Buenos días. Hoy, en medio del verano, hacemos una parada para celebrar la fiesta de la Transfiguración del Señor. Hoy el Señor toma a sus apóstoles más cercanos y les muestra su gloria, la gloria de Dios. Y nosotros, en medio de este tiempo ordinario, también somos invitados a descubrir su gloria; Cristo es el Hijo amado, el predilecto. Todos hemos tenido algún momento de encuentro único con la gloria de Dios, donde hemos sentido lo mismo que Pedro, qué bien se está en Dios. Debemos guardar estos momentos para que nos den fortaleza cuando llegue la Cruz, porque sin Cruz no hay resurrección. Seamos buenos y confiemos en Dios, nuestro único refugio.
1ª Lectura (Dan 7, 9-10.13-14): Durante la visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
Salmo responsorial: 96
R/. El Señor reina altísimo sobre toda la Tierra.
El Señor reina, la Tierra goza, se alegran las islas innumerables. Tiniebla y nube lo rodean, justicia y derecho sostienen su trono.
Los montes se derriten como cera ante el dueño de toda la tierra; los cielos pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria.
Porque tú eres, Señor, altísimo sobre toda la Tierra, encumbrado sobre todos los dioses.
2ª Lectura (2Pe 1, 16-19): Cuando os dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor Jesucristo, no nos fundábamos en fábulas fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz: «Este es mi Hijo amado, mi predilecto». Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada. Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día, y el lucero nazca en vuestros corazones.
Versículo antes del Evangelio (Mt 17, 5): Aleluya. Este es mi Hijo muy amado, dice el Señor, en quien tengo puestas todas mis complacencias; escuchadlo. Aleluya.
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