Era la vigilia del día de la Anunciación y los componentes de nuestro grupo
habíamos ido a confesarnos. Algunas de las señoras del grupo de oración no alcanzaron a
hacerlo y dejaron su confesión para el día siguiente antes de la Santa Misa.
Cuando llegué al día siguiente a la iglesia un poco atrasada, el señor arzobispo y los
sacerdotes ya estaban saliendo al presbiterio. Dijo la Virgen con aquella voz tan suave y
femenina que a una le endulza el alma:
—Hoy es un día de aprendizaje para ti y quiero que prestes mucha atención, porque
de lo que seas testigo hoy, todo lo que vivas en este día, tendrás que compartirlo a la
humanidad.
Me quedé sobrecogida sin entender, pero procurando estar muy atenta.
Lo primero que percibí es que había un coro de voces muy hermosas que cantaban
como si estuviesen lejos. En momentos se acercaban y luego las voces se alejaban;
producían una música como la del sonido del viento.
El señor arzobispo empezó la Santa Misa y al llegar a la oración penitencial dijo la
Santísima Virgen:
—Desde el fondo de tu corazón pide perdón al Señor por todas tus culpas, por
haberlo ofendido, así podrás participar dignamente de este privilegio que es asistir a la
Santa Misa.
Seguramente que por una fracción de segundo pensé: «Pero si estoy en gracia de
Dios... Me acabo de confesar anoche». Ella contestó:
—¿Y crees que desde anoche no has ofendido al Señor? Déjame que Yo te recuerde
algunas cosas. Cuando salías para venir aquí, la persona que te ayuda se acercó para pedirte
algo y como estabas retrasada y con prisas, le contestaste de malas maneras. Eso ha sido
una falta de caridad por tu parte. ¿Y dices que no has ofendido a Dios? De camino hacia
aquí un autobús se ha atravesado en tu camino y casi te choca. Te expresaste en forma poco
conveniente contra ese pobre hombre, en lugar de venir haciendo tus oraciones,
preparándote para la Santa Misa... Has faltado a la caridad y has perdido la paz, la
paciencia. ¿Y dices no haber lastimado al Señor? Has llegado en el último momento,
cuando ya la procesión de los celebrantes está saliendo para celebrar la misa... Y vas a
participar en ella sin una previa preparación...
—Ya, Madre mía. Ya no me digas más... No me recuerdes más cosas porque me
voy a morir de tristeza y vergüenza —contesté.
—¿Por qué tienen que llegar en el último momento? Ustedes deberían estar antes
para poder hacer una oración y pedir al Señor que envíe Su Santo Espíritu, que les otorgue
un espíritu de paz que eche fuera al espíritu del mundo, las preocupaciones, los problemas y
las distracciones para ser capaces de vivir este momento tan sagrado. Pero llegan casi al
comenzar la misa, y participan como si participaran en un evento cualquiera, sin ninguna
preparación espiritual. ¿Por qué? Es el milagro más grande, van a vivir el momento de
regalo más grande de parte del Altísimo y no lo saben apreciar.
Era bastante. Me sentía tan mal que tuve más que suficiente para pedir perdón a
Dios, no solamente por las faltas de ese día, sino por todas las veces que, como muchísimas
otras personas, esperé a que terminara la homilía del sacerdote para entrar en la iglesia. Por
las veces que no supe o me negué a comprender lo que significaba estar allí, por las veces
que tal vez habiendo estado mi alma llena de pecados más graves, me había atrevido a
participar de la Santa Misa. Era día de fiesta y debía recitarse el gloria. Dijo Nuestra
Señora:
—Glorifica y bendice con todo tu amor a la Santísima Trinidad en tu
reconocimiento como criatura suya.
