domingo, 18 de agosto de 2013

TESTIMONIO DE CATALINA RIBAS SOBRE LA SANTA MISA




Era la vigilia del día de la Anunciación y los componentes de nuestro grupo


habíamos ido a confesarnos. Algunas de las señoras del grupo de oración no alcanzaron a


hacerlo y dejaron su confesión para el día siguiente antes de la Santa Misa.

Cuando llegué al día siguiente a la iglesia un poco atrasada, el señor arzobispo y los

sacerdotes ya estaban saliendo al presbiterio. Dijo la Virgen con aquella voz tan suave y

femenina que a una le endulza el alma:

—Hoy es un día de aprendizaje para ti y quiero que prestes mucha atención, porque

de lo que seas testigo hoy, todo lo que vivas en este día, tendrás que compartirlo a la

humanidad.

Me quedé sobrecogida sin entender, pero procurando estar muy atenta.

Lo primero que percibí es que había un coro de voces muy hermosas que cantaban

como si estuviesen lejos. En momentos se acercaban y luego las voces se alejaban;

producían una música como la del sonido del viento.

El señor arzobispo empezó la Santa Misa y al llegar a la oración penitencial dijo la

Santísima Virgen:

—Desde el fondo de tu corazón pide perdón al Señor por todas tus culpas, por

haberlo ofendido, así podrás participar dignamente de este privilegio que es asistir a la

Santa Misa.

Seguramente que por una fracción de segundo pensé: «Pero si estoy en gracia de

Dios... Me acabo de confesar anoche». Ella contestó:

—¿Y crees que desde anoche no has ofendido al Señor? Déjame que Yo te recuerde

algunas cosas. Cuando salías para venir aquí, la persona que te ayuda se acercó para pedirte

algo y como estabas retrasada y con prisas, le contestaste de malas maneras. Eso ha sido

una falta de caridad por tu parte. ¿Y dices que no has ofendido a Dios? De camino hacia

aquí un autobús se ha atravesado en tu camino y casi te choca. Te expresaste en forma poco

conveniente contra ese pobre hombre, en lugar de venir haciendo tus oraciones,

preparándote para la Santa Misa... Has faltado a la caridad y has perdido la paz, la

paciencia. ¿Y dices no haber lastimado al Señor? Has llegado en el último momento,

cuando ya la procesión de los celebrantes está saliendo para celebrar la misa... Y vas a

participar en ella sin una previa preparación...

—Ya, Madre mía. Ya no me digas más... No me recuerdes más cosas porque me

voy a morir de tristeza y vergüenza —contesté.

—¿Por qué tienen que llegar en el último momento? Ustedes deberían estar antes

para poder hacer una oración y pedir al Señor que envíe Su Santo Espíritu, que les otorgue

un espíritu de paz que eche fuera al espíritu del mundo, las preocupaciones, los problemas y

las distracciones para ser capaces de vivir este momento tan sagrado. Pero llegan casi al

comenzar la misa, y participan como si participaran en un evento cualquiera, sin ninguna

preparación espiritual. ¿Por qué? Es el milagro más grande, van a vivir el momento de

regalo más grande de parte del Altísimo y no lo saben apreciar.

Era bastante. Me sentía tan mal que tuve más que suficiente para pedir perdón a

Dios, no solamente por las faltas de ese día, sino por todas las veces que, como muchísimas

otras personas, esperé a que terminara la homilía del sacerdote para entrar en la iglesia. Por

las veces que no supe o me negué a comprender lo que significaba estar allí, por las veces

que tal vez habiendo estado mi alma llena de pecados más graves, me había atrevido a

participar de la Santa Misa. Era día de fiesta y debía recitarse el gloria. Dijo Nuestra

Señora:

—Glorifica y bendice con todo tu amor a la Santísima Trinidad en tu

reconocimiento como criatura suya.

