miércoles, 10 de junio de 2015

PINICHI (Cuento de Marcial Marín)

Un hombre con cara de gorila abrió en la tierra un hoyo en forma de rectángulo, y en él fue inhumado el cuerpo de la infortunada Chata, al pie del talud que bordeaba las tapias del cementerio y bajo el ramaje de un ciprés secular por el que traspasaba débilmente un rayo de sol. Fue una tarde de abril, tan apacible y risueña que allí, en aquel siniestro recinto de la muerte, lleno de rosales en plena eflorescencia, de grupos de geráneos que el sol coloreaba en mil matices, la primavera andaluza, violenta, brusca, abrasadora, parecía evocar la imagen de una mujer hermosa, de ojos de fuego, de cabellos negros, que ríe mostrando todos los dientes blancos de su boca, y que en el chasquido de sus labios rojos nos envía un beso por el ambiente caldeado...

                                                                           *****

    La Chata era toda una historia grabada en un espíritu épico y sublime. Sola, sin más parientes que una vieja abuela, que para nada cuidaba de ella, vivía en el arroyo sufriendo las mil y una peripecias que le ocasionaban la eterna razón de vivir en aquel ambiente de la golfería, en el aire viciado de la calle, teatro donde estas excrecencias sociales cantan, ríen y lloran.
    Como a toda mujer, le llegó el día de su primer amor, y aquella billetera que oía con indiferencia los requiebros de los señoritos -sempiternos mercachifles de lo bello- sintió en su espíritu algo como una renovación de la vida en el cariño que le inspiró Currinche, un sinvergüenza de tomo y lomo encastado en ratero, jugador de bolos, amigo de trampas y perfecto conocedor de tascas y burdeles.
    La Chata, desde el día en que Currinche y ella se entendieron, cuidó mucho del aliño de su persona acicalándose cuanto podía, poniéndose coquetonamente al cuello su pañuelo encarnado de seda -el solo tesoro de su ajuar- y lavando y relavando aquella bata azul de motitas blancas, la única que tuvo desde que fue mujer y la que miraba con profundo cariño como un tesoro de recuerdos nupciales.
    De aquellos amores, tiernos y apasionados en la Chata, bajos y ruines en Currinche, nació Pinichi, rechoncho y chatillo como la madre, rubio como el vino nuevo, y tan gordinflón que no parecía sino que se había chupado todo el jugo de la Chata.
    Ni qué decir tiene que aquel amor, que Currinche había satisfecho como un salvaje, se aplacó, y a la vuelta de algún tiempo las recriminaciones, los insultos y los desprecios llovieron sobre la Chata, y Currinche acabó por olvidarla. Ella, ante aquel desengaño, le dio su palabra, "palabra de hombre", de no mirarle más a la cara.
    Las cosas siguieron, como al principio, su curso tradicional: ella, vendiendo billetes de lotería por calles y cafés, con Pinichi en brazos, y él tratando de romper el círculo de su mediocre golfería con raterías y trampas en el juego.
    Una profunda tristeza se apoderó del ánimo de la Chata, y solo las caricias y los mimos de Pinichi la consolaban de aquel estado de tedio, de tedio inmenso.
    Pasaron cinco años, y Pinichi, siempre pegado a la falda de su madre, la ayudaba, como todo un hombre, a vender billetes de lotería y a hacer todo lo que se terciara para contribuir al indispensable puchero, que era su delicia. Sabía que su padre era el Currinche y le conocía porque en varias ocasiones su madre se lo había enseñado en una turba de golfos con los cuales andaba.

                                                                        *****

    Aquellas mejillas sonrosadas de la Chata empezaron a palidecer. Se volvió taciturna y por días se acentuaba en su semblante una gran demacración. Sintió algo extraño en su naturaleza, algo como una depresión nerviosa, anemia de espíritu, cansancio y un profundo hastío hacia la vida, que se revelaba en gestos de tristeza. Llegó un día en que, falta de fuerzas, extenuada por una consunción devoradora, tuvo que sentarse en el quicio de una puerta, casi sin voz ni aliento para pregonar.
    El pobre Pinichi, que la consolaba echándole sus brazos al cuello, colmándola de besos, mesando sus cabellos en desorden, pasando sus manitas tiznadas por su rostro caldeado por la fiebre, sufrió más que nunca en aquel terrible día en que vieron sus ojos temblar una lágrima por el semblante triste de su madre.
    La Chata fue al hospital fatalmente predestinada a morir allí. Pinichi iba a verla todos los días, y la veía gracias a la buena voluntad de Sor Micaela, que le había tomado afecto en su corazón de ángel.
    A decir verdad, Pinichi no escapaba del todo mal, pues ya unos, ya otros, todos en el hospital le daban de lo que comían, y a no ser por aquel airecillo sombrío y tristón que tenía se hubiera creído que estaba pasando una buena temporada.
    Una tarde, ya en las postrimerías de su lento agonizar, sentado Pinichi a los pies de la cama donde fatigosamente respiraba la Chata como si un corsé de acero le oprimiese el pecho, oía de su madre en un tono de voz dulce y apagado:
    - Mira, Juanito, si algún día tú tienes dinero quiero que me compres dulces, muchos dulces.
     - Sí, madre, muchos.
    - ¡Si la Virgen quisiera...! Si yo me pusiera buena, íbamos a comer dulces, ¿sabes, Juanito?
    Y después de una pausa siguió:
    - Es menester que tú se lo pidas a la Virgen.
    - Sí, madre, yo se lo pediré a la Virgen.
    Un quejido, un inmenso suspiro de la Chata interrumpió la conversación. Aquella tarde no hablaron más.

