Había un condesito, bueno como un ángel y noble como un rey, que era el orgullo y la esperanza de sus padres. Una educación brillante había perfeccionado los sentimientos de su corazón y las ideas de su mente, como perfecciona un barniz precioso los ricos tallados de una moldura. Le había inculcado su piadosa madre una profunda devoción a la Santísima Virgen, cuyo escapulario traía siempre consigo. Le llevaba cuando niño ante un altar de la Purísima, y le enseñaba a invocarla con el dulce nombre de Madre.
Así fue que el amor de esta Madre del cielo y el de su madre de la tierra crecieron juntos en el corazón del niño, unidos y enlazados como dos ángeles de salvación que hubieran de salvar al mismo navío. Profesaba a la Virgen aquel amor tierno y confiado que le inspiraba su madre; amaba a esta con aquel respeto y veneración santa que infundía en su corazón de niño la imagen de María.
Pasó la niñez con su inocencia y llegó la juventud con sus devaneos. El joven conde se separó de su madre para ir agregado a una Embajada a una corte extranjera. Su corazón, abierto como una rosa a todos los impulsos de la brisa, de nada desconfiaba; poco a poco trastornó su cabeza la lisonja, y corrompieron su corazón el ocio y la opulencia.
Una a una se ajaron entonces sus creencias, y uno a uno se marchitaron sus sentimientos, como una a una caen también las hojas del azahar, perdidas ya su fragancia y su blancura. Solo quedó en su corazón el recuerdo de su madre y el recuerdo de María, como queda en el fondo de la cala el lastre que salva a la nave del naufragio. Se arrodillaba todas las noches junto a su lecho al tiempo de acostarse, y rezaba tres Avemarías a la Virgen Santísima, acabando con esta popular oración, que, entre besos y caricias, le había enseñado su madre:
Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea
en tu graciosa belleza.
A ti, celestial Princesa,
Virgen sagrada María,
yo te ofrezco en este día
alma, vida y corazón.
Mírame con compasión.
¡No me dejes, Madre mía! "¡No me dejes, Madre mía!", repetía siempre al dormirse el infeliz conde, y una pena amarga y una angustia tristísima nacía entonces en su corazón y crecía y subía en él, como en las mareas del mar las olas amargas. ¡Era el remordimiento! Mas al día siguiente volvía a sus devaneos, deslizándose sin sentir por esa resbaladiza pendiente que del vicio conduce a la degradación, y de la degradación al crimen. Un día marchó a una gran partida de caza, acompañado por un amigo infame que le había perdido; les sorprendió en el campo una terrible tempestad, y hubieron de guarecerse en una venta. Se acostó el compañero, rendido por el cansancio, y el conde le imitó, después de rezar, con más vergüenza y amargura que nunca, su cotidiana oración a la Virgen. Le pareció a poco que veía entre sueños el tribunal terrible en que juzga Jesucristo las almas de los muertos. Una acababa de ser condenada, y era la de su amigo. Vio entonces cómo era la suya conducida por la conciencia al pie del tribunal supremo; vio también a su madre, que, postrada ante el Juez divino, pedía misericordia para el hijo de sus entrañas. Arrojó Luzbel, sonriendo, en la balanza eterna los innumerables pecados del conde, y el platillo bajó rápidamente hacia el abismo. Los ángeles se cubrieron el rostro con las alas; la madre lanzó un gemido de angustia; Luzbel, un grito de triunfo. El alma estaba perdida. Apareció entonces María con doce estrellas por corona y la plateada luna a sus plantas. Se postró al lado de la condesa en ademán de súplica, y colocó en el lado opuesto de la balanza las tres Avemarías rezadas por el conde. Mas no por esto cedió el platillo fatal de las maldades, y siguió, con persistencia horrible, inclinado hacia el abismo. Tomó entonces María las lágrimas que derramaba la condesa y las puso en el platillo de las buenas obras; mas este permaneció inmutable. Los ángeles gimieron de nuevo; la infeliz madre se cubrió el rostro con las manos, perdida ya toda esperanza. Volvió entonces María hacia el Juez divino sus ojos purísimos, y dos lágrimas que de ellos se desprendieron fueron a unirse en el platillo salvador con el llanto de la madre y la oración del hijo. La balanza cedió al punto. Las lágrimas de sus dos madres salvaron el alma del hijo extraviado. ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... Un trueno horrible despertó entonces al conde. A dos pasos de su lecho vio, inerte en el suyo y carbonizado por un rayo, el cadáver de su amigo.