¡Qué distinto fue aquel gloria! De pronto me veía en un lugar lejano, lleno de luz

ante la presencia majestuosa del trono de Dios, y con cuánto fervor fui agradeciendo al

repetir: «Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos; te

damos gracias, Señor, Dios Rey Celestial, Dios Padre Todopoderoso...». Y evoqué el rostro

paternal del Padre lleno de bondad... «Señor, Hijo único Jesucristo, Señor Dios, Cordero de

Dios, Hijo del Padre, Tú que quitas el pecado del mundo». Y Jesús estaba delante de mí,

con ese rostro lleno de ternura y misericordia. Y entonces pedí: «Señor: líbrame de todo

espíritu malo, mi corazón te pertenece, Señor mío envíame tu paz para conseguir el mejor

provecho de esta Eucaristía y que mi vida dé sus mejores frutos. Espíritu Santo de Dios,

transfórmame, actúa en mí, guíame... ¡Oh Dios, dame los dones que necesito para servirte

mejor!».

Llegó el momento de la liturgia de la palabra y la Virgen me hizo repetir: «Señor,

hoy quiero escuchar Tu Palabra y producir fruto abundante. Que tu Santo Espíritu limpie el

terreno de mi corazón para que tu Palabra crezca y se desarrolle, purifica mi corazón para

que esté bien dispuesto».

La Virgen me dijo:

—Quiero que estés atenta a las lecturas y a toda la homilía del sacerdote. Recuerda

que la Biblia dice que la Palabra de Dios no vuelve sin haber dado fruto. Si estás atenta,

quedará algo en ti de todo lo que escuches. Debes tratar de recordar todo el día esas

palabras que dejaron huella en ti. Serán dos frases unas veces; otras será la lectura del

Evangelio entera. Tal vez solo una palabra... Deberás paladear el resto del día y eso hará

carne en ti, porque ésa es la manera de transformar la vida, haciendo que la Palabra de Dios

lo transforme a uno. Y ahora dile al Señor que estás aquí para escuchar lo que quieres que

Él diga hoy a tu corazón».

Nuevamente agradecí a Dios por darme la oportunidad de escuchar su Palabra y le

pedí perdón por haber tenido el corazón tan duro por tantos años y haber enseñado a mis

hijos que deberían ir a Misa solo los domingos, porque así lo mandaba la Iglesia, no por

amor ni por necesidad de llenarse de Dios... Yo que había asistido a tantas Eucaristías, más

por compromiso que por otra cosa y con ello creía estar salvada. De vivirla, ni soñar; de

poner atención en las lecturas y la homilía del sacerdote, menos... ¡Cuánto dolor sentí por

tantos años de pérdida inútil, por mi ignorancia! ¡Cuánta superficialidad en las misas a las

que asistimos porque es una boda, una misa de funeral o porque tenemos que hacernos ver

con la sociedad! ¡Cuánta ignorancia sobre nuestra Iglesia y sobre los sacramentos! ¡Cuánto

desperdicio en querer instruirnos y culturizarnos en las cosas del mundo, que en un

momento pueden desaparecer sin quedarnos nada, y que al final de la vida no nos sirven ni

para alargar un minuto nuestra existencia! Y sin embargo, de aquello que va a ganarnos un

poco de cielo en la tierra y luego la vida eterna, no sabemos nada... ¡Y nos queremos llamar

cultos!

Un momento después llegó el ofertorio, y la Santísima Virgen dijo. «Reza así...».

Yo la seguía: «Señor, te ofrezco todo lo que soy, lo que tengo, lo que puedo, todo lo pongo

en Tus manos. Edifica Tú, Señor, con lo poco que soy. Por los méritos de tu Hijo,

transfórmame, Dios Altísimo. Te pido por mi familia, por mis bienhechores, por cada

miembro de nuestro apostolado, por todas las personas que nos combaten, por aquellos que

se encomiendan a mis pobres oraciones... Enséñame a poner mi corazón en el suelo para

que su caminar sea menos duro. Así oraban los santos, así quiero que lo hagáis».

[...]

