domingo, 16 de agosto de 2015

LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

Estos dones son los siete siguientes: Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad y Temor de Dios.

    La Sabiduría es una luz sobrenatural y clarísima, por cuyo medio el entendimiento  conoce las verdades divinas y al mismo Dios de un modo inefable, y esto de tal modo que aun cuando faltasen todos los testimonios y señales de nuestra fe, solo con esta luz las creyera, sirviéndole ella de guía para poder ordenar todas sus acciones conforme a la ley de Dios, con tanta suavidad, dulzura y alegría interior, que excede a toda humana comprensión. Ilustrado así el entendimiento, se comunica a la voluntad con tan gran impulso que el hombre se desprende de todas las cosas de la tierra, juzgándolas indignas de su amor, el cual consagra a Dios con un corazón limpio y desasido de todo afecto terreno.
    El Entendimiento es una luz divina con la cual, adornada la potencia intelectiva del alma, penetra de un modo admirable las verdades de la fe y las soberanas perfecciones de Dios, y entiende el sentido de las Santas Escrituras. Quien tiene este don se puede decir de él que es más sabio que todos los filósofos del mundo.
    El Consejo es una ilustración del entendimiento con que el Espíritu Santo da a conocer lo que se ha de hacer u omitir y el modo de obrar en los casos particulares, para conseguir la perfección y la salvación eterna. Por medio de este don se conocen las argucias o sutilezas del amor propio y las astucias del espíritu maligno, que a veces, para engañar, se transforma en ángel de luz. Con este don el Espíritu divino nos advierte de las emboscadas y lazos que nos arman nuestros enemigos, dándonos al mismo tiempo cuanto nos es útil para salir airosos en el combate. Esta ilustración es mayor o menor según lo fuere el grado de unión con Dios, y muchas veces el Espíritu divino infunde en el alma un conocimiento tan grande de lo que se dice a sí misma o aconseja a los demás, que está más cierta de ello que si lo viera con sus propios ojos o lo tocara con sus propias manos.
    La Fortaleza es un poderoso impulso que el Espíritu Santo da al corazón del hombre para animarlo y esforzarlo a sufrir y padecer cosas arduas y dificultosas por amor de la virtud o de Dios. Sin este don los mártires no hubieran superado tantos tormentos, sufriendo los más horrorosos suplicios con tal constancia y valor que hasta de los mismos tiranos y tormentos se reían por atroces que fuesen.
    La Ciencia es una luz que el Espíritu Santo derrama en el entendimiento de la persona, con la cual forma un juicio cierto y seguro de los misterios de nuestra religión para creer lo que se debe, dirigiendo con este conocimiento todas sus operaciones acerca de lo que debe hacer u omitir para agradar a Dios. Sin este don se anda en tinieblas y expuesto a caer en mil errores a cada paso, como ha sucedido a muchos que a pesar de ser muy hábiles en todas las ciencias han caído en las mayores herejías.
    La Piedad es un rayo de luz divina que ilumina el entendimiento de la persona e inclina su voluntad a honrar a Dios como a su amantísimo Padre, y a socorrer al prójimo por ser imagen del mismo Dios. De aquí es que por este don siente un gozo inexplicable por verse hijo de un Padre tan grande y bueno, redimido con su preciosísima sangre, reengendrado en el santo Bautismo y alimentado en la Eucaristía con su cuerpo y sangre sagrados. Considerando estas y otras obras de amor no puede menos que amarlo también y desear que todos lo amen y veneren, buscando en todo y con ardiente celo la mayor honra y gloria de Dios. Y no solo busca esta gloria de Dios, sino también el bien del prójimo, ya porque sabe que así lo quiere Dios, ya porque el prójimo es una imagen y semejanza del mismo Dios. De aquí es que mira como propias las necesidades del prójimo, interesándose aún más por él que por sí mismo. Esta es la razón por la que, olvidada en cierto modo de sí misma la persona que tiene el don de Piedad, se ejercita en ayudar al prójimo en aquellas obras de caridad cristiana, que por otro nombre se llaman obras de misericordia.
    El Temor de Dios es un afecto reverencial que el Espíritu Santo mueve en la voluntad de una persona por el cual teme ofender a Dios y apartarse de Él pecando. Cuatro clases de temor distingue santo Tomás: humano,servil, inicial y filial. El temor humano es el que nos hace ofender a Dios por evitar algún mal temporal, y este es el temor de los pecadores. El temor servil es el que obliga al hombre a dejar el pecado y hacer penitencia para evadir el castigo eterno que merece por la culpa, y este es útil y provechoso. El temor inicial es el que impele al hombre a comenzar a amar a Dios, parte por temor de la pena y esperanza del premio, y parte por consideración a la majestad divina a la que teme ofender con el pecado. El temor filial es el absolutamente retrae al hombre de ofender a Dios su Padre, porque considera en él infinitos motivos de respeto, amor y obediencia, por cuya razón teme disgustarle y apartarse de su amistad y gracia. Solamente estos dos últimos temores, inicial y filial, son dones del Espíritu Santo, de los cuales el más perfecto es el filial, por cuanto nace de la perfecta caridad y amor de Dios.

