Después de lo sucedido, las ovejas decían que nada de aquello habría pasado a no ser por la señora cigüeña. La cigüeña no iba a admitirlo, ni siquiera por un segundo. "Ha sido culpa de los encargados del almacén. Los encargados del almacén hicieron el paquete. Los encargados del almacén pusieron la etiqueta con la dirección, y el destinatario era el rebaño de ovejas que vivía en el prado de Tully".
La dirección no podía estar más clara. Además para asegurarse de que no podía haber ningún error, los encargados del almacén habían escrito: "Bebé cordero. Frágil".
Naturalmente, la señora cigüeña lo había tratado con mucho cuidado. No en vano había estado entregando bebés durante años y más años, por lo que, cuando menos, había aprendido una o dos, o tres cosas. Incluso en una ocasión en que se hizo un lío con las ramas de un árbol, en su camino hacia el prado,no había soltado el precioso encargo.
La señora cigüeña había salido a la puesta del sol. Le gustaba hacer sus envíos durante la noche. La luna llena había salido para cuando ella volaba por encima del prado donde pastaban las ovejas. Movía sus alas así y asá y flotaba muy cerca de los árboles.
La señora cigüeña puso su paquete sobre la hierba y empezó a desatarlo.
- ¡Qué viaje tan accidentado! -decía la cigüeña a cualquiera que quisiera oírla.
Nadie contestaba. En el prado al que había llegado la señora cigüeña, mamá oveja esperaba con ansiedad. Nadie hizo ningún comentario cuando la cigüeña acabó de desatar el paquete.
- Bien, pues aquí estamos -dijo la cigüeña.
Mamá oveja sonreía. Uno, dos, tres, cuatro, cinco corderillos levantaron la cabeza, abrieron sus ojos somnolientos y miraron a su alrededor.
- ¡Levantaos ya! -ordenó la cigüeña-. Ahora, no chilléis, corderillos. Escoged entre estas ovejas y la que más os guste será vuestra mamá.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco corderillos se levantaron. Al principio caminaban muy vacilantes, pero después de unos pasos, empezaron a andar con mayor seguridad. En un momento, o dos momentos, cinco corderillos habían escogido cinco mamás ovejas.
La cigüeña vio que había otra oveja esperando, pero comprobó que ya no tenía más corderitos. Se puso sobre una sola pata y vio cómo las ovejas acariciaban a sus bebés, mientras que la otra oveja se quedaba tan triste como se pueda imaginar.
- ¿Qué podría haber pasado? -se preguntaba la cigüeña-. Yo estaba segura de que tenía suficiente cargamento.
Miró el paquete esperando, con tanta esperanza como una cigüeña puede esperar, que habría otro corderillo en el fondo del paquete. En efecto, vio una bolita de suave lana que rodaba por allí.
- ¿Qué haces tú ahí, perezoso corderillo? -exclamó la señora cigüeña-. ¡Vamos! ¡Ya es hora de que te despiertes!
Aquella bolita de suave lana se desenroscó como una trompetilla de papel. Y un par de ojos de color verde muy pálido miraron a la señora cigüeña mientras una lengua rugosa y moteada salía por debajo de una nariz negrita. El corderillo ensayaba un ruido raro que apenas se oía y la señora cigüeña pudo verle los dientes, que eran como puntas de alfiler.
- ¡Dios mío! -exclamó la señora cigüeña-. ¡Esto no es un corderillo!
La señora cigüeña vio la etiqueta del paquete. Estaba correctamente escrita y llevaba la dirección del rebaño de ovejas.
La señora cigüeña tomó sus lentes y se limpió los cristales. Entonces cogió su bloc de notas.
- Tiene que haber habido algún error -dijo la cigüeña, y fue volviendo las hojas y leyendo los pedidos de bebés de leopardos, serpientes, minúsculos linces, ciervos y... corderillos.