¡Qué distinto fue aquel gloria! De pronto me veía en un lugar lejano, lleno de luz
ante la presencia majestuosa del trono de Dios, y con cuánto fervor fui agradeciendo al
repetir: «Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos; te
damos gracias, Señor, Dios Rey Celestial, Dios Padre Todopoderoso...». Y evoqué el rostro
paternal del Padre lleno de bondad... «Señor, Hijo único Jesucristo, Señor Dios, Cordero de
Dios, Hijo del Padre, Tú que quitas el pecado del mundo». Y Jesús estaba delante de mí,
con ese rostro lleno de ternura y misericordia. Y entonces pedí: «Señor: líbrame de todo
espíritu malo, mi corazón te pertenece, Señor mío envíame tu paz para conseguir el mejor
provecho de esta Eucaristía y que mi vida dé sus mejores frutos. Espíritu Santo de Dios,
transfórmame, actúa en mí, guíame... ¡Oh Dios, dame los dones que necesito para servirte
mejor!».
Llegó el momento de la liturgia de la palabra y la Virgen me hizo repetir: «Señor,
hoy quiero escuchar Tu Palabra y producir fruto abundante. Que tu Santo Espíritu limpie el
terreno de mi corazón para que tu Palabra crezca y se desarrolle, purifica mi corazón para
que esté bien dispuesto».
La Virgen me dijo:
—Quiero que estés atenta a las lecturas y a toda la homilía del sacerdote. Recuerda
que la Biblia dice que la Palabra de Dios no vuelve sin haber dado fruto. Si estás atenta,
quedará algo en ti de todo lo que escuches. Debes tratar de recordar todo el día esas
palabras que dejaron huella en ti. Serán dos frases unas veces; otras será la lectura del
Evangelio entera. Tal vez solo una palabra... Deberás paladear el resto del día y eso hará
carne en ti, porque ésa es la manera de transformar la vida, haciendo que la Palabra de Dios
lo transforme a uno. Y ahora dile al Señor que estás aquí para escuchar lo que quieres que
Él diga hoy a tu corazón».
Nuevamente agradecí a Dios por darme la oportunidad de escuchar su Palabra y le
pedí perdón por haber tenido el corazón tan duro por tantos años y haber enseñado a mis
hijos que deberían ir a Misa solo los domingos, porque así lo mandaba la Iglesia, no por
amor ni por necesidad de llenarse de Dios... Yo que había asistido a tantas Eucaristías, más
por compromiso que por otra cosa y con ello creía estar salvada. De vivirla, ni soñar; de
poner atención en las lecturas y la homilía del sacerdote, menos... ¡Cuánto dolor sentí por
tantos años de pérdida inútil, por mi ignorancia! ¡Cuánta superficialidad en las misas a las
que asistimos porque es una boda, una misa de funeral o porque tenemos que hacernos ver
con la sociedad! ¡Cuánta ignorancia sobre nuestra Iglesia y sobre los sacramentos! ¡Cuánto
desperdicio en querer instruirnos y culturizarnos en las cosas del mundo, que en un
momento pueden desaparecer sin quedarnos nada, y que al final de la vida no nos sirven ni
para alargar un minuto nuestra existencia! Y sin embargo, de aquello que va a ganarnos un
poco de cielo en la tierra y luego la vida eterna, no sabemos nada... ¡Y nos queremos llamar
cultos!
Un momento después llegó el ofertorio, y la Santísima Virgen dijo. «Reza así...».
Yo la seguía: «Señor, te ofrezco todo lo que soy, lo que tengo, lo que puedo, todo lo pongo
en Tus manos. Edifica Tú, Señor, con lo poco que soy. Por los méritos de tu Hijo,
transfórmame, Dios Altísimo. Te pido por mi familia, por mis bienhechores, por cada
miembro de nuestro apostolado, por todas las personas que nos combaten, por aquellos que
se encomiendan a mis pobres oraciones... Enséñame a poner mi corazón en el suelo para
que su caminar sea menos duro. Así oraban los santos, así quiero que lo hagáis».
[...]