lunes, 10 de agosto de 2015

PECADOS CONTRA EL ESPÍRITU SANTO

El primero es: Presunción de salvarse sin mérito alguno. En vano esperan salvarse los que lejos de hacer buenas obras resisten continuamente las inspiraciones del Espíritu divino que les dice: Obrad bien mientras se os concede tiempo; haced por vuestra parte lo que podáis, que Dios hará lo demás.
El segundo es: Desesperación de la divina misericordia. Es cierto que es grande la malicia del pecado mortal, pero también lo es que es más grande aún la bondad y misericordia de Dios. La desesperación es una injuria gravísima al divino Espíritu, pues equivale a resistir y abandonar la gracia que ofrece al pecador, o bien a negar su fuerza y eficacia. Hay pecadores que en la desesperación se quitan la vida, pero lejos de rebajar la gravedad del delito la acrecientan, y para librarse de los remordimientos de la conciencia se precipitan a las penas eternas del infierno. El medio de tranquilizarse después de cometido un delito es arrepentirse, pedir perdón a Dios y proponer con eficacia no volverlo a cometer. En vez de atentar el pecador contra su vida, debe pedir a Dios que se la conserve, para hacer penitencia en este mundo con el sufrimiento de las penas y trabajos, con el fin de no tener que padecer eternamente después de la muerte en el infierno.
El tercero es: Impugnación de la verdad conocida para pecar con más libertad. Es este un horrible pecado contra el divino Espíritu, que avisa y da a conocer el mal del que se debe huir, y el bien que debe practicar toda persona para salvarse; pero no faltan algunos que en vez de ser dóciles a sus santas inspiraciones, las resisten, e incluso persiguen al sujeto de quien se sirve el Espíritu Santo como instrumento para avisarles, profiriendo palabras injuriosas y burlándose de sus advertencias, si no le apedrean también como los judios a Jesús. Otros hay que desprecian e impugnan las verdades de la fe y las sanas máximas del Evangelio, a pesar de que su propia conciencia, movida por el Espíritu Santo, les dicta ser sólidas, santas y necesarias para salvarse. Seamos siempre dóciles a las inspiraciones que nos comunica el divino Espíritu.
El cuarto es: Envidia de los bienes espirituales que nuestro prójimo ha recibido de Dios. No tengamos envidia de nadie, procuremos ser buenos, y Dios, que es juez rectísimo, nos dará el premio que con nuestras obras hayamos merecido, en este o en el otro mundo.
El quinto es: Obstinación en el pecado. Serán castigados los que se obstinen en el pecado, despreciando las inspiraciones del Espíritu divino y las amonestaciones de los ministros del Señor. pues que cuando no en este mundo, en el otro serán sumergidos en el mar de las llamas del infierno.
El sexto es: Propósito de morir impenitente. En la hora de la muerte muchos vuelven la espalda a Dios y dan oídos al demonio que les persuade la impenitencia final con que acaban.

