La señora Nicolasa, viuda del herrador, recibió una carta en que le participaban la imprevista y repentina muerte de su tío, el más rico tabernero de Córdoba. Convenía ir allí sin tardanza a recoger la herencia, antes que los entrantes y salientes de la casa lo hiciesen todo trizas y capirotes.
Resuelta y activa, la viuda se puso el mantón y sin perder tiempo se fue a ver al tío Blas, el cosario, para que la llevase a la antigua capital de los califas.
-Oiga usté, señá Nicolasa, yo estoy mal de salud, he tenido ciciones y aún no me he repuesto. Hasta dentro de siete u ocho días no pienso salir para Córdoba.
-Mucho me contraría lo que usted me dice -respondió la viuda. -¿Cómo me las compondré? Yo necesito ir a Córdoba inmediatamente.
-Ya usted sabe -replicó el tío Blas- que yo quiero complacerla siempre. Hay un medio de que mañana mismo, antes de rayar el alba, se ponga usted en camino. Puedo dar a usted dos mulos muy mansos y que andan mucho y una persona de toda mi confianza para que la acompañe.
-¿Y quién es esa persona?
-Pues mi nieto Blasillo.
-¡Jesús, María y José! ¿Qué no dirían las malas lenguas del lugar si yo me fuese sola por esos andurriales con un mozuelo de veinte años a lo más, y que, si mal no he reparado, es guapote y atrevido?
-Deje usté que digan lo que quieran, señá Nicolasa. ¿Quién está libre de malas lenguas y de testigos falsos? Hasta de Dios dijeron. Y por otra parte, créame usté, mi niño es un alma de Dios, mejor que el pan, incapaz de cualquier desacato. Con él irá usted más segura que con un padre capuchino.
La viuda estaba decidida a ir a Córdoba y pasó por todo.
-Iré con Blasillo -dijo por último. -Si murmuran, que murmuren. Yo confío en el buen natural y en la cristiana crianza del muchacho, y confío más aun en mi gravedad y entereza.
-Tiene usted razón que le sobra, señá Nicolasa. El chico es tan bueno, noble y tranquilo que no será menester que usté se haga de pencas.
La claridad del día iba extendiéndose por el cielo, se teñía el Oriente de un vago color de rosa que anunciaba la pronta salida del sol, y en la mitad del éter, como joya de oro sobre obscuro manto azul, resplandecía el lucero miguero. Corría un vientecillo fresco; los pajarillos cantaban; el rocío daba lustre y esmalte a la yerba nueva, blanqueaban los almendros en flor, y las nacientes hojas de los árboles deleitaban la vista con su tierna verdura. Era uno de los primeros días del mes de Abril.
La señá Nicolasa había enviudado temprano y tendría a lo más veintiséis o veintisiete abriles. Era alta y esbelta, aunque poco enjuta de carnes. Su ademán decidido y su aspecto señoril, grave y casi imperatorio, se hallaban en perfecta conformidad con la fama que tenía de honrada, severa, valerosa y sobrado capaz de tener a raya a los hombres más insolentes, y de no necesitar protección ni socorro para impedir que le perdiesen el respeto.
En aquella ocasión salió del lugar montada en un poderoso mulo romo, sobre muy lujosas y cómodas jamugas, con blandos almohadones de pluma y con su tablilla para apoyar los piececitos. Iba con tanta majestad y era tan gallarda morena que parecía la propia reina de Sabá cuando caminaba hacia Jerusalem para visitar a Salomón y poner a prueba su sabiduría con enmarañados acertijos.
En el otro mulo, que llevaba el baúl de la viuda y algunos encargos, Blasillo iba detrás muy respetuoso y sin atreverse a hablar a la adusta y floreciente matrona cuya custodia le había confiado su abuelo.
Pasaron no pocas horas, callados siempre los dos caminantes y marchando los mulos a buen paso.
Estaban en medio de la campiña. No había por allí olivares, ni huertas, ni árbol que diese sombra, sino terrenos sin roturar, donde las plantas que más descollaban eran el romero y el tomillo, entonces en flor y que exhalaban olor muy grato, o bien extensas hojas de cortijo, sembradas unas, otras en barbecho o en rastrojo. Lo sembrado verdeaba alegremente, porque aquel año había llovido bien y los trigos estaban crecidos y lozanos. El suelo, formado de suaves lomas, hacía ondulaciones, y como no había árboles, la vista se dilataba por grande extensión sin que nada le estorbase. Aquello parecía un desierto. No se descubría casa ni choza, ni rastro de albergue humano por cuanto abarcaba la vista.
