Una madre tenía dos hijos. Una mañana se dio cuenta de que el menor ardía de fiebre, e inmediatamente lo llevó al hospital. Los médicos, dada la gravedad, decidieron que el pequeño debía quedarse ingresado.
Durante días la madre no se despegó de su lado. Cuidaba de él día y noche, y rara vez pasaba por casa, salvo para asearse o coger lo estrictamente necesario para poder pasar las siguientes noches en el hospital. El hijo mayor la veía entrar y salir de casa corriendo, sin apenas detenerse a saludarle.
Tras varias semanas la enfermedad remitió, y madre e hijo pudieron finalmente regresar a casa. Al llegar, el hermano mayor apenas les saludó, y rápidamente se encerró en su cuarto.
La madre enseguida comprendió lo que pasaba. Llamó a su puerta y le preguntó:
- Hijo, ¿qué te pasa? ¿No te alegras de que estemos juntos otra vez?
Él le soltó con rabia todo lo que llevaba dentro:
- Mamá, siempre he pensado que mi hermano era tu favorito. Ahora tengo claro que le quieres más a él que a mí.
La madre se acercó y lo abrazó. Después, mirándolo con amor, le dijo:
- Mi hijo favorito es el hijo enfermo, hasta que se cura; el que está lejos de casa, hasta que vuelve; el que sufre, hasta que encuentra consuelo. ¿Entiendes ahora que tú también eres mi hijo favorito?
Esta sencilla historia refleja algo que todos hemos sentido durante esta terrible pandemia: el impulso por ayudar a quien más lo necesita. Este deseo surge del Amor de Dios, que ha sido puesto en nuestros corazones y nos apremia a ayudar al que sufre.
Por eso, cuando nos volcamos en ayudar a algunos de estos "hijos favoritos" descubrimos la plenitud y la felicidad. Y es que ahí radica el verdadero sentido de nuestra vida.
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