Estos seis pecados contra el Espíritu Santo son muy difíciles de ser perdonados, no por parte de Dios, sino por parte de los mismos pecadores, que oponiéndose y resistiéndose a lo que necesitan para alcanzar perdón, imitan al enfermo que no quiere tomar las medicinas, y por esto muere. Siendo, pues, estos execrables pecados el mayor impedimento para nuestra salvación, hagámonos dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, las cuales nos guiarán directamente a la patria celestial. 

ORACIÓN A SANTA CLARA DE ASÍS

Gloriosa santa Clara, que por aquella fidelidad a la gracia y a las inspiraciones de tu Dios que te hizo ser predilecta de san Francisco de Asís despreciando como él cuanto el mundo te brindaba de halagador, te suplico que me consigas que yo siga tus huellas por los caminos de la virtud y pase por la vida sin mancharme. Ruega por mí para que nunca caiga en las tentaciones del mundo. Amén.

jueves, 6 de agosto de 2015

LAMBERTO, EL LEÓN CORDERO

    Después de lo sucedido, las ovejas decían que nada de aquello habría pasado a no ser por la señora cigüeña. La cigüeña no iba a admitirlo, ni siquiera por un segundo. "Ha sido culpa de los encargados del almacén. Los encargados del almacén hicieron el paquete. Los encargados del almacén pusieron la etiqueta con la dirección, y el destinatario era el rebaño de ovejas que vivía en el prado de Tully".



    La dirección no podía estar más clara. Además para asegurarse de que no podía haber ningún error, los encargados del almacén habían escrito: "Bebé cordero. Frágil".
    Naturalmente, la señora cigüeña lo había tratado con mucho cuidado. No en vano había estado entregando bebés durante años y más años, por lo que, cuando menos, había aprendido una o dos, o tres cosas. Incluso en una ocasión en que se hizo un lío con las ramas de un árbol, en su camino hacia el prado,no había soltado el precioso encargo.
    La señora cigüeña había salido a la puesta del sol. Le gustaba hacer sus envíos durante la noche. La luna llena había salido para cuando ella volaba por encima del prado donde pastaban las ovejas. Movía sus alas así y asá y flotaba muy cerca de los árboles.
    La señora cigüeña puso su paquete sobre la hierba y empezó a desatarlo.
    - ¡Qué viaje tan accidentado! -decía la cigüeña a cualquiera que quisiera oírla.
    Nadie contestaba. En el prado al que había llegado la señora cigüeña, mamá oveja esperaba con ansiedad. Nadie hizo ningún comentario cuando la cigüeña acabó de desatar el paquete.
    - Bien, pues aquí estamos -dijo la cigüeña.
    Mamá oveja sonreía. Uno, dos, tres, cuatro, cinco corderillos levantaron la cabeza, abrieron sus ojos somnolientos y miraron a su alrededor.
    - ¡Levantaos ya! -ordenó la cigüeña-. Ahora, no chilléis, corderillos. Escoged entre estas ovejas y la que más os guste será vuestra mamá.
    Uno, dos, tres, cuatro, cinco corderillos se levantaron. Al principio caminaban muy vacilantes, pero después de unos pasos, empezaron a andar con mayor seguridad. En un momento, o dos momentos, cinco corderillos habían escogido cinco mamás ovejas.
    La cigüeña vio que había otra oveja esperando, pero comprobó que ya no tenía más corderitos. Se puso sobre una sola pata y vio cómo las ovejas acariciaban a sus bebés, mientras que la otra oveja se quedaba tan triste como se pueda imaginar.
    - ¿Qué podría haber pasado? -se preguntaba la cigüeña-. Yo estaba segura de que tenía suficiente cargamento.
    Miró el paquete esperando, con tanta esperanza como una cigüeña puede esperar, que habría otro corderillo en el fondo del paquete. En efecto, vio una bolita de suave lana que rodaba por allí.
    - ¿Qué haces tú ahí, perezoso corderillo? -exclamó la señora cigüeña-. ¡Vamos! ¡Ya es hora de que te despiertes!
    Aquella bolita de suave lana se desenroscó como una trompetilla de papel. Y un par de ojos de color verde muy pálido miraron a la señora cigüeña mientras una lengua rugosa y moteada salía por debajo de una nariz negrita. El corderillo ensayaba un ruido raro que apenas se oía y la señora cigüeña pudo verle los dientes, que eran como puntas de alfiler.
    - ¡Dios mío! -exclamó la señora cigüeña-. ¡Esto no es un corderillo!
    La señora cigüeña vio la etiqueta del paquete. Estaba correctamente escrita y llevaba la dirección del rebaño de ovejas.
    La señora cigüeña tomó sus lentes y se limpió los cristales. Entonces cogió su bloc de notas.
    - Tiene que haber habido algún error -dijo la cigüeña, y fue volviendo las hojas y leyendo los pedidos de bebés de leopardos, serpientes, minúsculos linces, ciervos y... corderillos.
    - ¡Ajá! -dijo por fin-. ¡Aquí está! Tú debes de ser Lamberto. Y tú eres un león. Tú no tienes nada que hacer por aquí.
    La señora cigüeña siguió mirando su bloc de notas. ¿Lamberto?, se dijo a sí misma.
    Pero Lamberto, el cachorro de león, no estaba allí. El leoncillo había tomado la iniciativa y estaba junto a la entristecida mamá oveja que ahora se sentía feliz. Lamberto mamaba igual que los demás corderillos con las demás ovejas. La mamá solitaria estaba alimentando a Lamberto y parecía mostrarse muy orgullosa de poder hacerlo.