El sol casi culminaba ya en el meridiano, y nuestros viajeros, recibiéndole a plomo sobre las cabezas, apenas proyectaban sombra. Ni en la vereda por donde iban, ni cerca ni lejos parecía bicho viviente.
La señá Nicolasa empezó a sentir calor, fatiga y hambre, y mostró deseos de almorzar y descansar un poco.
-Antes de diez minutos llegaremos -dijo Blasillo-. En cuantico subamos esta cuestecilla y estemos en lo alto de la loma, verá usted el arroyo que está del otro lado, y allí en medio de los álamos negros y de los mimbrones que crecen en la orilla, podremos almorzar muy regaladamente, descansar tres o cuatro horas y hasta echar una siesta.
Todo ocurrió como Blasillo lo anunciaba. Llegaron al arroyo cuya agua era limpia y cristalina. Cubrían su imagen tupido césped y silvestres flores. La espesura de los árboles formaba soto umbrío. En el follaje, por lo mismo que había poquísima arboleda por aquellos contornos, venía a guarecerse innumerable multitud de pajarillos de varias castas y linajes que animaban la esquiva soledad con sus trinos y gorjeos.
Como el tío Blas era muy buen cristiano, muy recto y temeroso de Dios, muy seguro en sus tratos y persona de estrecha conciencia, había, según suele decirse, leído la cartilla a Blasillo y encargándole que no se desmandase en lo más mínimo, que le sacase airoso y que no desmintiese con su conducta las alabanzas que había hecho de él a la joven viuda, aunque para este fin tuviese que luchar con todos los enemigos del alma y vencerlos.
A la verdad, no necesitaba Blasillo de aquellas amonestaciones. Siempre había contemplado a la joven viuda con tan profunda veneración, que el discurso de su abuelo de nada servía para disuadirle de propósitos audaces que jamás había formado. Antes bien, si Blasillo no hubiera sido tan bueno, el discurso del abuelo hubiera podido servir para despertar en su alma candorosa los propósitos susodichos.
Como quiera que fuese, Blasillo distaba tanto de haberlos concebido que se puso más colorado que un pavo cuando, con timidez que por dicha no deslustró su agilidad, su buena maña y la fuerza de sus brazos, recibió a la viuda, que se dejó caer en ellos para echar pie a tierra. Extendió allí Blasillo una limpia servilleta que sacó de las alforjas y colocó sobre ella los boquerones fritos, el pollo fiambre, el blanco pan y las apetitosas chucherías que para la merienda llevaba. Ni faltaron cuchillos y tenedores ni vasos de bien fregado vidrio, en el mayor de los cuales trajo Blasillo agua fresca del arroyo, reservando otros dos vasos más pequeños para el añejo y generoso vino de Montilla que había en su bota.
La viuda y su acompañante se sentaron amistosamente, él enfrente de ella, y comieron y bebieron con fruición y como dos príncipes.
Blasillo, más silencioso que parlanchín, apenas desplegaba los labios; pero la viuda hablaba y procuraba hacer hablar a Blasillo con preguntas y consideraciones. Casi ya terminado el festín y más animada la viuda, dijo a Blasillo:
-Estoy contenta de ti. Estoy satisfecha. Tu abuelito te ha dado muy buena crianza. Pero hablando con franqueza, bien es menester que tenga yo todo el valor que tengo para fiarme, como me he fiado, de un mozuelo como tú, y para venirme sola con él y sin amparo ninguno a un sitio como éste, cuya soledad aterra. Ya ves tú... Ahora serán las doce del día. La tranquilidad y el silencio de estas horas y en estos lugares son casi tan medrosos como la tranquilidad y el silencio de la media noche. No parece sino que tú y yo estamos solitos en el mundo, o por lo menos que no viven en él seres humanos y de bulto, prójimos nuestros, sino pajarillos que cantan y que no saben ni entienden lo que nosotros somos ni lo que hacemos. Declaro que si yo no estuviera tan segura de mí y de ti me arrepentiría de lo hecho como del más osado y peligroso disparate.
-Pues mire su mercé, señá Nicolasa, bien hace en no arrepentirse y mejor aún en no creer disparate lo hecho. Ya me recomendó el abuelo que me portase bien. Y no era menester que me lo recomendase. Yo soy quien soy, y conmigo va su mercé como bajo un fanal.