De pronto empezaron a ponerse de pie unas figuras que no había visto antes. Era

como si del lado de cada persona que estaba en la catedral saliera otra persona y aquello se

llenó de unos personajes jóvenes, hermosos. Iban vestidos con túnicas muy blancas y

fueron saliendo hasta el pasillo central dirigiéndose hacia el altar. Dijo nuestra Madre:

—Observa: son ángeles de la guarda de cada una de las personas que están aquí. Es

el momento en que su ángel de la guarda lleve sus ofrendas y peticiones ante el altar del

Señor.

En aquel momento estaba completamente asombrada porque esos seres tenían

rostros tan hermosos, tan radiantes como no puede uno imaginarse. Lucían unos rostros

muy bellos, casi femeninos, sin embargo la complexión de su cuerpo, sus manos, su

estatura, eran de hombre. Los pies desnudos no pisaban el suelo, sino que iban como

deslizándose, como resbalando. Aquella procesión era muy hermosa. Algunos de ellos

sujetaban como una fuente de oro con algo que brillaba mucho con una luz blanca-dorada.

Dijo la Virgen:

—Son los ángeles de la guarda de las personas que están ofreciendo esta Santa Misa

por muchas intenciones, aquellas personas que están conscientes de lo que significa esta

celebración, aquellas que tienen algo que ofrecer al Señor... Ofrezcan en este momento...

Ofrezcan sus penas, sus dolores, sus ilusiones, sus tristezas, sus alegrías, sus peticiones.

Recuerden que la misa tiene un valor infinito, por lo tanto sean generosos en ofrecer y en

pedir.

Detrás de los primeros ángeles venían otros que no sujetaban nada en las manos, las

llevaban vacías. Dijo la Virgen:

—Son los ángeles de las personas que estando aquí no ofrecen nada, que no tienen

interés en vivir cada momento litúrgico de la misa y no tienen ofrecimientos que llevar ante

el altar del Señor.

En último lugar iban otros ángeles que estaban medio tristones, con las manos

juntas en oración pero con la mirada baja.

—Son los ángeles de la guarda de las personas que estando aquí, no están, es decir:

de las personas que han venido forzadas, que han venido por compromiso, pero sin ningún

deseo de participar de la Santa Misa y los ángeles van tristes porque no tienen qué llevar

ante el altar, salvo sus propias oraciones. No entristezcan al su ángel de la guarda... Pidan

mucho, pidan por la conversión de los pecadores, por la paz en el mundo, por sus

familiares, sus vecinos, por quienes se encomiendan a sus oraciones. Pidan, pidan mucho,

pero no solo por ustedes, sino por los demás también. Recuerden que el ofrecimiento que

más agrada al Señor es cuando se ofrecen ustedes mismos como holocausto, para que Jesús,

al bajar, los transforme por sus propios méritos. ¿Qué tienen que ofrecer al Padre por sí

mismos? La nada y el pecado, pero al ofrecerse unidos a los méritos de Jesús, aquel

ofrecimiento es grato al Padre.

Aquel espectáculo, aquella procesión era tan hermosa que difícilmente podría

compararse a otra. Todas aquellas criaturas celestiales haciendo una reverencia ante el altar,

unas dejando su ofrenda en el suelo, otras postrándose de rodillas con la frente casi en el

suelo y después de llegar allá, desaparecían de mi vista.

Llegó el momento final del Prefacio y cuando la asamblea decía: «Santo, santo,

santo...», de pronto todo lo que estaba detrás del los celebrantes desapareció. Del lado

izquierdo del señor arzobispo hacía atrás en forma diagonal aparecieron miles de ángeles

pequeños, grandes, otros con alas inmensas, con alas pequeñas... todos vestidos con unas

túnicas como las albas blancas de los sacerdotes o monaguillos. Todos se arrodillaban con

las manos unidas en oración y en reverencia inclinaban la cabeza. Se escuchaba una música

preciosa, como si fueran muchísimos coros con distintas voces y todos decían al unísono

junto el pueblo: «Santo, santo, santo...». Había llegado el momento de la consagración, el

momento del más maravilloso de los milagros... Del lado derecho del arzobispo hacia atrás

en forma también diagonal, una multitud de personas iban vestidas con la misma túnica

pero en colores pastel: rosa, verde, celeste, lila, amarillo... En fin, de distintos colores muy

suaves. Sus rostros también eran brillantes, llenos de gozo, parecían tener todos la misma

edad. Se podía apreciar (y no puedo decir por qué) que había gente de distintas edades, pero

todos parecían igual en las caras, sin arrugas, felices. Todos se arrodillaban también ante el

canto de «santo, santo, santo es el Señor...».