    La señora cigüeña  cogió un lápiz y anotó algo en su bloc de notas. Después, siguió ojeando hasta encontrar un pedido que decía: Lamberto. León. Sudáfrica. "¡Qué barbaridad! ¡Vaya viajecito que me voy a dar!". Guardó el lápiz y el bloc de notas y llamó al león.
    - Venga, Lamberto -gritó.
    Pero Lamberto no prestaba la menor atención. Se apretaba a mamá oveja y se alimentaba glotonamente.
    La señora cigüeña se fue hacia la oveja.
    - Siento mucho que haya habido un ligero error, mamá oveja -dijo quitándose el sombrero-. No tiene por qué preocuparse por este pedazo de bruto. Me lo voy a llevar a la jungla, que es donde debe estar.

    Al decir esto, la cigüeña intentó coger a Lamberto.
    Pero la señora cigüeña comprobó con asombro cómo mamá oveja se oponía. Había encontrado un bebé y no estaba dispuesta a dejarle marchar.
    Si no se parecía a ningún otro corderillo del prado, tanto mejor. Así podría reconocerle en cualquier momento.
    La señora cigüeña alisaba sus plumas, algo tullidas después de haberse tropezado con el árbol.
    - ¡Esto se pone feo! -dijo.
    La señora oveja bajó su cabeza, como si fuera a darle un buen cabezazo a la cigüeña, dándole a entender que, por lo que a Lamberto se refería, podía fácilmente comprobar las afiladas puntas de aguja que asomaban por sus encías.
    - Bien, está bien. ¡Está bien! -exclamó la señora cigüeña-. Puedes quedarte. Puedes quedarte lo que quieras. Después de todo, yo no hago más que cumplir con mi obligación.
    La cigüeña salió volando hacia el almacén pensando, sin duda alguna, en cantarle las cuarenta a los encargados de preparar el paquete.
    Lamberto se quedó dormido junto a mamá oveja, y cuando llegó la mañana y todos los corderillos fueron despertados por sus mamás, Lamberto esperó pacientemente mientras mamá oveja cepillaba su pequeña y oscura melena. Cuando Lamberto estaba tan guapo como la señora oveja pudo conseguir, fue a presentarlo a los demás corderillos.
     ¡Cómo lo pasaron de bien los corderitos! Lamberto les hacía correr mientras su lengua rugosa le llegaba casi al suelo, y empezó a jugar y a saltar de la misma forma que hacían los demás.
     - ¡Beee! -balaban los corderillos, muy contentos. -¡Beee!
     Lamberto intentaba decir "Beee", porque sabía que era el idioma del prado, pero cuando abría la boca, todo lo que podía conseguir era "Miau". Los corderillos no habían oído nunca una cosa así y se ponían a balar y a balar y Lamberto, que todavía no sabía rugir, se ponía a maullar y a maullar.