- ¡Ajá! -dijo por fin-. ¡Aquí está! Tú debes de ser Lamberto. Y tú eres un león. Tú no tienes nada que hacer por aquí.
La señora cigüeña siguió mirando su bloc de notas. ¿Lamberto?, se dijo a sí misma.
Pero Lamberto, el cachorro de león, no estaba allí. El leoncillo había tomado la iniciativa y estaba junto a la entristecida mamá oveja que ahora se sentía feliz. Lamberto mamaba igual que los demás corderillos con las demás ovejas. La mamá solitaria estaba alimentando a Lamberto y parecía mostrarse muy orgullosa de poder hacerlo.
La señora cigüeña cogió un lápiz y anotó algo en su bloc de notas. Después, siguió ojeando hasta encontrar un pedido que decía: Lamberto. León. Sudáfrica. "¡Qué barbaridad! ¡Vaya viajecito que me voy a dar!". Guardó el lápiz y el bloc de notas y llamó al león.
- Venga, Lamberto -gritó.
Pero Lamberto no prestaba la menor atención. Se apretaba a mamá oveja y se alimentaba glotonamente.
La señora cigüeña se fue hacia la oveja.
- Siento mucho que haya habido un ligero error, mamá oveja -dijo quitándose el sombrero-. No tiene por qué preocuparse por este pedazo de bruto. Me lo voy a llevar a la jungla, que es donde debe estar.
Al decir esto, la cigüeña intentó coger a Lamberto.
Pero la señora cigüeña comprobó con asombro cómo mamá oveja se oponía. Había encontrado un bebé y no estaba dispuesta a dejarle marchar.
Si no se parecía a ningún otro corderillo del prado, tanto mejor. Así podría reconocerle en cualquier momento.
La señora cigüeña alisaba sus plumas, algo tullidas después de haberse tropezado con el árbol.
- ¡Esto se pone feo! -dijo.
La señora oveja bajó su cabeza, como si fuera a darle un buen cabezazo a la cigüeña, dándole a entender que, por lo que a Lamberto se refería, podía fácilmente comprobar las afiladas puntas de aguja que asomaban por sus encías.
- Bien, está bien. ¡Está bien! -exclamó la señora cigüeña-. Puedes quedarte. Puedes quedarte lo que quieras. Después de todo, yo no hago más que cumplir con mi obligación.
La cigüeña salió volando hacia el almacén pensando, sin duda alguna, en cantarle las cuarenta a los encargados de preparar el paquete.
Lamberto se quedó dormido junto a mamá oveja, y cuando llegó la mañana y todos los corderillos fueron despertados por sus mamás, Lamberto esperó pacientemente mientras mamá oveja cepillaba su pequeña y oscura melena. Cuando Lamberto estaba tan guapo como la señora oveja pudo conseguir, fue a presentarlo a los demás corderillos.
¡Cómo lo pasaron de bien los corderitos! Lamberto les hacía correr mientras su lengua rugosa le llegaba casi al suelo, y empezó a jugar y a saltar de la misma forma que hacían los demás.
- ¡Beee! -balaban los corderillos, muy contentos. -¡Beee!
Lamberto intentaba decir "Beee", porque sabía que era el idioma del prado, pero cuando abría la boca, todo lo que podía conseguir era "Miau". Los corderillos no habían oído nunca una cosa así y se ponían a balar y a balar y Lamberto, que todavía no sabía rugir, se ponía a maullar y a maullar.
Los corderillos empezaron a reír, y se rieron sin parar. Y empezaron a dar saltos, porque a los corderillos les gusta mucho saltar. Y se daban de testarazos con sus pequeñas cabezas, porque a los corderillos les gusta mucho darse testarazos.
- Bien, pues aquí estamos -dijo la cigüeña.
Mamá oveja sonreía. Uno, dos, tres, cuatro, cinco corderillos levantaron la cabeza, abrieron sus ojos somnolientos y miraron a su alrededor.