De pronto empezaron a ponerse de pie unas figuras que no había visto antes. Era
como si del lado de cada persona que estaba en la catedral saliera otra persona y aquello se
llenó de unos personajes jóvenes, hermosos. Iban vestidos con túnicas muy blancas y
fueron saliendo hasta el pasillo central dirigiéndose hacia el altar. Dijo nuestra Madre:
—Observa: son ángeles de la guarda de cada una de las personas que están aquí. Es
el momento en que su ángel de la guarda lleve sus ofrendas y peticiones ante el altar del
Señor.
En aquel momento estaba completamente asombrada porque esos seres tenían
rostros tan hermosos, tan radiantes como no puede uno imaginarse. Lucían unos rostros
muy bellos, casi femeninos, sin embargo la complexión de su cuerpo, sus manos, su
estatura, eran de hombre. Los pies desnudos no pisaban el suelo, sino que iban como
deslizándose, como resbalando. Aquella procesión era muy hermosa. Algunos de ellos
sujetaban como una fuente de oro con algo que brillaba mucho con una luz blanca-dorada.
Dijo la Virgen:
—Son los ángeles de la guarda de las personas que están ofreciendo esta Santa Misa
por muchas intenciones, aquellas personas que están conscientes de lo que significa esta
celebración, aquellas que tienen algo que ofrecer al Señor... Ofrezcan en este momento...
Ofrezcan sus penas, sus dolores, sus ilusiones, sus tristezas, sus alegrías, sus peticiones.
Recuerden que la misa tiene un valor infinito, por lo tanto sean generosos en ofrecer y en
pedir.
Detrás de los primeros ángeles venían otros que no sujetaban nada en las manos, las
llevaban vacías. Dijo la Virgen:
—Son los ángeles de las personas que estando aquí no ofrecen nada, que no tienen
interés en vivir cada momento litúrgico de la misa y no tienen ofrecimientos que llevar ante
el altar del Señor.
En último lugar iban otros ángeles que estaban medio tristones, con las manos
juntas en oración pero con la mirada baja.
—Son los ángeles de la guarda de las personas que estando aquí, no están, es decir:
de las personas que han venido forzadas, que han venido por compromiso, pero sin ningún
deseo de participar de la Santa Misa y los ángeles van tristes porque no tienen qué llevar
ante el altar, salvo sus propias oraciones. No entristezcan al su ángel de la guarda... Pidan
mucho, pidan por la conversión de los pecadores, por la paz en el mundo, por sus
familiares, sus vecinos, por quienes se encomiendan a sus oraciones. Pidan, pidan mucho,
pero no solo por ustedes, sino por los demás también. Recuerden que el ofrecimiento que
más agrada al Señor es cuando se ofrecen ustedes mismos como holocausto, para que Jesús,
al bajar, los transforme por sus propios méritos. ¿Qué tienen que ofrecer al Padre por sí
mismos? La nada y el pecado, pero al ofrecerse unidos a los méritos de Jesús, aquel
ofrecimiento es grato al Padre.
Aquel espectáculo, aquella procesión era tan hermosa que difícilmente podría
compararse a otra. Todas aquellas criaturas celestiales haciendo una reverencia ante el altar,
unas dejando su ofrenda en el suelo, otras postrándose de rodillas con la frente casi en el
suelo y después de llegar allá, desaparecían de mi vista.
Llegó el momento final del Prefacio y cuando la asamblea decía: «Santo, santo,
santo...», de pronto todo lo que estaba detrás del los celebrantes desapareció. Del lado
izquierdo del señor arzobispo hacía atrás en forma diagonal aparecieron miles de ángeles
pequeños, grandes, otros con alas inmensas, con alas pequeñas... todos vestidos con unas
túnicas como las albas blancas de los sacerdotes o monaguillos. Todos se arrodillaban con
las manos unidas en oración y en reverencia inclinaban la cabeza. Se escuchaba una música
preciosa, como si fueran muchísimos coros con distintas voces y todos decían al unísono
junto el pueblo: «Santo, santo, santo...». Había llegado el momento de la consagración, el
momento del más maravilloso de los milagros... Del lado derecho del arzobispo hacia atrás
en forma también diagonal, una multitud de personas iban vestidas con la misma túnica
pero en colores pastel: rosa, verde, celeste, lila, amarillo... En fin, de distintos colores muy
suaves. Sus rostros también eran brillantes, llenos de gozo, parecían tener todos la misma
edad. Se podía apreciar (y no puedo decir por qué) que había gente de distintas edades, pero
todos parecían igual en las caras, sin arrugas, felices. Todos se arrodillaban también ante el
canto de «santo, santo, santo es el Señor...».