Dijo Nuestra Señora:

—Son todos los santos y bienaventurados del cielo y entre ellos, también están las

almas de los familiares de ustedes que gozan ya de la presencia de Dios.

Entonces la vi. Allá justamente a la derecha del señor arzobispo, un paso detrás del

celebrante, estaba un poco suspendida del suelo, arrodillada sobre unas telas muy finas,

transparentes pero a la vez luminosas, como agua cristalina, la Santísima Virgen con las

manos unidas, mirando atenta y respetuosamente al celebrante. Me hablaba desde allá, pero

silenciosamente, directamente al corazón sin mirarme.

—¿Te llama la atención verme un poco más atrás del monseñor, verdad? Así debe

ser... Con todo lo que me ama Mi Hijo, no me hada dado la dignidad que da a un sacerdote

de poder traerlo entre mis manos diariamente, como lo hacen las manos sacerdotales. Por

ellos siento tan profundo respeto y por todo el milagro que Dios realiza a través suyo, que

me obliga a arrodillarme aquí.

¡Dios mío, cuánta dignidad, cuánta gracia derrama el Señor sobre las almas

sacerdotales y ni nosotros, ni tal vez muchos de ellos somos conscientes! Delante del altar

empezaron a salir unas sombras de personas de color gris que levantaban las manos hacia

arriba. Dijo la Virgen Santísima:

—Son las almas benditas del purgatorio que están a la espera de las oraciones de

ustedes para refrescarse. No dejen de rezar por ellas. Piden por ustedes, pero no pueden

pedir por ellas mismas, son ustedes quienes tienen que pedir por ellas para ayudarlas a salir

para encontrarse con Dios y gozar eternamente de Él. Ya lo ves, aquí estoy todo el tiempo...

La gente hace peregrinaciones y busca los lugares de mis apariciones, y está bien por todas

las gracias que allá reciben, pero en ninguna aparición, en ninguna parte estoy más tiempo

presente que en la Santa Misa. Al pie del altar donde se celebra la Eucaristía, siempre me

van a encontrar; al pie del sagrario permanezco Yo con los ángeles, porque estoy siempre

con Él.

Ver ese rostro hermoso de la Madre en aquel momento «santo», al igual que todos

ellos, con el rostro resplandeciente, con las manos juntas en espera de aquel milagro que se

repite continuamente, era estar en el mismo cielo. Y pensar que hay gente, que hay

personas que podemos estar en ese momento distraídas, hablando... Que se quedan de pie,

cruzando los brazos, como si nada hubiera ante ellos en ese momento.

Dijo la Virgen:

—Dile al ser humano que nunca un hombre es más hombre que cuando dobla las

rodillas ante Dios.

El celebrante dijo las palabras de la consagración. Era una persona de estatura

normal, pero de pronto empezó a crecer, a volverse lleno de luz sobrenatural entre blanca y

dorada que lo envolvía y se centraba muy fuerte en la parte del rostro, de modo que no

podía ver sus rasgos. Cuando levantaba la Forma vi sus manos y tenían unas marcas en el

dorso de las cuales salía mucha luz. ¡Era Jesús! Era Él que con su Cuerpo envolvía al del

celebrante como si rodeara amorosamente las manos del señor arzobispo. En ese momento

la Sagrada Forma comenzó a crecer y crecer enorme, y en ella el rostro maravilloso de

Jesús mirando hacia su pueblo. Por instinto quise bajar la cabeza y dijo Nuestra Señora:

—No agaches la mirada, levanta la vista, contémplalo, cruza tu mirada con la suya y

repite la oración de Fátima: Señor, yo creo, adoro, espero y te amo; te pido perdón por los

que no creen, no adoran, no esperan y no te aman. Perdón y misericordia... Ahora dile

cuánto le amas, rinde tu homenaje al Rey de Reyes.