                                                                           *****

    Al dar la oración, Pinichi, como siempre, se despidió de su madre con un beso que fue más ardiente, más apasionado que nunca, y salió del hospital llevado de la mano por Sor Micaela, con el corazón oprimido, la frente baja y el ánimo decaído hasta más no poder.
    Vagó algún tiempo preocupado, ensimismado y como dominado por una idea. ¡Pinichi también tenía ideas!
    Su madre le había dicho "¡Si la Virgen quisiera!" ¿Y por qué no había de querer pidiéndoselo él? Se acordó de aquella Virgen de la Macarena, la que su madre le llevó a ver algunas veces, y a la Macarena se encaminó resueltamente, casi lleno de gozo y sintiendo los latidos de su corazón como las sacudidas de un letargo. Entró en el templo, lleno de fieles, y con un pasillo ligero, como si esperase recibir una caricia, se dirigió al altar donde radiante de luz y de belleza, en un nimbo de gloria que manaba efluvios de las flores esparcidas a sus pies, estaba la Virgen de la Esperanza. Pinichi se arrodilló y con sus ojos le pidió a la Virgen lo que su madre quería. Se halló tan abstraído, tan ensimismado, que su oración parecía un éxtasis.
    El templo quedó desierto, y un acólito, dándole un pescozón en la cabeza, le advirtió de que era la hora de marcharse.
    Salió a la calle todavía abstraído, y al cabo de vagar un buen rato, el cansancio y las emociones del día rindieron su cuerpo, deseoso de descansar. Allí, en el portal de una casa de calle solitaria, se acurrucó, y suave y diligente, el sueño adormeció su alma, que soñó. La luz de un farol vecino le daba de lleno en la cara, y en aquella actitud de plácido reposo parecía una evocación de Miguel Ángel.
    El silencio de la calle fue interrumpido por los pasos de dos trasnochadores, que alegres y hablando en voz alta habían salido de una taberna próxima. Al ver a Pinichi allí acurrucado, un mismo sentimiento de ternura se apoderó de los dos transeúntes y su alegría se trocó en un silencio contemplativo con los ojos fijos puestos en Pinichi.
    - ¿No te parece -dijo uno al otro- que es un chiquillo precioso?
    - Sí, y que duerme muy bien -repuso su acompañante, que llevaba en una mano un envoltorio.
    - Dame, dame esos dulces. Verás la sorpresa que se va a llevar cuando despierte.
    Y tomando de manos de su amigo el envoltorio, que era un papel con dulces, lo colocó con mucho sigilo, poniendo encima de él unas cuantas monedas, sobre las piernas de Pinichi. Se alejaron hablando en voz baja, comentando la sorpresa que esperaba al golfillo al despertar.

                                                                           *****

    La aurora, con sus tintes rojos que parecían franjas de oro, asomaba a los leves esperezos del alba.
    Una inundación de luz hizo parpadear los ojos de Pinichi, que, como el que sale de un largo sopor, se incorporó. Se restregó los ojos y sintió deslizarse de sus piernas un objeto que cayó en el suelo. Con gran sorpresa miró aquel bulto y se apresuró a coger las perrillas desperdigadas por el suelo. Le parecía que soñaba. Al abrir el envoltorio de los dulces y verlos, una explosión de alegría estalló en su alma, que con intensa emoción saludaba riendo a la Virgen de la Esperanza. 
    Con sus dulces bajo un brazo, y más alegre que unas pascuas, subió Pinichi aquella mañana de un brinco la escalinata del hospital, deseoso de dar a su madre el beso de todos los días y comer con ella aquellos dulces obsequio de la Virgen.
    Sor Micaela, que andaba al acecho, detuvo a Pinichi al entrar en la sala donde estaba la Chata. Pinichi, al verla, dijo:
    - ¡Mire usted lo que traigo a mi madre, dulces, dulces!...
    Sor Micaela le dio un beso, y cogiéndole por un brazo, le dijo en voz baja y misteriosa:
    - Mamá está durmiendo y no se le puede despertar ahora. Vamos a dejarle los dulces en la cama para cuando despierte. Ven, ven despacito...
    Y sin hacer ruido, silenciosos, se acercaron a la cama donde reposaba la Chata, con la cara tapada por un velo negro, dejando al descubierto sus manos inertes y demacradas.