Dijo Nuestra Señora:
—Son todos los santos y bienaventurados del cielo y entre ellos, también están las
almas de los familiares de ustedes que gozan ya de la presencia de Dios.
Entonces la vi. Allá justamente a la derecha del señor arzobispo, un paso detrás del
celebrante, estaba un poco suspendida del suelo, arrodillada sobre unas telas muy finas,
transparentes pero a la vez luminosas, como agua cristalina, la Santísima Virgen con las
manos unidas, mirando atenta y respetuosamente al celebrante. Me hablaba desde allá, pero
silenciosamente, directamente al corazón sin mirarme.
—¿Te llama la atención verme un poco más atrás del monseñor, verdad? Así debe
ser... Con todo lo que me ama Mi Hijo, no me hada dado la dignidad que da a un sacerdote
de poder traerlo entre mis manos diariamente, como lo hacen las manos sacerdotales. Por
ellos siento tan profundo respeto y por todo el milagro que Dios realiza a través suyo, que
me obliga a arrodillarme aquí.
¡Dios mío, cuánta dignidad, cuánta gracia derrama el Señor sobre las almas
sacerdotales y ni nosotros, ni tal vez muchos de ellos somos conscientes! Delante del altar
empezaron a salir unas sombras de personas de color gris que levantaban las manos hacia
arriba. Dijo la Virgen Santísima:
—Son las almas benditas del purgatorio que están a la espera de las oraciones de
ustedes para refrescarse. No dejen de rezar por ellas. Piden por ustedes, pero no pueden
pedir por ellas mismas, son ustedes quienes tienen que pedir por ellas para ayudarlas a salir
para encontrarse con Dios y gozar eternamente de Él. Ya lo ves, aquí estoy todo el tiempo...
La gente hace peregrinaciones y busca los lugares de mis apariciones, y está bien por todas
las gracias que allá reciben, pero en ninguna aparición, en ninguna parte estoy más tiempo
presente que en la Santa Misa. Al pie del altar donde se celebra la Eucaristía, siempre me
van a encontrar; al pie del sagrario permanezco Yo con los ángeles, porque estoy siempre
con Él.
Ver ese rostro hermoso de la Madre en aquel momento «santo», al igual que todos
ellos, con el rostro resplandeciente, con las manos juntas en espera de aquel milagro que se
repite continuamente, era estar en el mismo cielo. Y pensar que hay gente, que hay
personas que podemos estar en ese momento distraídas, hablando... Que se quedan de pie,
cruzando los brazos, como si nada hubiera ante ellos en ese momento.
Dijo la Virgen:
—Dile al ser humano que nunca un hombre es más hombre que cuando dobla las
rodillas ante Dios.
El celebrante dijo las palabras de la consagración. Era una persona de estatura
normal, pero de pronto empezó a crecer, a volverse lleno de luz sobrenatural entre blanca y
dorada que lo envolvía y se centraba muy fuerte en la parte del rostro, de modo que no
podía ver sus rasgos. Cuando levantaba la Forma vi sus manos y tenían unas marcas en el
dorso de las cuales salía mucha luz. ¡Era Jesús! Era Él que con su Cuerpo envolvía al del
celebrante como si rodeara amorosamente las manos del señor arzobispo. En ese momento
la Sagrada Forma comenzó a crecer y crecer enorme, y en ella el rostro maravilloso de
Jesús mirando hacia su pueblo. Por instinto quise bajar la cabeza y dijo Nuestra Señora:
—No agaches la mirada, levanta la vista, contémplalo, cruza tu mirada con la suya y
repite la oración de Fátima: Señor, yo creo, adoro, espero y te amo; te pido perdón por los
que no creen, no adoran, no esperan y no te aman. Perdón y misericordia... Ahora dile
cuánto le amas, rinde tu homenaje al Rey de Reyes.