Hoy hace 50 años recibí por primera vez a Jesús Sacramentado. Fue uno de los días más felices y señalados de mi vida. Mis padres y las monjas del colegio Nuestra Señora del Pilar de las Misioneras Siervas de San José de Málaga me educaron en la fe cristiana y lo menos que puedo hacer es dar testimonio de ella y hacer lo mismo con mi hijo. Cuando comulgo sé con toda seguridad que es Jesús el que entra en mí después del milagro de la transubstanciación. Me emociono y aprovecho para hablar con él, darle las gracias y pedirle que siempre me acompañe y me guíe por el buen camino.
Hoy es la festividad del Corpus Christi. Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
No me pidas que me recuerde. No trates de hacerme comprender. Déjame descansar. Hazme saber que estás conmigo. Abraza mi cuello y toma mi mano. Estoy triste, enfermo y perdido. Todo lo que sé es que te necesito. No pierdas paciencia conmigo, no jures, no grites, no llores. No puedo hacer nada con lo que me ocurre. Aun si trato de ser diferente no lo logro. Recuerda que te necesito, que lo mejor de mí ya partió. No me abandones, quédate a mi lado. Ámame, hasta el fin de mi vida.
Era un pueblo en el que vivían, frente a frente, un asceta y una prostituta. El asceta llevaba una vida de penitencia y rigor, apenas comiendo y durmiendo en una mísera choza. La mujer era visitada muy frecuentemente por hombres. Un día el asceta increpó a la prostituta:
-¿Qué forma de vida es la tuya, mujer perversa? Estás corrompida y corrompes a los demás. Insultas a Dios con tu comportamiento.
La mujer se sintió muy triste. En verdad deseaba llevar otra forma de vida, pero era muy difícil dadas sus condiciones. Aunque no podía cambiar su modo de conseguir unas monedas, se apenaba y lamentaba de tener que recurrir a la prostitución, y cada vez que era tomada por un hombre, dirigía su mente hacia el Divino. Por su parte, el asceta comprobó con enorme desagrado que la mujer seguía siendo visitada por toda clase de individuos. Adoptó la medida de coleccionar un guijarro por cada individuo que entrara en la casucha de la prostituta. Al cabo de un tiempo, tenía un buen montón de guijarros. Llamó a la prostituta y la recriminó:
-Mujer, eres terrible. ¿Ves estos guijarros? Cada uno de ellos suma uno de tus abominables pecados.
La mujer sintió gran tribulación.
Deseó profundamente que Dios la apartase de ese modo de vida, y, unas semanas después, la muerte se la llevaba. Ese mismo día, por designios del inexorable destino, también murió el asceta, y he aquí que la mujer fue conducida a las regiones de la luz sublime y el asceta a las de las densas tinieblas. Al observar dónde lo llevaban, el asceta protestó enérgica y furiosamente por la injusticia que Dios cometía con él. Un mensajero del Divino le explicó:
-Te quejas de ser conducido a las regiones inferiores a pesar de haber gastado tu vida en austeridades y penitencias, y de que, en cambio, la mujer haya sido conducida a las regiones de la luz. Pero, ¿es que no comprendes que somos aquello que cosechamos? Echa un vistazo a la tierra.
Allí yace tu cuerpo, rociado de perfume y cubierto de pétalos de rosa, honrado por todos, cortejado por músicos y plañideras, a punto para ser incinerado con todos los honores. En cambio, mira el cuerpo de la prostituta, abandonado a los buitres y chacales, ignorado por todos y por todos despreciado. Pero, sin embargo, ella cultivó pureza y elevados ideales para su corazón pensando en Dios constantemente, y tú, por el contrario, de tanto mirar el pecado, teñiste tu alma de impurezas. ¿Comprendes, pues, por qué cada uno vais a una región tan diferente?
Padre Santo, en el nombre de Jesucristo y con la intercesión de la Santísima Virgen María, de San José, de los santos ángeles y de todos los santos, te presentamos a los enfermos en el alma, en la mente, en el cuerpo y en el espíritu y te pedimos para todos ellos y también para nosotros que nos sanes. Todo te lo pedimos de acuerdo a tu santa voluntad, Padre Santo, en el nombre de Jesús y por los méritos de su divina infancia, por su sangre preciosa, por sus santas llagas y por su resurrección. Que todo sea para tu gloria. Creemos en tu poder y te pedimos, oh buen Jesús, que la fuerza del Espíritu Santo sea liberada ahora y que todos seamos curados.