- ¡Levantaos ya! -ordenó la cigüeña-. Ahora, no chilléis, corderillos. Escoged entre estas ovejas y la que más os guste será vuestra mamá.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco corderillos se levantaron. Al principio caminaban muy vacilantes, pero después de unos pasos, empezaron a andar con mayor seguridad. En un momento, o dos momentos, cinco corderillos habían escogido cinco mamás ovejas.
La cigüeña vio que había otra oveja esperando, pero comprobó que ya no tenía más corderitos. Se puso sobre una sola pata y vio cómo las ovejas acariciaban a sus bebés, mientras que la otra oveja se quedaba tan triste como se pueda imaginar.
- ¿Qué podría haber pasado? -se preguntaba la cigüeña-. Yo estaba segura de que tenía suficiente cargamento.
Miró el paquete esperando, con tanta esperanza como una cigüeña puede esperar, que habría otro corderillo en el fondo del paquete. En efecto, vio una bolita de suave lana que rodaba por allí.
- ¿Qué haces tú ahí, perezoso corderillo? -exclamó la señora cigüeña-. ¡Vamos! ¡Ya es hora de que te despiertes!
Aquella bolita de suave lana se desenroscó como una trompetilla de papel. Y un par de ojos de color verde muy pálido miraron a la señora cigüeña mientras una lengua rugosa y moteada salía por debajo de una nariz negrita. El corderillo ensayaba un ruido raro que apenas se oía y la señora cigüeña pudo verle los dientes, que eran como puntas de alfiler.
- ¡Dios mío! -exclamó la señora cigüeña-. ¡Esto no es un corderillo!
La señora cigüeña vio la etiqueta del paquete. Estaba correctamente escrita y llevaba la dirección del rebaño de ovejas.
La señora cigüeña tomó sus lentes y se limpió los cristales. Entonces cogió su bloc de notas.
- Tiene que haber habido algún error -dijo la cigüeña, y fue volviendo las hojas y leyendo los pedidos de bebés de leopardos, serpientes, minúsculos linces, ciervos y... corderillos.
- ¡Ajá! -dijo por fin-. ¡Aquí está! Tú debes de ser Lamberto. Y tú eres un león. Tú no tienes nada que hacer por aquí.
La señora cigüeña siguió mirando su bloc de notas. ¿Lamberto?, se dijo a sí misma.
Pero Lamberto, el cachorro de león, no estaba allí. El leoncillo había tomado la iniciativa y estaba junto a la entristecida mamá oveja que ahora se sentía feliz. Lamberto mamaba igual que los demás corderillos con las demás ovejas. La mamá solitaria estaba alimentando a Lamberto y parecía mostrarse muy orgullosa de poder hacerlo.
La señora cigüeña cogió un lápiz y anotó algo en su bloc de notas. Después, siguió ojeando hasta encontrar un pedido que decía: Lamberto. León. Sudáfrica. "¡Qué barbaridad! ¡Vaya viajecito que me voy a dar!". Guardó el lápiz y el bloc de notas y llamó al león.
- Venga, Lamberto -gritó.
Pero Lamberto no prestaba la menor atención. Se apretaba a mamá oveja y se alimentaba glotonamente.
La señora cigüeña se fue hacia la oveja.
- Siento mucho que haya habido un ligero error, mamá oveja -dijo quitándose el sombrero-. No tiene por qué preocuparse por este pedazo de bruto. Me lo voy a llevar a la jungla, que es donde debe estar.
Al decir esto, la cigüeña intentó coger a Lamberto.
Pero la señora cigüeña comprobó con asombro cómo mamá oveja se oponía. Había encontrado un bebé y no estaba dispuesta a dejarle marchar.
Si no se parecía a ningún otro corderillo del prado, tanto mejor. Así podría reconocerle en cualquier momento.
La señora cigüeña alisaba sus plumas, algo tullidas después de haberse tropezado con el árbol.
- ¡Esto se pone feo! -dijo.