     Los corderillos empezaron a reír, y se rieron sin parar. Y empezaron a dar saltos, porque a los corderillos les gusta mucho saltar. Y se daban de testarazos con sus pequeñas cabezas, porque a los corderillos les gusta mucho darse testarazos.
     Por fin los corderillos empezaron a cantar una canción un poco tontorrona; que es esa canción que la gente menuda canta en todos los sitios cuando quieren burlarse de alguien que es diferente.

Lamberto, Lamberto,
balas menos que un muerto,
tienes orejotas y las patas como botas.
Lamberto, Lamberto,
pelicorto y colituerto.
Lamberto, Lamberto,
tienes menos lana que una rana.

     Lamberto se sentía muy triste. En los primeros momentos se iba a refugiar con mamá oveja. Tenían razón. Tenían demasiada razón. Las patas de Lamberto eran demasiado grandes y su lana demasiado corta. Hablando con propiedad, no tenía lana en absoluto. Era un cordero realmente raro.
     La mamá de Lamberto acariciaba su pelo y peinaba su melena, y Lamberto empezó a sentirse mejor. Entonces es cuando decidió que podía ser una cosa muy rara para un cordero, pero que de todos modos intentaría hacer lo que pudiera para comportarse debidamente. Es decir, para hacer las mismas cosas que hace un cordero.
     Por lo tanto, Lamberto empezó a practicar el salto del cordero y ensayaba también el testarazo del cordero, a pesar de que se quedaba medio tonto cada vez que chocaba con las durísimas cabezas de los corderitos.
     Lamberto practicó también el balido y, al cabo de cierto tiempo, consiguió medio balido, pero tardó bastante en conseguir un balido entero.
     Mientras pasaba todo esto, Lamberto crecía, crecía y CRECÍA.
     La mamá de Lamberto estaba muy orgullosa de él, porque nadie en todo el rebaño había tenido un cordero tan robusto.
     Pero Lamberto no estaba nada orgulloso, porque en lo más profundo de su corazón sabía que no servía para nada. No sabía saltar ni sabía balar. No sabía jugar ni dar testarazos. No sabía hacer absolutamente nada, a excepción de ir a esconderse detrás de su madre cuando los corderos se burlaban demasiado de él. Y cuando ya hubo crecido bastante, ni siquiera podía esconderse demasiado bien. En pocas palabras, Lamberto era raro, amarillo, cobardica, un león asustadizo y no una salvaje y lanuda oveja.
     Pasó el tiempo. La primavera se hizo verano y el verano se hizo otoño. Los corderillos ya estaban crecidos para entonces. En realidad ya no eran corderillos, sino ovejas de tomo y lomo. Pero todavía eran jóvenes y gustaban de jugar y darse testarazos y todavía se burlaban de Lamberto y le gastaban bromas.
     Lamberto lo tomaba bastante olímpicamente, pero en el fondo se estaba empezando a cansar. Estaba harto de que le empujaran al río cada vez que iba a beber. Y estaba especialmente harto de la cancioncilla que lo comparaba con las ranas. Pero sobre todo, estaba cansado de ser diferente. 
     Una noche, cuando todas las ovejas estaban profundamente dormidas en el prado, Lamberto se despertó muy asustado. Había oído un ruido espantoso. Era un lobo que aullaba, aullaba en el bosque justamente detrás del prado.