En el nombre de Jesús y con la intercesión de María, Rosa Mística, de los santos ángeles, de todos los santos y de las benditas ánimas del Purgatorio, te pedimos Padre Santo que nos sanes de toda herida profunda en nuestros corazones, de todo resentimiento y rechazo, de toda carencia de amor, de depresión y de soledad, de toda carencia afectiva, de toda frustración, fracaso, complejo y trauma, de odios, de divisiones, de envidia, de hipocresía, de ira, de rabia, (especialmente de...). Llena Señor en nosotros cualquier vacío que pudiera existir con tu presencia santa y danos tu ternura.Danos tu libertad y tu amor. Danos tu paz. En el nombre de Jesús y con la intercesión de nuestra Madre Celestial María, Madre de la Iglesia, de los santos ángeles y de todos los santos del cielo, te pedimos, Padre Santo, que nos sanes de cualquier vicio que pudiéramos tener (especialmente de...), sánanos de todo miedo, temor, nerviosismo, angustia, ansiedad, inseguridad, orgullo y soberbia. Sánanos de depresión, psicosis, obsesiones, de toda inestabilidad emocional y mental, decepción, desengaño, amargura, de rebeldía, de toda idolatría y superstición, de toda enfermedad mental, y de cualquier falta de perdón. En el nombre de Jesús y con la intercesión de la Santísima Virgen María, de los santos ángeles, de todos los santos y de las benditas ánimas del Purgatorio, te pedimos, Padre Santo, que nos sanes físicamente de toda enfermedad conocida o desconocida, de toda enfermedad curable o incurable (especialmente de...). Gracias, Padre Santo, por escuchar nuestras plegarias. Sabemos que Tú estás actuando con tu poder y que todo lo puedes. Señor, en Ti confiamos y en Ti esperamos. Te damos gracias por todo lo que has hecho, por lo que estás haciendo y por lo que seguirás haciendo en nuestras vidas.
1) Madre Auxiliadora, auxilio de los cristianos, la gracia que necesito la pongo en tus benditas manos. Tú que sabes mis pesares, pues todos te los confío, da la paz a los turbados y alivio al corazón mío. Y aunque tu amor no merezco, no recurriré a Ti en vano, pues eres la Madre de Dios y auxilio de los cristianos. Por eso, con fe y confianza, humilde y arrepentido, lleno de amor y esperanza, este favor yo te pido (pedir la gracia que se desea y rezar tres avemarías).
2) Necesitando un favor especial y confiando en tu bondad a Ti recurro, poderoso auxilio de los cristianos. Conocedor de las innumerables gracias que diariamente concedes a tus devotos, he puesto siempre en Ti toda mi confianza; y hoy, humildemente postrado a tus plantas, te suplico con todo el fervor de mi alma remedies mi necesidad (pedir la gracia que se desea obtener). Bien sé, Madre querida, que yo no merezco nada, y aun temo que mis culpas sean un obstáculo a tu bondad, mas Tú puedes, dulcísima Señora, sacarme de este lastimoso estado y hacer que sirva con fidelidad a Ti y a tu divino Hijo, a fin de que yo también pueda experimentar la maravillosa eficacia de tu santo Auxilio.
Señor Jesús, que viviste en familia con María y José, hoy quiero pedirte por mi familia, para que te hagas presente en ella y seas su Señor y Salvador. Bendice a mis seres queridos con tu poder infinito, protégelos de todo mal y de todo peligro. No permitas que nada ni nadie les haga daño y dales salud en el cuerpo y en el alma. (Se pide la gracia que se desea alcanzar para la propia familia). Te necesitamos, Jesús, entre nosotros. Llena nuestro hogar de tu paz, de tu alegría, de tu cariño. Derrama tu amor para que sepamos dialogar, entendernos, ayudarnos, para que aprendamos a acompañarnos y a sostenernos en el duro camino de la vida. Danos pan y trabajo. Enséñanos a cuidar lo que tenemos y a compartirlo con los demás. Tómame a mí como instrumento, Jesús, para que llegue a los míos tu luz y tu poder, para que te conozcan y te amen cada día más. Dame la palabra justa en el momento oportuno, y enséñame lo que tengo que hacer por ellos en cada momento. También quiero darte gracias, Jesús, por mis seres queridos, por los momentos lindos que pasamos, y por las cosas buenas que tenemos.
María, Madre buena, tu presencia también nos hace falta. No nos dejes faltar tu ternura y tu protección. San José, ayúdame a educar correctamente a mis hijos para que nunca pierdan la fe y sean siempre dichosos y dignos de alcanzar el cielo que tu Hijo nos prometió.