La señora oveja bajó su cabeza, como si fuera a darle un buen cabezazo a la cigüeña, dándole a entender que, por lo que a Lamberto se refería, podía fácilmente comprobar las afiladas puntas de aguja que asomaban por sus encías.
- Bien, está bien. ¡Está bien! -exclamó la señora cigüeña-. Puedes quedarte. Puedes quedarte lo que quieras. Después de todo, yo no hago más que cumplir con mi obligación.
La cigüeña salió volando hacia el almacén pensando, sin duda alguna, en cantarle las cuarenta a los encargados de preparar el paquete.
Lamberto se quedó dormido junto a mamá oveja, y cuando llegó la mañana y todos los corderillos fueron despertados por sus mamás, Lamberto esperó pacientemente mientras mamá oveja cepillaba su pequeña y oscura melena. Cuando Lamberto estaba tan guapo como la señora oveja pudo conseguir, fue a presentarlo a los demás corderillos.
¡Cómo lo pasaron de bien los corderitos! Lamberto les hacía correr mientras su lengua rugosa le llegaba casi al suelo, y empezó a jugar y a saltar de la misma forma que hacían los demás.
- ¡Beee! -balaban los corderillos, muy contentos. -¡Beee!
Lamberto intentaba decir "Beee", porque sabía que era el idioma del prado, pero cuando abría la boca, todo lo que podía conseguir era "Miau". Los corderillos no habían oído nunca una cosa así y se ponían a balar y a balar y Lamberto, que todavía no sabía rugir, se ponía a maullar y a maullar.
Los corderillos empezaron a reír, y se rieron sin parar. Y empezaron a dar saltos, porque a los corderillos les gusta mucho saltar. Y se daban de testarazos con sus pequeñas cabezas, porque a los corderillos les gusta mucho darse testarazos.
Por fin los corderillos empezaron a cantar una canción un poco tontorrona; que es esa canción que la gente menuda canta en todos los sitios cuando quieren burlarse de alguien que es diferente.
Lamberto, Lamberto,
balas menos que un muerto,
tienes orejotas y las patas como botas.
Lamberto, Lamberto,
pelicorto y colituerto.
Lamberto, Lamberto,
tienes menos lana que una rana.
Lamberto se sentía muy triste. En los primeros momentos se iba a refugiar con mamá oveja. Tenían razón. Tenían demasiada razón. Las patas de Lamberto eran demasiado grandes y su lana demasiado corta. Hablando con propiedad, no tenía lana en absoluto. Era un cordero realmente raro.
La mamá de Lamberto acariciaba su pelo y peinaba su melena, y Lamberto empezó a sentirse mejor. Entonces es cuando decidió que podía ser una cosa muy rara para un cordero, pero que de todos modos intentaría hacer lo que pudiera para comportarse debidamente. Es decir, para hacer las mismas cosas que hace un cordero.
Por lo tanto, Lamberto empezó a practicar el salto del cordero y ensayaba también el testarazo del cordero, a pesar de que se quedaba medio tonto cada vez que chocaba con las durísimas cabezas de los corderitos.
Lamberto practicó también el balido y, al cabo de cierto tiempo, consiguió medio balido, pero tardó bastante en conseguir un balido entero.
Mientras pasaba todo esto, Lamberto crecía, crecía y CRECÍA.
La mamá de Lamberto estaba muy orgullosa de él, porque nadie en todo el rebaño había tenido un cordero tan robusto.
Pero Lamberto no estaba nada orgulloso, porque en lo más profundo de su corazón sabía que no servía para nada. No sabía saltar ni sabía balar. No sabía jugar ni dar testarazos. No sabía hacer absolutamente nada, a excepción de ir a esconderse detrás de su madre cuando los corderos se burlaban demasiado de él. Y cuando ya hubo crecido bastante, ni siquiera podía esconderse demasiado bien. En pocas palabras, Lamberto era raro, amarillo, cobardica, un león asustadizo y no una salvaje y lanuda oveja.
