Cuentan de una viejecita que nunca, nunca, nunca hablaba mal de nadie.
Un día murió un hombre, conocido por todos, que parecía reunir todos los defectos, miserias y desgracias: era un vago, un ladrón, un borracho y, encima, pegaba a su mujer y a sus hijos pequeños.
La noche de su muerte, en el velatorio, llegó la viejecita a la sala en la que se rezaba por el difunto. Todos se miraban y se decían para sí: "Seguro que de este no dice nada bueno".
La viejecita estuvo un momento callada. Estaba claro, parecía que, efectivamente, no tenía nada que decir. Pero al fin habló: "Sabía silbar, la verdad es que daba gusto oírle cuando pasaba por debajo de mi ventana todas las mañanas. Lo echaré de menos".
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