jueves, 4 de junio de 2015

LA SONRISA DE LA PRINCESA DIAMANTINA (Rubén Darío)

Cerca de su padre, el viejo Emperador de la barba de nieve, está Diamantina, la princesa menor, el día de la fiesta triunfal. Está junto con sus dos hermanas. La una, viste de rosado, como una rosa primaveral. La otra, de brocado azul, y por su espalda se amontona un crespo resplandor de oro. Diamantina viste toda de blanco. Y es ella así, blanca como un maravilloso alabastro ornado de plata y nieve. Tan solo en su rostro de virgen, como un pájaro de carmín que tuviese las alas tendi­das, su boca en flor, llena de miel ideal, está aguardando la divina abeja del País Azul.

Delante de la regia familia, que resplandece en el trono como una constelación de poder y de grandeza -en el trono purpurado sobre el cual tiende sus alas un águila y abre sus fauces un león-, desfilan los altos dignatarios y guerreros, los hombres nobles de la corte, que al pasar hacen la reverencia. Poco a poco, uno por uno, pausadamente pasan. Frente al monarca se detienen, en tanto que un alto ujier galoneado dice los méritos y las glorias en sonora y vibrante voz. El Emperador y sus hijas escuchan impasibles. Y de cuando en cuando turba el solemne silencio roce de hierros, crujido de armaduras.

Dice el ujier:
—"Este es el príncipe Rogerio, que fue grande en Trebizonda y en Bizancio. Su aspecto es el de un efebo, pues apenas ha sa­lido de la adolescencia; mas su valor es semejante al del griego Aquiles. Sus armas ostentan un roble y una paloma: porque teniendo la fuerza, adora la gracia y el amor. Un día, en tierras de Oriente...".
El anciano imperial acaricia su barba argentina con su mano enguantada de acero, y mira a Rogerio, que, delicado y gentil como un San Jorge, se inclina, la diestra en el puño de la espada, con exquisita arrogancia cortesana.

Dice el ujier:
—"Este es Aleón, el Marqués. Constantinopla lo ha admirado vence­dor, rigiendo con riendas de seda en un caballo negro. Es Aleón el mago, un Epífanes, un protegido de los portentosos y desconoci­dos genios. Dícese que conoce hierbas que le hacen invisible, y que posee una bocina, labrada en diente de hidra, cuyo ruido pone espanto en el alma y eriza los cabellos de los más bravos. Tiene los ojos negros y la palabra sonora. En las luchas pronun­cia el nombre de nuestro Emperador, y nunca ha sido vencido ni herido. En su castillo ondea siempre una bandera negra".
Aleón, semejante a los leones de los ardientes desiertos, pasa. La princesa mayor, vestida de rosado, clava en él una rápida y ardiente mirada.

Dice el ujier:
—"Este es Pentauro, vigoroso como el invencible Heracles. Con sus manos de bronce, en el furor de las batallas, ha abollado el escudo de famosos guerreros. Usa larga la cabellera que hace temblar heroica y rudamente como una fiera melena. Ninguno como él corre al encuentro de los enemigos y bajo la tempestad. Su brazo descoyunta, y parece estar nutrido por las mamas henchidas de una diosa yámbica y marcial. Huele a bestia mon­taraz y come carne cruda".
La princesa del traje azul no deja de contemplar al caballero tremendo que con paso brusco atraviesa el recinto. Sobre un casco enorme se alza un grueso penacho de crin.

Del grupo de los que desfilan se desprende un joven rubio, cuya barba nazarena parece formada de un luminoso toisón. Su armadura es de plata. Sobre su cabeza encorva el cuello y tiende ­las alas olímpicas un cisne de plata.

Dice el ujier:
—"Este es Heliodoro, el Poeta".

Ve el concurso temblar un instante a la princesa menor, a la princesa Diamantina. Una alba se enciende: el blanco rostro de la niña vestida de brocado blanco, blanca como un maravi­lloso alabastro. Y el diminuto pájaro de carmín que tiene las alas tendidas, al llegar una abeja del País Azul a la boca en flor llena de miel ideal, enarca las alas, encendidas por una sonrisa, dejando ver un suave resplandor de perlas...

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