Lamberto levantó su cabeza y aguzó sus orejas para escuchar tan deprisa como podía escuchar un león.
     ¡Y allí estaba otra vez! Lamberto oyó de nuevo cómo aullaba el lobo, pero además lo vio aparecer entre la espesura del bosque. El hambriento animal venía deslizándose entre las sombras y sus crueles ojos lobunos brillaban a la luz de la luna. El lobo abrió la boca y Lamberto pudo ver sus tremendos colmillos.
     ¡La terrible fiera había encontrado el rebaño! Lamberto estaba petrificado. No tenía ni la menor idea de lo que debía hacer. Temblaba y se arrimaba a mamá oveja, con la esperanza de que el lobo no lo viera.
     El lobo estaba cada vez más cerca y Lamberto vio cómo la terrible fiera pasaba junto a las ovejas y se dirigía sin duda hacia él.
     Lamberto se escondía detrás de mamá oveja. El lobo venía a por él, no había ninguna duda, y Lamberto cerró los ojos llenos de pánico.
     De repente, Lamberto oyó un lastimero quejido.
     - ¡Lamberto! -se oyó en el silencio de la noche.
     Lamberto abrió los ojos y miró a su alrededor. El lobo había cogido a su madre por la pata y se la estaba llevando fuera del rebaño, hacia la oscuridad del bosque.
     - ¡Lamberto! -balaba la oveja.
     Para entonces todas las ovejas y corderos del rebaño se habían despertado. Los alegres corderillos, que tan dispuestos se encontraban siempre a darles testarazos a Lamberto, cambiaban mucho delante de un hambriento lobo... Con agilidad increíble, todos los corderillos saltaron a esconderse tras las piedras y los árboles próximos al prado.
     - ¡Lamberto! -gritaba mamá oveja.
     El lobo se la había llevado casi al otro lado del prado y tardaría pocos minutos en desaparecer para siempre. Con un desesperado esfuerzo, la mamá de Lamberto se las arregló para soltarse de la presa del lobo. La hambrienta fiera se encontraba ahora entre mamá oveja y el rebaño oculto entre los árboles y piedras. El lobo avanzó hacia ella lentamente. La hizo retroceder sin piedad, no hacia el bosque, sino hacia el borde de un precipicio de más de cien metros de alto.
     - ¡Lamberto! -gritaba mamá oveja, en el mismísimo borde del precipicio.
     Aquello era demasiado. A la vista de su madre, que balaba aterrorizada, algo se revolvió en el interior de Lamberto. Olvidó que era un pobre, miserable, cobardica, y asustadiza criatura. En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en un fiero león.
     Los pelos de Lamberto se pusieron de punta y su negra melena se levantó como una bandera. Lamberto respiró profundamente y llenó de aire sus pulmones. Después abrió la boca y soltó un rugido muy rugiente. Fue un rugido que lo podía firmar el más fiero león africano y contarlo a sus nietecitos como una hazaña.
     Después de haber anunciado sus intenciones por este sonoro procedimiento, Lamberto levantó sus poderosas zarpas y se las enseñó al lobo. El lobo no había visto nunca nada parecido a Lamberto. El lobo no había oído nunca nada similar al rugido de Lamberto. En realidad, el lobo no quería ver ni oír nada parecido a Lamberto en todos los días que le quedaran de vida y, con un salto, fue a refugiarse detrás de la madre de Lamberto.
     Lamberto ya no era la asustadiza oveja de antes, sino un rey de la selva. Caminó unos pasos hacia su madre y, tranquilamente, dio un cabezazo al lobo y lo echó por el precipicio.
     Todas las ovejas y corderos del prado salieron de sus escondites, uno tras otro. Después de un momento o de dos momentos, la madre de Lamberto paró de temblar. Estaba tan orgullosa de Lamberto que no sabía lo que hacía.
     ¡Vaya fiesta que organizaron los corderitos! Estaban muy contentos de que Lamberto fuera uno de ellos y entonaron una nueva canción que improvisaron en aquel momento. Levantaron en hombros a Lamberto y le dieron la vuelta al prado mientras cantaban:


Lamberto, Lamberto,
ya eres de los nuestros,
ya no eres un león sin coraje,
sino un valiente cordero salvaje. 


     Por lo tanto, Lamberto se convirtió en el héroe del rebaño y, desde entonces, él y su madre vivieron felizmente.
     Por lo que al lobo se refiere, también tuvo suerte, porque no se cayó al fondo del precipicio, sino que se las arregló para agarrarse a una rama que crecía entre las rocas. Que nosotros sepamos todavía estará allí, agarrado a la rama y debe estar verdaderamente hambriento. Pero no se morirá de hambre, porque ese árbol da cerezas todas las primaveras.


miércoles, 5 de agosto de 2015

LOS PECADOS DE QUE UNO SE HACE REO SIN COMETERLOS

El primero es mandar hacer algún mal. El que manda alguna cosa mala se hace reo de la maldad como si él mismo la cometiese, sin que por esto entendamos que los ejecutores queden inocentes, ni que en casos semejantes deban obedecer, pues sabido es que los superiores deben ser obedecidos solamente cuando lo que mandan puede hacerse sin pecar. La autoridad humana es una participación de la divina, o es un poder que Dios les ha dado. Primero debe obedecerse a Dios que prohíbe alguna cosa antes que a los que la mandan.
El segundo es aconsejar hacer mal. El que aconseja cualquier maldad, sea la que fuere, se hace reo de ella lo mismo que si la cometiese.
El tercero es consentir en el mal. Los que consienten, se complacen y deleitan en el mal que cometen otros se hacen reos de él como si ellos mismos lo cometiesen.
El cuarto es provocar al mal. Son reos y dignos de castigo los que provocan e instigan al mal, ora sea al robo, a la impureza o a cualquier otro.
El quinto es alabar lo malo. Se hacen reos de este delito aquellos padres y jefes que, sabiendo que sus hijos o empleados roban o estafan, no solo no los reprenden, sino que antes bien los aplauden y alaban.
El sexto es no impedir el mal pudiendo y debiendo. De semejante delito se hacen reos los que, teniendo autoridad o pudiendo, no impiden las maldades y en alguna manera consienten, según aquel principio: el que calla cuando debe hablar se juzga que consiente.
El séptimo es disimular el mal y permitirlo, conociendo o debiendo conocer que sucederá. ¡Cuántos padres se hacen culpables de los pecados que cometen sus hijos por no vigilarlos y estar siempre pendientes de ellos!
El octavo es participar del mal. De este delito se hacen reos los que reciben cosas robadas, que las compran sabiendo o sospechando que lo son, o recibiendo algo para disimular o hacer la vista gorda.
El noveno es defender lo malo. ¡Ay de los que pleitean injustamente y de los que protegen y favorecen a tales pleiteantes! Unos y otros se constituyen reos en el tribunal de Dios, en donde hasta las justicias quedarán juzgadas.