Se lo dije. Parecía que solo a mí me miraba desde la Sagrada Forma, pero supe que

así contemplaba a cada persona, lleno de amor... Luego bajé la cabeza hasta tener la frente

en el suelo, como hacían los ángeles y bienaventurados del cielo. Por fracción de un

segundo tal vez, pensé qué era aquello que Jesús tomara el cuerpo del celebrante y al

mismo tiempo que estuviera en la Hostia Sagrada, que al bajarla el celebrante se volvía

nuevamente pequeña. Tenía yo las mejillas llenas de lágrimas y no podía salir de mi

asombro. Inmediatamente monseñor dijo las palabras de la consagración del vino y junto a

sus palabras, empezaron unos relámpagos en el cielo y en el fondo. No había techo en la

iglesia ni paredes; todo había desparecido y quedaba como luz solo aquel resplandor

brillante del altar. De pronto suspendido en el aire vi a Jesús crucificado, de la cabeza a la

parte baja del pecho. El tronco transversal de la cruz estaba sostenido por unas manos

grandes, fuertes. De en medio de aquel resplandor se desprendió una lucecita como de una

paloma muy pequeña, pero muy brillante. Dio una vuelta velozmente por toda la iglesia y

se fue a posar en el hombro izquierdo del señor arzobispo, que seguía siendo Jesús, porque

podía distinguir su melena y sus llagas luminosas, su cuerpo grande, pero no podía ver su

rostro...

Arriba, Jesús crucificado estaba con el rostro caído sobre el lado derecho del

hombro. Podía contemplar el rostro y los brazos golpeados y descarnados. En el costado

derecho tenía una herida, en el pecho, y salía sangre a borbotones hacia la izquierda, y

hacia la derecha pienso que agua, pero muy brillante; más bien eran chorros de luz que iban

dirigiéndose hacia los fieles moviéndose hacia derecha e izquierda. ¡Me asombraba la

cantidad de sangre que fluía hacia el Cáliz! ¡Pensé que iba a resbalar y manchar todo el

altar!, pero no cayó una sola gota... En ese momento dijo la Virgen:

—Éste es el milagro de los milagros; te lo he repetido, para el Señor no existe ni

tiempo, ni distancia y en el momento de la consagración toda la asamblea es trasladada al

pie del calvario en el instante de la crucifixión de Jesús.

¿Puede alguien imaginarse eso? Nuestros ojos no lo pueden ver, pero todos estamos

allá, en el momento en el que a Él lo están crucificando y está pidiendo perdón al Padre, no

solamente por quienes lo matan, sino por cada uno de nuestros pecados. A partir de aquel

día no me importa si me toman por loca, pero pido a todos que se arrodillen, que traten de

vivir con el corazón y toda la sensibilidad de que son capaces aquel privilegio que el Señor

nos concede. Cuando íbamos a rezar el padrenuestro, habló el Señor por primera vez

durante la celebración y dijo:

—Aguarda, quiero que ores con la mayor profundidad que seas capaz y que en este

momento traigas a tu memoria a la persona o personas que más daño te hayan ocasionado

durante tu vida, para que las abraces junto a tu pecho y les digas de todo corazón: «En el

nombre de Jesús yo te perdono y te deseo la paz. En el nombre de Jesús te pido perdón y te

deseo mi paz». Si esa persona merece la paz, la va a recibir y le hará mucho bien; si esa

persona no es capaz de abrirse a la paz, esa paz volverá a tu corazón. Pero no quiero que

recibas y des la paz a otras personas cuando no eres capaz de perdonar y sentir esa paz

primero en tu corazón. Cuidado con lo que hacen. Ustedes repiten en el padrenuestro:

perdónanos así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Si ustedes son capaces

de perdonar y no olvidan, como dicen algunos, están condicionando el perdón de Dios.