Se lo dije. Parecía que solo a mí me miraba desde la Sagrada Forma, pero supe que
así contemplaba a cada persona, lleno de amor... Luego bajé la cabeza hasta tener la frente
en el suelo, como hacían los ángeles y bienaventurados del cielo. Por fracción de un
segundo tal vez, pensé qué era aquello que Jesús tomara el cuerpo del celebrante y al
mismo tiempo que estuviera en la Hostia Sagrada, que al bajarla el celebrante se volvía
nuevamente pequeña. Tenía yo las mejillas llenas de lágrimas y no podía salir de mi
asombro. Inmediatamente monseñor dijo las palabras de la consagración del vino y junto a
sus palabras, empezaron unos relámpagos en el cielo y en el fondo. No había techo en la
iglesia ni paredes; todo había desparecido y quedaba como luz solo aquel resplandor
brillante del altar. De pronto suspendido en el aire vi a Jesús crucificado, de la cabeza a la
parte baja del pecho. El tronco transversal de la cruz estaba sostenido por unas manos
grandes, fuertes. De en medio de aquel resplandor se desprendió una lucecita como de una
paloma muy pequeña, pero muy brillante. Dio una vuelta velozmente por toda la iglesia y
se fue a posar en el hombro izquierdo del señor arzobispo, que seguía siendo Jesús, porque
podía distinguir su melena y sus llagas luminosas, su cuerpo grande, pero no podía ver su
rostro...
Arriba, Jesús crucificado estaba con el rostro caído sobre el lado derecho del
hombro. Podía contemplar el rostro y los brazos golpeados y descarnados. En el costado
derecho tenía una herida, en el pecho, y salía sangre a borbotones hacia la izquierda, y
hacia la derecha pienso que agua, pero muy brillante; más bien eran chorros de luz que iban
dirigiéndose hacia los fieles moviéndose hacia derecha e izquierda. ¡Me asombraba la
cantidad de sangre que fluía hacia el Cáliz! ¡Pensé que iba a resbalar y manchar todo el
altar!, pero no cayó una sola gota... En ese momento dijo la Virgen:
—Éste es el milagro de los milagros; te lo he repetido, para el Señor no existe ni
tiempo, ni distancia y en el momento de la consagración toda la asamblea es trasladada al
pie del calvario en el instante de la crucifixión de Jesús.
¿Puede alguien imaginarse eso? Nuestros ojos no lo pueden ver, pero todos estamos
allá, en el momento en el que a Él lo están crucificando y está pidiendo perdón al Padre, no
solamente por quienes lo matan, sino por cada uno de nuestros pecados. A partir de aquel
día no me importa si me toman por loca, pero pido a todos que se arrodillen, que traten de
vivir con el corazón y toda la sensibilidad de que son capaces aquel privilegio que el Señor
nos concede. Cuando íbamos a rezar el padrenuestro, habló el Señor por primera vez
durante la celebración y dijo:
—Aguarda, quiero que ores con la mayor profundidad que seas capaz y que en este
momento traigas a tu memoria a la persona o personas que más daño te hayan ocasionado
durante tu vida, para que las abraces junto a tu pecho y les digas de todo corazón: «En el
nombre de Jesús yo te perdono y te deseo la paz. En el nombre de Jesús te pido perdón y te
deseo mi paz». Si esa persona merece la paz, la va a recibir y le hará mucho bien; si esa
persona no es capaz de abrirse a la paz, esa paz volverá a tu corazón. Pero no quiero que
recibas y des la paz a otras personas cuando no eres capaz de perdonar y sentir esa paz
primero en tu corazón. Cuidado con lo que hacen. Ustedes repiten en el padrenuestro:
perdónanos así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Si ustedes son capaces
de perdonar y no olvidan, como dicen algunos, están condicionando el perdón de Dios.
