jueves, 10 de mayo de 2018

¿A QUIÉN SALVAR?

En un pueblo costero vivía un pescador con su único hijo. Su esposa había fallecido al dar a luz, y él había tenido que criar solo al muchacho. Cada mañana el pescador se hacía a la mar con sus redes, y cada tarde volvía a la lonja para vender su captura y garantizar el alimento de su hijo. Y aunque tenían lo justo para vivir eran muy felices.
A medida que el pequeño crecía, el padre le enseñaba el arte de la pesca y trataba de darle una buena educación. "Hijo mío, para ser un hombre de provecho -solía repetirle- solo hacen falta tres cosas: un buen oficio, un hogar y ser un buen cristiano".
Una mañana padre e hijo salieron de su casa camino del puerto. Al doblar una calle se toparon con el mejor amigo del muchacho y le invitaron a acompañarles. Poco después los tres se hacían a la mar. El sol se asomaba lentamente por el horizonte y una brisa fresca empujaba suavemente la embarcación. Todo hacía presagiar una buena captura. Los tres echaron las redes una vez, luego otra, y otra más..., pero los peces no aparecían. Decidieron entonces remar mar adentro en busca de un lugar mejor para pescar.
Cuando la barca ya se había alejado de la costa y el puerto había desaparecido de la vista, el cielo se cubrió de amenazadores nubarrones y el viento comenzó a soplar con fuerza. Pronto las olas estallaron con violencia contra el casco del bote y la furia de la tormenta de desató.
El pescador y los dos muchachos se afanaban por achicar el agua de la cubierta. El bote crujía con cada nueva arremetida del mar. De pronto una gran ola embistió la barca. El golpe fue tan terrible que hizo volcar al pequeño navío, y todos cayeron al agua. El padre se agarró con fuerza a la quilla del barco para mantenerse a flote, y buscó con angustia a los muchachos. No tardó en verlos luchar contra las olas, cada uno separado del otro por bastantes metros.
Desesperado, buscó algo con que ayudarles, y encontró un cabo que flotaba entre los restos del naufragio. Enseguida comprendió la fatalidad: solo podría salvar a uno de los dos. Todo pasó en una fracción de segundo. El padre miró en dirección a su hijo y, con el corazón oprimiéndole la garganta, gritó: "¡Te quiero, hijo! ¡Te quiero mucho!". Y con todas sus fuerzas lanzó la cuerda al amigo del muchacho.
Con gran esfuerzo, el pescador y el joven llegaron a la playa. Exhaustos, cayeron sobre la arena. Tras un angustioso silencio, el joven preguntó al padre de su amigo: "¿Por qué? ¿Por qué me has salvado a mí?". El pescador, entre lágrimas, miró al joven y le dijo: "Mi hijo estaba preparado para la vida eterna, pero tú aún no habías descubierto el amor de Jesucristo".
Desde ese instante, el joven ya no fue el mismo; cambió radicalmente, consciente del alto precio que se había pagado por él.

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