Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y
hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella
criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde
estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo
mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses.
Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si
esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para
que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las
palabras por dentro.
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