Están diciendo perdóname únicamente como yo soy capaz de perdonar y no más allá.
No sé cómo explicar mi dolor al comprender cuánto podemos herir al Señor y
cuánto podemos lastimarnos nosotros mismos con tantos rencores, sentimientos malos y
cosas feas que nacen de los complejos y de las susceptibilidades. Perdoné, perdoné de
corazón y pedí perdón a todos los que me habían lastimado alguna vez para sentir la paz del
Señor. El celebrante decía: «La paz esté con ustedes...». De pronto vi que en medio de
algunas personas que se abrazaban (no todos), se colocaba en medio una luz muy intensa,
supe que era Jesús y me abalancé prácticamente a abrazar a la persona que estaba a mi lado.
Pude sentir verdaderamente el abrazo del Señor en esa luz, era él que me abrazaba para
darme su paz, porque en ese momento había sido yo capaz de perdonar y de sacar de mi
corazón todo el dolor que tenía contra otras personas. Eso es lo que Jesús quiere:
compartir ese momento de alegría abrazándonos para desearnos su paz. Llegó el
momento de la comunión de los celebrantes, ahí volví a notar la presencia de todos los
sacerdotes junto a Monseñor. Cuando él comulgaba, dijo la Virgen:
—Éste es el momento de pedir por el celebrante y los sacerdotes que lo acompañan.
Repite junto a Mí: «Señor, bendícelos, santifícalos, ayúdalos, purifícalos, ámalos, cuídalos,
sostenlos con tu amor...». Recuerden ahora a todos los sacerdotes del mundo, oren por
todas las almas consagradas.
Hermanos, ése es el momento en que debemos pedir por los sacerdotes, porque ellos
son Iglesia, como también lo somos nosotros los laicos. Muchas veces los laicos exigimos
mucho a los sacerdotes, pero somos incapaces de rezar por ellos, de entender que son
personas humanas, de comprender y valorar la soledad que muchas veces puede rodear a un
sacerdote. Debemos comprender que los sacerdotes son personas como nosotros y que
necesitan comprensión, cuidado, afecto, atención por parte nuestra, porque están dando su
vida por cada uno de nosotros, como Jesús, consagrándose a Él. El Señor quiere que la
gente del rebaño ore y ayude en la santificación de sus pastores. Algún día, cuando estemos
al otro lado, comprenderemos la maravilla que el Señor ha hecho al darnos sacerdotes que
nos ayuden a salvar nuestra alma.
Empezó la gente a salir de los bancos para ir a comulgar. Había llegado el gran
momento del encuentro, de la comunión. El Señor me dijo:
—Espera un momento; quiero que observes algo.
Por un impulso interior levanté la vista hacia la persona que iba a recibir la
comunión en la lengua de manos del sacerdote. Debo aclarar que esta persona era una de
las señoras de nuestro grupo que la noche anterior no había alcanzado a confesarse y lo hizo
esa mañana, antes de la Santa Misa. Cuando el sacerdote colocaba la Sagrada Forma sobre
su lengua, como un
flash de luz, aquella luz muy dorada-blanca atravesó a esta persona por
la espalda primero, y luego fue bordeándola en la espalda, los hombros y la cabeza. Dijo el
Señor:
—¡Así es como Yo me complazco en abrazar a un alma que viene con el corazón
limpio a recibirme!
El matiz de la voz de Jesús era de una persona contenta. Yo estaba atónita mirando
a esa amiga volver hacia su asiento rodeada de luz, abrazada por el Señor, y pensé en la
maravilla que nos perdemos tantas veces por ir con nuestras pequeñas o grandes faltas a
recibir a Jesús, cuando tiene que ser una fiesta. Muchas veces decimos que no hay
sacerdotes para confesarse a cada momento y el problema no está en confesarse a cada
momento. El problema radica en nuestra facilidad para volver a caer en el mal. Por otro
lado, así como nos esforzamos por ir a buscar un salón de belleza o los señores un
peluquero cuando tenemos una fiesta, tenemos que esforzarnos también en ir a buscar un
sacerdote cuando necesitamos que saque todas esas cosas sucias de dentro de nosotros, pero
no tener la desfachatez de recibir a Jesús en cualquier momento con el corazón lleno de
cosas feas.