Lo sé, lo veo, hijo mío -replicó la viuda-. Tú eres de los que no hay; algo de extraño y que no se estila. Y sin embargo... a pesar de tu excelente condición... ¿quién sabe?... ni aquí ni a mucha distancia de aquí hay criaturas de nuestra casta. Pero ¿podremos afirmar que en torno nuestro, sin que nosotros los veamos ni los sintamos, no haya duendes o diablillos traviesos que nos hablen al oído y nos infundan malos pensamientos?... Si he de confesarte la verdad, yo tengo miedo. Y no temo por ti ni por mí, si, naturalmente, seguimos siendo como somos. Temo por el misterio que nos rodea y en el cual tal vez se esconda no sé qué brujería o hechizo.
-Pues nada, señá Nicolasa, sosiéguese usted y no tema. Aquí no hay diablo ni duende que valga. Contra todos ellos, si los hay, me defenderé yo y defenderé a su mercé, y su mercé y yo seguiremos siendo los mismos que antes, sin trastorno ni encantamiento.
Hubo una larga y silenciosa pausa. Luego exclamó la viuda:
-Quiero suponer, hijo mío, que tú a despecho de tu buen natural, movido por un poder irresistible, te atrevieses ahora a perderme el respeto. ¡Qué apuro el mío! ¿Qué recurso me quedaba? Tú tienes mucha más fuerza que yo.
¡Por los clavos de Cristo, señá Nicolasa! No se aflija su mercé ni me aflija suponiendo cosas indignas e imposibles.
-Y con tal de que no sean, ¿qué importa que yo las suponga? Supongámoslas, pues. ¿Qué haría yo entonces?
-Toma -contestó Blasillo-, gritar, que alguien acudiría.
-Pero muchacho, ¿quién había de oírme, si estoy algo ronca y tengo la voz muy débil?
Sobrevino otro largo rato de silencio. Luego dijo Blasillo:
-Aunque fuera su mercé muda, señá Nicolasa, y aunque viniese a tentarme una legión de demonios, en este desierto y a mi vera estaría su mercé tan libre de todo peligro y de toda ofensa como si se encontrase en medio de la plaza de nuestro lugar a la hora del mercado.
La señá Nicolasa se mordió los labios, hizo una ligera mueca, no se sabe si de satisfacción o de despecho, y calló durante largo rato, como sumida en profundas meditaciones.
-Quisiera dormir un poco, -dijo por último.
-Nada más fácil, -contestó Blasillo.
Y sin añadir palabra, trajo la manta y los almohadones de las jamugas, los extendió en el suelo, preparando cama para la viuda y la invitó por señas a que se tendiese y durmiese. Luego añadió:
-Yo me retiraré para que quede su mercé a sus anchas, no sienta ruido y duerma tranquila y a gusto.
-Oye, hijo mío, no te vayas muy lejos, que tendré miedo si me dejas sola.
-Pues está bien. No me iré muy lejos.
Acostóse la viuda, pero se cuenta que no se durmió, aunque cerró los ojos y pareció dormida, y durmiendo, tan bonita o más bonita que despierta.
Pasó más de una hora. Blasillo, desde el punto no muy distante a donde se había retirado, acudió de puntillas a ver si la viuda estaba aún durmiendo. La vio dormir, se detuvo inmóvil, mirando, mirando, reprimiendo el aliento, y se retiró para no despertarla. Siete u ocho veces repitió Blasillo la misma operación. No hacía más que ir y venir. Cada vez llegaba más cerca de la mujer dormida. La última vez, queriendo sin duda verla mejor y más despacio, se hincó de rodillas y se aproximó tanto a ella que, si hubiese estado despierta, según sospechamos, aunque no nos atrevemos a asegurarlo, hubiera sentido la respiración de Blasillo sobre su rostro y agitando los negros rizos de sus sienes, y hasta hubiera recelado que la boca de Blasillo iba al cabo a salvar la distancia cortísima que de la boca de ella la separaba.
Pero no hubo nada de esto. Blasillo se retiró de nuevo. Y entonces, en el supuesto siempre de que la viuda pudiera estar despierta y fingir que dormía, la viuda hubiera podido oír un tenue y larguísimo suspiro.
Al fin la viuda se recobró del sueño, fingido o verdadero, volvió a montar en su mulo, aupada por el respetuoso Blasillo que la levantó en sus brazos, y en gran silencio y sin otra novedad que merezca referirse, llegó a Córdoba aquella misma noche.