    Pinichi, con ojos curiosos, inclinaba su cabecita para ver por debajo del velo la cara de su madre, y con gran cuidado, con una sonrisita de satisfacción, dejó sobre la almohada el papel con los dulces, que le olían a gloria.
    Sor Micaela, emocionada por aquella escena, cogió a Pinichi en sus brazos y acariciándole le decía:
    - Ven, ven conmigo. Le he ofrecido a tu madre que tú no serás un golfo, sino un hombre, un hombre como ella quería que fueses... Vas a ver muchos niños... Allí vas a jugar, a correr...
    Aquella noche, por primera vez en su vida durmió Pinichi bajo techado sobre un jergón de paja cubierto con blancas sábanas, en una sala del hospicio.

                                                                       *****

    El mejor ebanista de Sevilla era, sin duda, Pinichi, y que lloviera o venteara no dejaba ningún día de fiesta de ir a visitar en el hospital a la buena madre Sor Micaela, que era ya la superiora, con la que echaba sus mejores ratos de solaz y esparcimiento.
    Una tarde, terminada su visita, anduvo Pinichi por varias calles al azar y sin nada que le preocupase el ánimo ni el entendimiento. Allá, en lo más ancho de una plazuela, vio un grupo numeroso de hombres y chiquillos arremolinados con alegre jolgorio a la puerta de una taberna. La curiosidad, ese atractivo de lo desconocido, le llevó al grupo, y pudo apreciar que todo aquel jolgorio lo producía un viejo andrajoso y ciego que sentado en un mugriento catrecillo de lona arrancaba de las cuerdas de su guitarra notas tristes acompañadas de coplas tiernas y sentidas.
    Un gran silencio se produjo entre la turba de curiosos esperando el momento de que el viejo se arrancara; y este con el semblante compungido, abriendo desmesuradamente sus ojos, vacíos de luz, cantó con voz ronca una seguidilla gitana. Los bravos y olés atronaron el aire y una lluvia de perras cayó sobre el platillo que el ciego tenía a sus pies.
    - Cántanos otra -decía uno.
    - ¡Viejo, que nos estrozas! -decía otro.
    Un torerillo que estaba a su lado vociferó:
    - Canta la mía, Currinche.
    ¡Currinche! Este nombre fue un pensamiento de hiel en el cerebro de Pinichi. Se quedó como anonadado bajo la impresión de un cruel y triste presentimiento. Buscó con la vista al ciego y le observó fijamente abstraído de cuanto le rodeaba, absorto en profundas meditaciones. Allá en lo íntimo de su ser la parecía oír estas palabras: "¡Padre! ¡Mi padre!".
    Al verlo de aquel modo, ciego, andrajoso, hecho un mendigo, le pareció que la Providencia lo mostraba a sus ojos como una revelación de la justicia inmanente.
    De pronto, se abrió paso entre el grupo y levantando al viejo de su asiento, asiéndole por un brazo, le dijo:
    - Venga usted conmigo, viejo, que le voy a llevar a usted a una juerga. Se va usted a ganar dos duros.
    - ¿Dos duros? -repitió el ciego con sorpresa.
    Protestaron algunos del grupo de la intempestiva intervención de Pinichi, y tal vez no hubiese este realizado sus deseos si la oportuna aparición de un coche no le hubiese dado ocasión de escapar de allí en compañía del ciego cantador.

                                                                    *****

    - ¿Tú?... ¿Tú eres mi hijo?... Ven, ven que yo te bese ya que mis ojos no te pueden ver -decía el ciego arrodillado, con los brazos en cruz, delante de la figura sombría, tétrica, amenazadora y severa de Pinichi, que parecía poseído del genio de un dios vengador.
    - Sí, el hijo de usted, el hijo de un mal hombre y de una mujer que si viviese lo perdonaría a usted... Pero, yo no.
    - Sí, perdóname, hijo, perdóname como tu madre me perdona desde el cielo.
    Pinichi, evocando todos los recuerdos de su infancia, lloraba. Se abrazaron los dos y un noble impulso de la Naturaleza hizo sentir a aquellos dos corazones tan distintos, en el perdón y en el arrepentimiento, efluvios de un mismo amor que parecía descender desde los cielos, como el rocío de la noche, para aplacar sus ansias de llorar, para endulzar el mundo de recuerdos que les traía la lejana visión de la Chata.

 Cuento de Marcial Marín publicado en el número 151 de la revista POR ESOS MUNDOS (Agosto de 1907). Ilustración de Esteban Menéndez.

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