Cuando me dirigía a recibir mi comunión, Jesús repetía:
—La última cena fue el momento de mayor intimidad con los míos... En esa hora
del amor instauré lo que ante los ojos de los hombres podría ser la mayor locura, hacerme
prisionero del amor. Instauré la Eucaristía. Quise permanecer con ustedes hasta la
consumación de los siglos, porque mi amor no podía soportar que quedaran huérfanos
aquellos a quienes amaba más que a mi vida.
Cuando llegué a mi asiento, al arrodillarme dijo el Señor: «Escucha». Y en un
momento comencé a escuchar dentro de mí las oraciones de una señora que estaba sentada
delante de mí, y que acababa de comulgar. Lo que ella decía sin abrir la boca era más o
menos así: «Señor, acuérdate que estamos a fin de mes y no tengo el dinero para pagar la
renta, las letras del coche, los colegios de los niños... Tienes que hacer algo para
ayudarme... Por favor, haz que mi marido deje de beber tanto, pues no puedo soportar más
sus borracheras; y mi hijo menor va a perder el año otra vez si no le ayudas, tiene exámenes
la semana que viene... Y no te olvides de la vecina que debe mudarse de casa, que lo haga
de una vez porque ya no lo puedo aguantar, etc.».
De pronto el señor arzobispo dijo: «Oremos», y obviamente toda la asamblea se
puso de pie para la oración final. Jesús dijo en tono triste:
—¿Te has dado cuenta? Ni una sola vez me ha dicho que me ama, ni una sola vez
ha agradecido el don que Yo le he hecho de bajar mi divinidad hasta su pobre humanidad,
para elevarla hacia Mí. Ni una sola vez ha dicho: gracias, Señor. Ha sido una letanía de
peticiones... y así son casi todos los que vienen a recibirme. Yo he muerto por amor y estoy
resucitado. Por amor espero a cada uno de ustedes y por amor permanezco con ustedes,
pero ustedes no se dan cuenta que necesito de su amor.
Cuando el celebrante iba a impartir la bendición final, la Santísima Virgen dijo:
—Atenta, cuidado... Ustedes hacen un garabato en el lugar de la señal de la cruz.
Recuerda que esta bendición puede ser la última que recibas en tu vida de manos de un
sacerdote. Tú no sabes si saliendo de aquí te vas a morir o no, y no sabes si vas a tener la
oportunidad de que otro sacerdote te dé una bendición. Esas manos consagradas te están
dando la bendición en el nombre de la Santísima Trinidad, por lo tanto, haz la señal de la
cruz con respeto y como si fuera la última vez de tu vida.
Jesús me pidió que me quedara con Él unos minutos más después de finalizar la
misa. Dijo:
—No salgan a la carrera terminada la misa; quédense un momento en mi compañía,
disfruten de ella y déjenme disfrutar de ustedes.
De niña escuché decir a alguien que el Señor permanecía en nosotros como cinco o
diez minutos después de la comunión. Se lo pregunté en ese momento:
—¿Señor, verdaderamente cuánto tiempo te quedas después de la comunión con
nosotros?
Supongo que el Señor se debió de reír de mí, porque contestó:
—Todo el tiempo que tú quieras tenerme contigo. Si me hablas todo el día,
dedicándome unas palabras durante tus quehaceres, te escucharé. Yo estoy siempre con
ustedes; son ustedes los que me dejan a Mí. Salen de la misa y se acabó el día de guardar.
Cumplieron con el día del Señor y se acabó. No piensan que me gustaría compartir vida
familiar con ustedes, al menos ese día.
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