La señá Nicolasa tuvo tan buena suerte y estuvo tan hábil, que en menos de cuatro días despachó cuanto en Córdoba tenía que hacer.
Blasillo con sus mulos, la aguardó en una posada, según ella lo había exigido.
Y luego que ella lo dispuso, Blasillo la acompañó y la llevó desde Córdoba al lugar en la misma forma y manera en que hasta Córdoba había ido.
Hubo, no obstante, una notabilísima diferencia al volver.
La señá Nicolasa se mostró a la vuelta más entonada y seria que a la ida. Al merendar en el sotillo, a la margen del arroyo que promediaba el camino, habló poco. No recordó sus pasados recelos y temores, no los tuvo otra vez y no quiso dormir o fingir que dormía.
Por esto y porque los mulos, atraídos por la querencia, parecían tener alas y picaban prodigiosamente, el viaje de vuelta fue mucho más rápido que el de ida, y pronto se encontraron en el lugar los dos viajeros.
Cuando al otro día fue la señá Nicolasa a ver al tío Blas para ajustar cuentas con él y pagarle, se entabló entre ellos el siguiente diálogo:
-Estoy muy agradecida, tío Blas. Su nieto de usted es un santo. Se ha portado muy bien conmigo. Me ha cuidado mucho y no me ha perdido el respeto. Estoy muy agradecida.
Lejos de mostrarse el tío Blas satisfecho de lo que la viuda le decía, la miró fosco y enojado y le dijo:
-Pues yo, señá Nicolasa, no estoy agradecido ni mucho menos. Lo tratado fue que el niño no había de perderle a usted el respeto y no se le ha perdido; pero no fue lo tratado que usted había de hacerle perder el juicio. Y usted se lo ha hecho perder con mil retrecherías, de las que él no me ha hablado, pero de las que yo sospecho que usted se ha valido. El muchacho ha vuelto medio tonto. No come, ni duerme, ni habla, ni ríe. Está como si le hubieran dado cañazo. Si así paga usted que el chico no le perdiese el respeto, más le valiera habérsele perdido.
La desalmada viuda, en vez de afligirse al oír aquellas quejas y al saber la cruel transformación que se había realizado en Blasillo, no acertó a disimular su alegría y dijo al tío Blas:
-Tío Blas, yo me confieso culpada. He provocado a Blasillo. Prendada de él, he dicho y hecho diabluras procurando que me pierda el respeto. No me le ha perdido, pero en cambio yo he perdido el juicio por él, y ahora, aunque usted rabie y se enoje, me alegro de saber de boca de usted lo que yo sospechaba ya, que él también ha perdido el juicio por mí. Pero esto tiene fácil y pronto remedio. Si Blasillo me perdona los seis o siete años que tengo más que él, y si no forma mala opinión de mí por lo desenvuelta que anduve en el sotillo, y si entiende, como entienden todos en el lugar, que nadie me ha tocado el pelo de la ropa sino mi difunto marido, que buen poso haya, acudamos al cura para que nos cure y para que sin perderme el respeto, él y yo recobremos el juicio que ambos hemos perdido. Aquí está mi mano. ¿Querrá Blasillo tomarla?
-¡Pues no ha de querer, señá Nicolasa, pues no ha de querer!
Y el tío Blas, muy contento, se desgañitaba gritando:
-¡Blasillo!... ¡Blasillo!... ven acá, muchacho.
A las voces acudió Blasillo, que por dicha estaba en casa. El tío Blas le dijo:
-Mira hombre, aquí tienes a la señá Nicolasa. Hazme el favor y hazle el favor de ser ahora menos respetuoso con ella que durante el viaje y plantifícale media docena de besos en esa cara tan hermosa, donde ella está deseando que se los des. Si con esto le pierdes un poquito el respeto a la señá Nicolasa y cometes un pecado, ya el cura te absolverá, la absolverá a ella y os echará a ambos las bendiciones.
Blasillo no se hizo de rogar. Arremetió con la viuda, ya sin la menor timidez, le dio muchos más besos que los que el abuelo le recomendó que le diese, los recibió de ella en inmediato pago, y con el mismo brío y facilidad con que había levantado a la señá Nicolasa para subirla en el mulo, la levantó en el aire y la brincó y la chilló como preciada y queridísima prenda suya. La señá Nicolasa se reía de gusto, cerraba los ojos como si fuera a desmayarse y se alegraba de todo corazón de que Blasillo no le hubiese perdido el respeto, a fin de ser pronto toda de él con respeto y con todo.
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