¡Oh incomparable san José, qué grande fue el dolor que experimentaste cuando se perdió en el templo tu amado Salvador Jesús! Por el amor que le tenías ardía tu corazón en delicias del cielo, al paso que el dolor le convertía en un mar de pena amarguísima. ¡Ay, si pudiera yo experimentar algo de ese amor y de ese dolor! ¡Yo, que he sido un monstruo horrible de ingratitud, despidiendo tantas veces a Jesús de mi corazón con el pecado, y perdiendo así todo mi bien! ¡Oh si fuese tan viva mi contrición que separase mi alma de este cuerpo, instrumento indigno de las ofensas que he hecho a mi Señor! ¡Oh Protector mío afligidísimo, concédeme la gracia de ser tan constante en mi propósito que ni el mundo, ni el demonio, ni la carne puedan apartarme jamás de mi dulcísimo Jesús. Y si por culpa mía no ha empezado aún a habitar en mi alma, como ardientemente deseo, dile tú una palabra por mí, para que me ayude a buscarle y encontrarle. De este modo no perteneceré al número de aquellos infelices cuya fatal ceguedad llora san Agustín, porque para todo son solícitos menos para lo que toca a Dios, Son tan insensatamente audaces que mientras no hacen caso, si es que no se ríen, de haber perdido a Dios, no omiten diligencia alguna, digo poco, no descansan ni viven, hasta que no encuentran aquel buey, aquella oveja, aquel jumento que perdieron (San Alfonso María de Ligorio, VII Dol. de María Sma.).
JACULATORIA
Haz que yo participe
de tu dolor ¡oh José!
porque es el camino, lo sé,
para encontrar a Jesús.
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