Pasó el tiempo. La primavera se hizo verano y el verano se hizo otoño. Los corderillos ya estaban crecidos para entonces. En realidad ya no eran corderillos, sino ovejas de tomo y lomo. Pero todavía eran jóvenes y gustaban de jugar y darse testarazos y todavía se burlaban de Lamberto y le gastaban bromas.
Lamberto lo tomaba bastante olímpicamente, pero en el fondo se estaba empezando a cansar. Estaba harto de que le empujaran al río cada vez que iba a beber. Y estaba especialmente harto de la cancioncilla que lo comparaba con las ranas. Pero sobre todo, estaba cansado de ser diferente.
Una noche, cuando todas las ovejas estaban profundamente dormidas en el prado, Lamberto se despertó muy asustado. Había oído un ruido espantoso. Era un lobo que aullaba, aullaba en el bosque justamente detrás del prado.
Lamberto levantó su cabeza y aguzó sus orejas para escuchar tan deprisa como podía escuchar un león.
¡Y allí estaba otra vez! Lamberto oyó de nuevo cómo aullaba el lobo, pero además lo vio aparecer entre la espesura del bosque. El hambriento animal venía deslizándose entre las sombras y sus crueles ojos lobunos brillaban a la luz de la luna. El lobo abrió la boca y Lamberto pudo ver sus tremendos colmillos.
¡La terrible fiera había encontrado el rebaño! Lamberto estaba petrificado. No tenía ni la menor idea de lo que debía hacer. Temblaba y se arrimaba a mamá oveja, con la esperanza de que el lobo no lo viera.
El lobo estaba cada vez más cerca y Lamberto vio cómo la terrible fiera pasaba junto a las ovejas y se dirigía sin duda hacia él.
Lamberto se escondía detrás de mamá oveja. El lobo venía a por él, no había ninguna duda, y Lamberto cerró los ojos llenos de pánico.
De repente, Lamberto oyó un lastimero quejido.
- ¡Lamberto! -se oyó en el silencio de la noche.
Lamberto abrió los ojos y miró a su alrededor. El lobo había cogido a su madre por la pata y se la estaba llevando fuera del rebaño, hacia la oscuridad del bosque.
- ¡Lamberto! -balaba la oveja.
Para entonces todas las ovejas y corderos del rebaño se habían despertado. Los alegres corderillos, que tan dispuestos se encontraban siempre a darles testarazos a Lamberto, cambiaban mucho delante de un hambriento lobo... Con agilidad increíble, todos los corderillos saltaron a esconderse tras las piedras y los árboles próximos al prado.
- ¡Lamberto! -gritaba mamá oveja.
El lobo se la había llevado casi al otro lado del prado y tardaría pocos minutos en desaparecer para siempre. Con un desesperado esfuerzo, la mamá de Lamberto se las arregló para soltarse de la presa del lobo. La hambrienta fiera se encontraba ahora entre mamá oveja y el rebaño oculto entre los árboles y piedras. El lobo avanzó hacia ella lentamente. La hizo retroceder sin piedad, no hacia el bosque, sino hacia el borde de un precipicio de más de cien metros de alto.
- ¡Lamberto! -gritaba mamá oveja, en el mismísimo borde del precipicio.
Aquello era demasiado. A la vista de su madre, que balaba aterrorizada, algo se revolvió en el interior de Lamberto. Olvidó que era un pobre, miserable, cobardica, y asustadiza criatura. En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en un fiero león.
Los pelos de Lamberto se pusieron de punta y su negra melena se levantó como una bandera. Lamberto respiró profundamente y llenó de aire sus pulmones. Después abrió la boca y soltó un rugido muy rugiente. Fue un rugido que lo podía firmar el más fiero león africano y contarlo a sus nietecitos como una hazaña.