Están diciendo perdóname únicamente como yo soy capaz de perdonar y no más allá.

No sé cómo explicar mi dolor al comprender cuánto podemos herir al Señor y

cuánto podemos lastimarnos nosotros mismos con tantos rencores, sentimientos malos y

cosas feas que nacen de los complejos y de las susceptibilidades. Perdoné, perdoné de

corazón y pedí perdón a todos los que me habían lastimado alguna vez para sentir la paz del

Señor. El celebrante decía: «La paz esté con ustedes...». De pronto vi que en medio de

algunas personas que se abrazaban (no todos), se colocaba en medio una luz muy intensa,

supe que era Jesús y me abalancé prácticamente a abrazar a la persona que estaba a mi lado.

Pude sentir verdaderamente el abrazo del Señor en esa luz, era él que me abrazaba para

darme su paz, porque en ese momento había sido yo capaz de perdonar y de sacar de mi

corazón todo el dolor que tenía contra otras personas. Eso es lo que Jesús quiere:

compartir ese momento de alegría abrazándonos para desearnos su paz. Llegó el

momento de la comunión de los celebrantes, ahí volví a notar la presencia de todos los

sacerdotes junto a Monseñor. Cuando él comulgaba, dijo la Virgen:

—Éste es el momento de pedir por el celebrante y los sacerdotes que lo acompañan.

Repite junto a Mí: «Señor, bendícelos, santifícalos, ayúdalos, purifícalos, ámalos, cuídalos,

sostenlos con tu amor...». Recuerden ahora a todos los sacerdotes del mundo, oren por

todas las almas consagradas.

Hermanos, ése es el momento en que debemos pedir por los sacerdotes, porque ellos

son Iglesia, como también lo somos nosotros los laicos. Muchas veces los laicos exigimos

mucho a los sacerdotes, pero somos incapaces de rezar por ellos, de entender que son

personas humanas, de comprender y valorar la soledad que muchas veces puede rodear a un

sacerdote. Debemos comprender que los sacerdotes son personas como nosotros y que

necesitan comprensión, cuidado, afecto, atención por parte nuestra, porque están dando su

vida por cada uno de nosotros, como Jesús, consagrándose a Él. El Señor quiere que la

gente del rebaño ore y ayude en la santificación de sus pastores. Algún día, cuando estemos

al otro lado, comprenderemos la maravilla que el Señor ha hecho al darnos sacerdotes que

nos ayuden a salvar nuestra alma.

Empezó la gente a salir de los bancos para ir a comulgar. Había llegado el gran

momento del encuentro, de la comunión. El Señor me dijo:

—Espera un momento; quiero que observes algo.

Por un impulso interior levanté la vista hacia la persona que iba a recibir la

comunión en la lengua de manos del sacerdote. Debo aclarar que esta persona era una de

las señoras de nuestro grupo que la noche anterior no había alcanzado a confesarse y lo hizo

esa mañana, antes de la Santa Misa. Cuando el sacerdote colocaba la Sagrada Forma sobre

su lengua, como un


flash de luz, aquella luz muy dorada-blanca atravesó a esta persona por


la espalda primero, y luego fue bordeándola en la espalda, los hombros y la cabeza. Dijo el


Señor:


—¡Así es como Yo me complazco en abrazar a un alma que viene con el corazón


limpio a recibirme!

El matiz de la voz de Jesús era de una persona contenta. Yo estaba atónita mirando

a esa amiga volver hacia su asiento rodeada de luz, abrazada por el Señor, y pensé en la

maravilla que nos perdemos tantas veces por ir con nuestras pequeñas o grandes faltas a

recibir a Jesús, cuando tiene que ser una fiesta. Muchas veces decimos que no hay

sacerdotes para confesarse a cada momento y el problema no está en confesarse a cada

momento. El problema radica en nuestra facilidad para volver a caer en el mal. Por otro

lado, así como nos esforzamos por ir a buscar un salón de belleza o los señores un

peluquero cuando tenemos una fiesta, tenemos que esforzarnos también en ir a buscar un

sacerdote cuando necesitamos que saque todas esas cosas sucias de dentro de nosotros, pero

no tener la desfachatez de recibir a Jesús en cualquier momento con el corazón lleno de

cosas feas.

