste por mi nombre, Señor, a tu Iglesia. Mientras tenga aliento, ayúdame a recordar cómo las aguas del bautismo me acogieron en tu santa familia de pecadores y santos. Deja que la voz que me atrajo a tu Iglesia sea lo que yo escuche cuando otras voces me digan que no soy bienvenido en ella. Dame paz.
Sobre todo, ayúdame a colocar toda mi esperanza en tu Hijo. Tengo fe en Jesucristo. Dame solo su amor y su gracia, que eso me basta.
Ayúdame Dios y ayuda a tu Iglesia. Amén.
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