Jesús, José y María, preciosa comunidad de Nazaret, ayúdennos a vivir en familia. Amén.
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén.
Oh, María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y guiadme a la patria celestial.
Con el ángel de María, las grandezas celebrad, transportados de alegría sus finezas publicad.
Oh, María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y guiadme a la patria celestial.
Salve, Júbilo del cielo, del Excelso dulce imán; salve, hechizo de este suelo, triunfadora de Satán. Oh, María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y guiadme a la patria celestial. Quien a ti ferviente clama, halla alivio en el pesar, pues tu nombre luz derrama, gozo y bálsamo sin par. Oh, María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y guiadme a la patria celestial. De sus gracias tesorera la nombró tu Redentor; con tal Madre y Medianera, nada temas, pecador. Oh, María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y guiadme a la patria celestial. Pues te llamo con fe viva, muestra oh Madre tu bondad; a mí vuelve compasiva tu mirada de piedad.
Oh, María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y guiadme a la patria celestial. Hijo fiel quisiera amarte, y por ti no más vivir; y por premio de ensalzarte, ensalzándote morir. Oh, María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y guiadme a la patria celestial. Del Eterno las riquezas por ti logre disfrutar; y contigo sus finezas para siempre publicar. Oh, María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y guiadme a la patria celestial.
Había una vez una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.
Pero… un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba lleno de ratas!
Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además… Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas, y hasta pretendían trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.
¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!
…Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa, fueron a congregarse frente al Ayuntamiento.
¡Qué exaltados estaban todos!
No hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.
-¡Abajo el alcalde! – gritaban unos.
-¡Ese hombre es un pelele! – decían otros.
-¡Que los del Ayuntamiento nos den una solución! – exigían los de más allá.
Con las mujeres la cosa era peor.
– Pero, ¿qué se creen? – vociferaban -. ¡Busquen el modo de librarnos de la plaga de las ratas! ¡O hallan el remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!
Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo.
¿Qué hacer?
Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga.
Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
-¡Lo que yo daría por una buena ratonera!
Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.
-¡Dios nos ampare! – gritó el alcalde, lleno de pánico -. Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
-¡Pase adelante el que llama! – vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror.
Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar.
Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.
Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo.
El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
– Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo.
Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico.
En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con rayas amarillas, de la que pendía una flauta.
También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras.
El flautista continuó hablando así:
– Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa, de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras.
Ahora bien, si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines?
-¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero.
Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento.
De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.
Arrancó tres vivísimas notas de la flauta.
Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo estruendoso.
¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas.
Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.
Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo.
Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia.
Una vez allí contó lo que había sucedido.
– Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: “¡Anda, atrévete!” Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás.
¡Gracias a mi fortaleza me he salvado!
Esto asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus agujeros.
Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.
¡Había que ver a las gentes de Hamelin!
Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.
El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos:
-¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas!
Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.
El flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
– Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.
¡Mil florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines!
El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando mientras mandoteaba.
¿Quién pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?
-¿Mil florines… ?- dijo el alcalde -. ¿Por qué?
– Por haber ahogado las ratas – respondió el flautista.
-¿Que tú has ahogado las ratas? – exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales -. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas… ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos…! Toma cincuenta.
El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas.
-¡No diga más tonterías, alcalde! – exclamó -. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!
-¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? – dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañado y estafado al flautista.
Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era cierta.
El flautista advirtió muy serio:
-¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi flauta de modo muy diferente.
Tales palabras enfurecieron al alcalde.
-¿Cómo se entiende? – bramó -. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?
El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo.
Así que siguió vociferando:
-¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!
-¡Se arrepentirán!
-¿Aun sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor -. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!
El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.
Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido hacer sonar.
Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía.
Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.
Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas.
El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también.
Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños.
No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del flautista.
Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta camino del río.
¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!
Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la menuda tropa.
Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.
-¡Nunca podrá cruzar esa intrincada cumbre! – se dijeron las personas mayores -.
Además, el cansancio le hará soltar la flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo.
Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta.
Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas.
A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.
Y lo hallaron triste y cariacontecido.
Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:
-¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista con su música, si le seguía; pero no pude.
-¿Y qué les prometía? – preguntó su padre, curioso.
– Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.
– Entonces, si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?
– No pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño -. Cesó la música y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo.
¡Pobre ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!
El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de que volviese trayendo los niños.
Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!
Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a los niños lo titularon Calle del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril, perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del sitio.
Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.