Cuando me dirigía a recibir mi comunión, Jesús repetía:

—La última cena fue el momento de mayor intimidad con los míos... En esa hora

del amor instauré lo que ante los ojos de los hombres podría ser la mayor locura, hacerme

prisionero del amor. Instauré la Eucaristía. Quise permanecer con ustedes hasta la

consumación de los siglos, porque mi amor no podía soportar que quedaran huérfanos

aquellos a quienes amaba más que a mi vida.

Cuando llegué a mi asiento, al arrodillarme dijo el Señor: «Escucha». Y en un

momento comencé a escuchar dentro de mí las oraciones de una señora que estaba sentada

delante de mí, y que acababa de comulgar. Lo que ella decía sin abrir la boca era más o

menos así: «Señor, acuérdate que estamos a fin de mes y no tengo el dinero para pagar la

renta, las letras del coche, los colegios de los niños... Tienes que hacer algo para

ayudarme... Por favor, haz que mi marido deje de beber tanto, pues no puedo soportar más

sus borracheras; y mi hijo menor va a perder el año otra vez si no le ayudas, tiene exámenes

la semana que viene... Y no te olvides de la vecina que debe mudarse de casa, que lo haga

de una vez porque ya no lo puedo aguantar, etc.».

De pronto el señor arzobispo dijo: «Oremos», y obviamente toda la asamblea se

puso de pie para la oración final. Jesús dijo en tono triste:

—¿Te has dado cuenta? Ni una sola vez me ha dicho que me ama, ni una sola vez

ha agradecido el don que Yo le he hecho de bajar mi divinidad hasta su pobre humanidad,

para elevarla hacia Mí. Ni una sola vez ha dicho: gracias, Señor. Ha sido una letanía de

peticiones... y así son casi todos los que vienen a recibirme. Yo he muerto por amor y estoy

resucitado. Por amor espero a cada uno de ustedes y por amor permanezco con ustedes,

pero ustedes no se dan cuenta que necesito de su amor.

Cuando el celebrante iba a impartir la bendición final, la Santísima Virgen dijo:

—Atenta, cuidado... Ustedes hacen un garabato en el lugar de la señal de la cruz.

Recuerda que esta bendición puede ser la última que recibas en tu vida de manos de un

sacerdote. Tú no sabes si saliendo de aquí te vas a morir o no, y no sabes si vas a tener la

oportunidad de que otro sacerdote te dé una bendición. Esas manos consagradas te están

dando la bendición en el nombre de la Santísima Trinidad, por lo tanto, haz la señal de la

cruz con respeto y como si fuera la última vez de tu vida.

Jesús me pidió que me quedara con Él unos minutos más después de finalizar la

misa. Dijo:

—No salgan a la carrera terminada la misa; quédense un momento en mi compañía,

disfruten de ella y déjenme disfrutar de ustedes.

De niña escuché decir a alguien que el Señor permanecía en nosotros como cinco o

diez minutos después de la comunión. Se lo pregunté en ese momento:

—¿Señor, verdaderamente cuánto tiempo te quedas después de la comunión con

nosotros?

Supongo que el Señor se debió de reír de mí, porque contestó:

—Todo el tiempo que tú quieras tenerme contigo. Si me hablas todo el día,

dedicándome unas palabras durante tus quehaceres, te escucharé. Yo estoy siempre con

ustedes; son ustedes los que me dejan a Mí. Salen de la misa y se acabó el día de guardar.

Cumplieron con el día del Señor y se acabó. No piensan que me gustaría compartir vida

familiar con ustedes, al menos ese día.


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