Había un condesito, bueno como un ángel y noble como un rey, que era el orgullo y la esperanza de sus padres. Una educación brillante había perfeccionado los sentimientos de su corazón y las ideas de su mente, como perfecciona un barniz precioso los ricos tallados de una moldura. Le había inculcado su piadosa madre una profunda devoción a la Santísima Virgen, cuyo escapulario traía siempre consigo. Le llevaba cuando niño ante un altar de la Purísima, y le enseñaba a invocarla con el dulce nombre de Madre.
Así fue que el amor de esta Madre del cielo y el de su madre de la tierra crecieron juntos en el corazón del niño, unidos y enlazados como dos ángeles de salvación que hubieran de salvar al mismo navío. Profesaba a la Virgen aquel amor tierno y confiado que le inspiraba su madre; amaba a esta con aquel respeto y veneración santa que infundía en su corazón de niño la imagen de María.
Pasó la niñez con su inocencia y llegó la juventud con sus devaneos. El joven conde se separó de su madre para ir agregado a una Embajada a una corte extranjera. Su corazón, abierto como una rosa a todos los impulsos de la brisa, de nada desconfiaba; poco a poco trastornó su cabeza la lisonja, y corrompieron su corazón el ocio y la opulencia.
Una a una se ajaron entonces sus creencias, y uno a uno se marchitaron sus sentimientos, como una a una caen también las hojas del azahar, perdidas ya su fragancia y su blancura. Solo quedó en su corazón el recuerdo de su madre y el recuerdo de María, como queda en el fondo de la cala el lastre que salva a la nave del naufragio. Se arrodillaba todas las noches junto a su lecho al tiempo de acostarse, y rezaba tres Avemarías a la Virgen Santísima, acabando con esta popular oración, que, entre besos y caricias, le había enseñado su madre:
Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea
en tu graciosa belleza.
A ti, celestial Princesa,
Virgen sagrada María,
yo te ofrezco en este día
alma, vida y corazón.
Mírame con compasión.
¡No me dejes, Madre mía!
"¡No me dejes, Madre mía!", repetía siempre al dormirse el infeliz conde, y una pena amarga y una angustia tristísima nacía entonces en su corazón y crecía y subía en él, como en las mareas del mar las olas amargas. ¡Era el remordimiento!
Mas al día siguiente volvía a sus devaneos, deslizándose sin sentir por esa resbaladiza pendiente que del vicio conduce a la degradación, y de la degradación al crimen. Un día marchó a una gran partida de caza, acompañado por un amigo infame que le había perdido; les sorprendió en el campo una terrible tempestad, y hubieron de guarecerse en una venta. Se acostó el compañero, rendido por el cansancio, y el conde le imitó, después de rezar, con más vergüenza y amargura que nunca, su cotidiana oración a la Virgen.
Le pareció a poco que veía entre sueños el tribunal terrible en que juzga Jesucristo las almas de los muertos. Una acababa de ser condenada, y era la de su amigo. Vio entonces cómo era la suya conducida por la conciencia al pie del tribunal supremo; vio también a su madre, que, postrada ante el Juez divino, pedía misericordia para el hijo de sus entrañas.
Arrojó Luzbel, sonriendo, en la balanza eterna los innumerables pecados del conde, y el platillo bajó rápidamente hacia el abismo. Los ángeles se cubrieron el rostro con las alas; la madre lanzó un gemido de angustia; Luzbel, un grito de triunfo. El alma estaba perdida.
Apareció entonces María con doce estrellas por corona y la plateada luna a sus plantas. Se postró al lado de la condesa en ademán de súplica, y colocó en el lado opuesto de la balanza las tres Avemarías rezadas por el conde. Mas no por esto cedió el platillo fatal de las maldades, y siguió, con persistencia horrible, inclinado hacia el abismo.
Tomó entonces María las lágrimas que derramaba la condesa y las puso en el platillo de las buenas obras; mas este permaneció inmutable. Los ángeles gimieron de nuevo; la infeliz madre se cubrió el rostro con las manos, perdida ya toda esperanza. Volvió entonces María hacia el Juez divino sus ojos purísimos, y dos lágrimas que de ellos se desprendieron fueron a unirse en el platillo salvador con el llanto de la madre y la oración del hijo.
La balanza cedió al punto. Las lágrimas de sus dos madres salvaron el alma del hijo extraviado.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Un trueno horrible despertó entonces al conde. A dos pasos de su lecho vio, inerte en el suyo y carbonizado por un rayo, el cadáver de su amigo.
"¡No me dejes, Madre mía!", repetía siempre al dormirse el infeliz conde, y una pena amarga y una angustia tristísima nacía entonces en su corazón y crecía y subía en él, como en las mareas del mar las olas amargas. ¡Era el remordimiento!
Mas al día siguiente volvía a sus devaneos, deslizándose sin sentir por esa resbaladiza pendiente que del vicio conduce a la degradación, y de la degradación al crimen. Un día marchó a una gran partida de caza, acompañado por un amigo infame que le había perdido; les sorprendió en el campo una terrible tempestad, y hubieron de guarecerse en una venta. Se acostó el compañero, rendido por el cansancio, y el conde le imitó, después de rezar, con más vergüenza y amargura que nunca, su cotidiana oración a la Virgen.
Le pareció a poco que veía entre sueños el tribunal terrible en que juzga Jesucristo las almas de los muertos. Una acababa de ser condenada, y era la de su amigo. Vio entonces cómo era la suya conducida por la conciencia al pie del tribunal supremo; vio también a su madre, que, postrada ante el Juez divino, pedía misericordia para el hijo de sus entrañas.
Arrojó Luzbel, sonriendo, en la balanza eterna los innumerables pecados del conde, y el platillo bajó rápidamente hacia el abismo. Los ángeles se cubrieron el rostro con las alas; la madre lanzó un gemido de angustia; Luzbel, un grito de triunfo. El alma estaba perdida.
Apareció entonces María con doce estrellas por corona y la plateada luna a sus plantas. Se postró al lado de la condesa en ademán de súplica, y colocó en el lado opuesto de la balanza las tres Avemarías rezadas por el conde. Mas no por esto cedió el platillo fatal de las maldades, y siguió, con persistencia horrible, inclinado hacia el abismo.
Tomó entonces María las lágrimas que derramaba la condesa y las puso en el platillo de las buenas obras; mas este permaneció inmutable. Los ángeles gimieron de nuevo; la infeliz madre se cubrió el rostro con las manos, perdida ya toda esperanza. Volvió entonces María hacia el Juez divino sus ojos purísimos, y dos lágrimas que de ellos se desprendieron fueron a unirse en el platillo salvador con el llanto de la madre y la oración del hijo.
La balanza cedió al punto. Las lágrimas de sus dos madres salvaron el alma del hijo extraviado.
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Un trueno horrible despertó entonces al conde. A dos pasos de su lecho vio, inerte en el suyo y carbonizado por un rayo, el cadáver de su amigo.
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