¿Por qué se dice que uno se hace reo de algunos pecados sin cometerlos? Porque con ellos es causa o cómplice en el mal que hacen otros.

martes, 4 de agosto de 2015

ORACIONES PARA LA SAGRADA COMUNIÓN: AFECTOS PARA DESPUÉS DE COMULGAR

   AFECTOS DE GRATITUD. ¡Oh Dios mío y amor mío! ¿Qué gracias te podré yo dar porque Tú, Rey de los reyes y Señor de los señores has querido hoy visitar mi alma y unirte a mí mediante la virtud inestimable de este Sacramento? ¿Qué te podrá dar una criatura tan pobre por dádiva tan rica? Porque no te contentaste con hacernos aquí partícipes de tu soberana Deidad, sino que también nos comunicaste tu Santa Humanidad, tu alma santísima y tu deífico Corazón, haciéndonos así partícipes de todos los tesoros y merecimientos que con esa misma carne y sangre nos ganaste. ¡Oh preciosa dádiva, mal conocida de los hombres y digna de ser agradecida con perpetuos loores!
   AFECTOS DE ADMIRACIÓN. Mas ¿qué te dimos, Señor, por que tal dádiva nos dieses? Ninguna cosa hubo a la verdad, de por medio, sino sola tu bondad. Porque así como a la bondad pertenece comunicarse, así a la suma bondad sumamente comunicarse; y de este modo lo hiciste Tú, pues en todo te diste a nosotros. Naciendo te diste por hermano; comiendo por mantenimiento, muriendo te das en precio, y reinando en galardón. Aquella santa Madre de tu Precursor llena del Espíritu Santo, cuando vio entrar por sus puertas a la Virgen, que dentro de sus entrañas te traía, espantada de tan gran maravilla exclamó, diciendo: ¿De dónde a mí tanto bien, que la Madre de mi Señor venga a mí? Con cuánta mayor razón podré exclamar: ¿De dónde a mí tan gran bien, que no la Madre de Dios, sino el mismo Dios y Señor de todo lo creado haya querido venir a mí? A mí que tanto tiempo fui morada de Satanás. A mí que tantas veces te ofendí. A mí que tantas veces te cerré la puerta y despedí de mí. ¿Por dónde merecía nunca más recibir a quien así deseché? Pues ¿de dónde a mí, Señor, que Tú, Rey de la gloria, cuyo trono es el cielo, cuyo estrado real es la tierra, cuyos ministros son los Ángeles, a quienes alaban las estrellas de la mañana y en cuyas manos están todos los fines de la tierra, hayas querido venir a un lugar de tan extraña bajeza? Y si de otra manera alguna me visitaras, todavía fuera esta una gran misericordia: más que Tú, Señor, hayas querido, no solo visitarme, sino entrar en mí, y morar y transformarme en Ti, y hacerme como una cosa contigo, por unión tan admirable, que la comparaste con aquella altísima unión que tienes con el Padre; para que así como el Padre está en Ti y Tú en Él, así el que te come esté en Ti y Tú en él, ¿qué cosa puede ser más admirable?
   AFECTOS DE PETICIÓN. No hay alabanzas que basten para celebrar las maravillas de este Misterio tan grande, que inventó tu amor infinito, ordenó tu sabiduría divina y llevó a cabo tu poder omnipotente. Por ellas te ensalcen los ángeles y santos del cielo por todos los siglos de los siglos.
   Dígnate pues ahora permitirme, por la virtud de este inefable Sacramento, unirme e incorporarme contigo, con tan apretado vínculo de caridad que ya no me separe más de tu amistad y gracia. Vayan lejos de mi alma las tinieblas del pecado, que no dejaban llegar a ella la luz de tu adorable presencia. Lejos sean de mí las vanidades del mundo y los placeres de la carne corruptible. Haz también, Señor, misericordia de todos los pecadores. Vuelve a tu Iglesia los herejes y cismáticos, alumbra a los infieles para que te conozcan, socorre a todos los que están puestos en necesidades y tribulaciones. ayuda a todos aquellos por quienes estoy obligado a rogarte: consuela a mis parientes, amigos, enemigos y bienhechores, ten misericordia de todos aquellos por quienes derramaste tu preciosa sangre. Da perdón y gracia a los vivos, y a los difuntos descanso y gloria perdurable. Amén.