jueves, 24 de junio de 2021

CÓMO OBTUVO EL JOROBADO SU OTRA JOROBA (Cuento popular)

Viajaban, dos jóvenes en busca de trabajo. El uno era aprendiz de sastre y el otro de joyero.
Una tarde al pasar por un bosque les llegó a los oídos una extraña música, tan dulce y agradable, que al punto sintieron desaparecer el cansancio de la ruda caminata. Los dos aprendices abandonaron el camino real para seguir un sendero que, penetrando más en el bosque, parecía conducir al lugar donde sonaba la tonadilla. No hay que decir cuánto fue el miedo que pasó el aprendiz de joyero; hasta la joroba —porque tenía esa desgracia— se le estremecía de pánico.
Guiándose siempre por los agradables acordes, llegaron finalmente al borde de una especie de hondonada, en cuyo fondo descubrieron una multitud de enanitos danzando. Asidos todos de las manos, formando un círculo, bailaban y saltaban al son de la melodía al tiempo que, con sus vocecillas, entonaban lindísimas canciones. Era algo realmente maravilloso.
En medio del corro de danzarines se hallaba otro enano, si bien un poco más alto que sus compañeros; tenía una hermosa y larga barba blanca que casi le arrastraba.
Al ver a los aprendices,  el gnomo les llamó por señas y les indicó que vinieran adonde él estaba. Entonces los demás gnomos se sumaron, invitándolos a la fiesta. El aprendiz de joyero, se adelantó y entró decidido en el coro, colocándose al lado del hombrecillo de la barba blanca. Un momento después, el sastre hacía lo mismo que el jorobado.
Los hombrecillos se alegraron tanto de su presencia, que reanudaron la danza y los cantos con mas bríos y alegría que antes.
Por su parte, el gnomo de la barba blanca echó la mano de su cuchillo y se puso a afilarlo con el mayor cuidado. Repentinamente, el gnomo dio un brinco y agarrándolos por el cuello con una fuerza prodigiosa, les afeitó la cabeza y la barba con la mayor destreza y en menos tiempo del que se necesita para cortarlo.
Sin que pudieran decir o hacer nada, el gnomo los dejó en libertad y les hizo señas de que se marcharan. Parecía muy satisfecho. Los asombrados aprendices ya se iban, cuando nuevamente el extraño gnomo les hizo unas señas. Pero ahora señalaba un montón de carbón que se veía allí cerca. Y con gestos inconfundibles les invitó a que se llenaran los bolsillos. El primero en hacerlo fue el aprendiz de sastre y luego le imitó el joyero.
Después de que se llenaron los bolsillos, se marcharon muy de prisa del extraño lugar.
Antes de partir, volvieron la cabeza para ver, por última vez, a los pequeños bailarines. En aquel momento comenzaban a sonar las doce en el campanario de un monasterio cercano y al instante quedaron interrumpidas la danza y la música de los gnomos, que desaparecieron como por encanto.
Siguieron su marcha y después llegaban a una aldea donde obtuvieron albergue para pasar la noche. Vestidos como iban, se dejaron caer en los camastros que les dieron y al momento, se quedaron dormidos.
Les despertó, con sobresalto, la sensación de que alguien tiraba de ellos. Apuntaba ya el día. Pronto se dieron cuenta de que no era que les tirasen de la ropa, sino que todo se debía al peso que llevaban en el bolsillo. Se acordaron del carbón y lo sacaron, encontrándose, con la sorpresa de que los trozos que recogieran la noche anterior se habían convertido en otros tantos pedruscos de oro macizo.
Un momento después descubrirían, que durante la noche les había vuelto a crecer el cabello.
Claro está que se sintieron muy felices. Unas horas antes eran pobrísimos y ahora, cuando menos podían esperarlo, eran dueños de inesperadas y cuantiosas riquezas. De los dos, el más rico era el aprendiz de joyero. En efecto, el jorobado, que era muy codicioso, había tomado doble cantidad de carbón que su compañero. Por lo tanto, era doblemente más rico.
—Sólo un tonto —se decía— pudo no haber comprendido que el enano de las barbas no nos iba a hacer cargar con carbón, de no ser con objeto de recompensar nuestra docilidad al dejar, como hicimos, que nos pelara la cabeza y la barba.
No quiso desayunar tampoco, a pesar de que no había cenado. Solo se preocupaba dar con un medio que les permitiese aumentar la fortuna inesperada que les había venido a las manos.
Al fin decidió volver aquella noche nuevamente a la hondonada, en busca de mas carbón. Y así se lo propuso a su compañero.
Pero el sastrecillo, se negó en redondo, diciendo:
—Gracias amigo; pero yo tengo bastante con lo que he conseguido. Regresaré a mi aldea y pondré un taller de sastrería. Sin embargo, tú puedes hacer lo que te parezca. Si vuelves al bosque esta noche, te aguardaré hasta mañana para regresar juntos.
Tan pronto anocheció, el jorobado, que continuaba con su propósito de enriquecerse, tomó el caminito que conducía a la hondonada del bosque. Llevaba consigo dos grandes sacos. En el mismo lugar de la noche anterior, encontrándose con el corrillo de enanos que danzaban y cantaban. También estaba el gnomo de la barba. Sin vacilar, el aprendiz de joyero se metió en el corrillo. Su codicia le había hecho olvidar el miedo que siempre tuviera en la noche.
Ocurrió todo exactamente igual. El barbudo gnomo le afeitó la cabeza y luego le invitó a que tomara el carbón que quisiese.
La única diferencia fue que el enano no parecía tan contento. Pero el codicioso jorobado no se dio cuenta de ello. Estaba muy ocupado metiendo carbón en los sacos, que llenó hasta reventar.
Arrastrando los pesados sacos, regresó al albergue. El jorobado se echó a su camastro, pero no pudo dormir. Ansiaba que llegara el día para contemplar su tesoro.
Apenas brilló la primera luz de la aurora, saltó el aprendiz de joyero de su cama. Febrilmente desató las bolsas, afanoso por ver cuánto oro poseía..
¡Que amarga desilusión! Los sacos solo contenían carbón. Y carbón también era lo que había en los bolsillos de sus ropas. Su desesperación fue enorme ante semejante desengaño. Luego se conformó un poco. Aún era más rico que el sastre: tenía el oro de la vez anterior.
Así pensando, lo buscó debajo de su jergón donde lo dejara. ¡Nuevo desencanto!  ¡También el oro se había vuelto carbón!.
Tanto fue su dolor, que se llevó las manos a la cabeza para arrancarse los cabellos. Pero se encontró con la testa limpia: ¡el pelo no le había vuelto a crecer! ¡Se había quedado calvo!
Y sin embargo, aún no conocía la totalidad de su castigo por la codicia de que diera pruebas: formando juego con la joroba que tenía en la espalda, al aprendiz de joyero le había nacido otra en el pecho.
El sastrecillo, que se había despertado y vio cuanto le sucediera a su compañero, dejó entonces su lecho y, poniéndole la mano en la espalda, le consoló con estas palabras:
—Amigo, cesa tu desesperación. Si todo lo perdiste, yo aún tengo mucho. Toma la mitad de mi oro que, a pesar de ello, aun poseeré más de lo que pueda necesitar.
Y gracias al buen sastrecillo, el joyero pudo, como él, establecerse y buscar trabajo, la fuente de la verdadera riqueza. Llegó a ser dueño de un bonito capital, pero, en recuerdo de su codicia, tuvo siempre doble joroba y jamás volvió a crecerle el pelo.

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