Después de haber anunciado sus intenciones por este sonoro procedimiento, Lamberto levantó sus poderosas zarpas y se las enseñó al lobo. El lobo no había visto nunca nada parecido a Lamberto. El lobo no había oído nunca nada similar al rugido de Lamberto. En realidad, el lobo no quería ver ni oír nada parecido a Lamberto en todos los días que le quedaran de vida y, con un salto, fue a refugiarse detrás de la madre de Lamberto.
Lamberto ya no era la asustadiza oveja de antes, sino un rey de la selva. Caminó unos pasos hacia su madre y, tranquilamente, dio un cabezazo al lobo y lo echó por el precipicio.
Todas las ovejas y corderos del prado salieron de sus escondites, uno tras otro. Después de un momento o de dos momentos, la madre de Lamberto paró de temblar. Estaba tan orgullosa de Lamberto que no sabía lo que hacía.
¡Vaya fiesta que organizaron los corderitos! Estaban muy contentos de que Lamberto fuera uno de ellos y entonaron una nueva canción que improvisaron en aquel momento. Levantaron en hombros a Lamberto y le dieron la vuelta al prado mientras cantaban:
Lamberto, Lamberto,
ya eres de los nuestros,
ya no eres un león sin coraje,
sino un valiente cordero salvaje.
Por lo tanto, Lamberto se convirtió en el héroe del rebaño y, desde entonces, él y su madre vivieron felizmente.
Por lo que al lobo se refiere, también tuvo suerte, porque no se cayó al fondo del precipicio, sino que se las arregló para agarrarse a una rama que crecía entre las rocas. Que nosotros sepamos todavía estará allí, agarrado a la rama y debe estar verdaderamente hambriento. Pero no se morirá de hambre, porque ese árbol da cerezas todas las primaveras.
Pero Lamberto no estaba nada orgulloso, porque en lo más profundo de su corazón sabía que no servía para nada. No sabía saltar ni sabía balar. No sabía jugar ni dar testarazos. No sabía hacer absolutamente nada, a excepción de ir a esconderse detrás de su madre cuando los corderos se burlaban demasiado de él. Y cuando ya hubo crecido bastante, ni siquiera podía esconderse demasiado bien. En pocas palabras, Lamberto era raro, amarillo, cobardica, un león asustadizo y no una salvaje y lanuda oveja.
Pasó el tiempo. La primavera se hizo verano y el verano se hizo otoño. Los corderillos ya estaban crecidos para entonces. En realidad ya no eran corderillos, sino ovejas de tomo y lomo. Pero todavía eran jóvenes y gustaban de jugar y darse testarazos y todavía se burlaban de Lamberto y le gastaban bromas.
Lamberto lo tomaba bastante olímpicamente, pero en el fondo se estaba empezando a cansar. Estaba harto de que le empujaran al río cada vez que iba a beber. Y estaba especialmente harto de la cancioncilla que lo comparaba con las ranas. Pero sobre todo, estaba cansado de ser diferente.
Una noche, cuando todas las ovejas estaban profundamente dormidas en el prado, Lamberto se despertó muy asustado. Había oído un ruido espantoso. Era un lobo que aullaba, aullaba en el bosque justamente detrás del prado.
Lamberto levantó su cabeza y aguzó sus orejas para escuchar tan deprisa como podía escuchar un león.
¡Y allí estaba otra vez! Lamberto oyó de nuevo cómo aullaba el lobo, pero además lo vio aparecer entre la espesura del bosque. El hambriento animal venía deslizándose entre las sombras y sus crueles ojos lobunos brillaban a la luz de la luna. El lobo abrió la boca y Lamberto pudo ver sus tremendos colmillos.
¡La terrible fiera había encontrado el rebaño! Lamberto estaba petrificado. No tenía ni la menor idea de lo que debía hacer. Temblaba y se arrimaba a mamá oveja, con la esperanza de que el lobo no lo viera.
El lobo estaba cada vez más cerca y Lamberto vio cómo la terrible fiera pasaba junto a las ovejas y se dirigía sin duda hacia él.
Lamberto se escondía detrás de mamá oveja. El lobo venía a por él, no había ninguna duda, y Lamberto cerró los ojos llenos de pánico.
De repente, Lamberto oyó un lastimero quejido.
- ¡Lamberto! -se oyó en el silencio de la noche.
Lamberto abrió los ojos y miró a su alrededor. El lobo había cogido a su madre por la pata y se la estaba llevando fuera del rebaño, hacia la oscuridad del bosque.
- ¡Lamberto! -balaba la oveja.
Para entonces todas las ovejas y corderos del rebaño se habían despertado. Los alegres corderillos, que tan dispuestos se encontraban siempre a darles testarazos a Lamberto, cambiaban mucho delante de un hambriento lobo... Con agilidad increíble, todos los corderillos saltaron a esconderse tras las piedras y los árboles próximos al prado.
- ¡Lamberto! -gritaba mamá oveja.
El lobo se la había llevado casi al otro lado del prado y tardaría pocos minutos en desaparecer para siempre. Con un desesperado esfuerzo, la mamá de Lamberto se las arregló para soltarse de la presa del lobo. La hambrienta fiera se encontraba ahora entre mamá oveja y el rebaño oculto entre los árboles y piedras. El lobo avanzó hacia ella lentamente. La hizo retroceder sin piedad, no hacia el bosque, sino hacia el borde de un precipicio de más de cien metros de alto.
- ¡Lamberto! -gritaba mamá oveja, en el mismísimo borde del precipicio.
Aquello era demasiado. A la vista de su madre, que balaba aterrorizada, algo se revolvió en el interior de Lamberto. Olvidó que era un pobre, miserable, cobardica, y asustadiza criatura. En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en un fiero león.
Los pelos de Lamberto se pusieron de punta y su negra melena se levantó como una bandera. Lamberto respiró profundamente y llenó de aire sus pulmones. Después abrió la boca y soltó un rugido muy rugiente. Fue un rugido que lo podía firmar el más fiero león africano y contarlo a sus nietecitos como una hazaña.
Después de haber anunciado sus intenciones por este sonoro procedimiento, Lamberto levantó sus poderosas zarpas y se las enseñó al lobo. El lobo no había visto nunca nada parecido a Lamberto. El lobo no había oído nunca nada similar al rugido de Lamberto. En realidad, el lobo no quería ver ni oír nada parecido a Lamberto en todos los días que le quedaran de vida y, con un salto, fue a refugiarse detrás de la madre de Lamberto.
Lamberto ya no era la asustadiza oveja de antes, sino un rey de la selva. Caminó unos pasos hacia su madre y, tranquilamente, dio un cabezazo al lobo y lo echó por el precipicio.
Todas las ovejas y corderos del prado salieron de sus escondites, uno tras otro. Después de un momento o de dos momentos, la madre de Lamberto paró de temblar. Estaba tan orgullosa de Lamberto que no sabía lo que hacía.
¡Vaya fiesta que organizaron los corderitos! Estaban muy contentos de que Lamberto fuera uno de ellos y entonaron una nueva canción que improvisaron en aquel momento. Levantaron en hombros a Lamberto y le dieron la vuelta al prado mientras cantaban:
Lamberto, Lamberto,
ya eres de los nuestros,
ya no eres un león sin coraje,
sino un valiente cordero salvaje.
Por lo tanto, Lamberto se convirtió en el héroe del rebaño y, desde entonces, él y su madre vivieron felizmente.
Por lo que al lobo se refiere, también tuvo suerte, porque no se cayó al fondo del precipicio, sino que se las arregló para agarrarse a una rama que crecía entre las rocas. Que nosotros sepamos todavía estará allí, agarrado a la rama y debe estar verdaderamente hambriento. Pero no se morirá de hambre, porque ese árbol da cerezas todas las primaveras.
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