¡Oh Señora, te diré con san Buenaventura, que con el amor y favores que muestras a tus siervos les robas los corazones! Roba también mi corazón miserable que desea amarte mucho. Tú, Madre mía, con tu hermosura has enamorado a un Dios, y lo has atraído desde el cielo a tu seno: ¿y yo viviré sin amarte? No, te digo como san Juan Berchmans que jamás quiero descansar hasta estar seguro de haber alcanzado el amor; pero un amor tierno y constante hacia Ti, Madre mía, que con tanta ternura me has amado, aun cuando yo te era ingratísimo. ¿Y qué sería ahora de mí si Tú, Madre mía, no me hubieses amado y alcanzado tantas misericordias? Si Tú, pues, me has amado tanto cuando yo no te amaba, ¿cuánto más debo esperar de tu bondad ahora que te amo? Yo te amo, Madre mía, y quisiera un corazón que te amase por todos aquellos infelices que no te aman. Quisiera una lengua que valiera por mil lenguas para alabarte, con el fin de hacer conocer a todos tu grandeza, tu santidad, tu misericordia y el amor con que amas a los que te aman.
Si tuviera riquezas, quisiera emplearlas todas en tu honor. Si tuviera súbditos, quisiera hacer a todos que te amasen. Quisiera, en fin, dar también mi vida si fuese necesario por Ti y por tu gloria.
Te amo, pues, Madre mía, pero al mismo tiempo temo que no te ame, porque oigo decir que el amor hace semejantes a la persona que ama a la que es amada. Pues si me veo tan desemejante a Ti, es señal de que no te amo. ¿Tú tan pura, y yo tan asqueroso? ¿Tú tan humilde, y yo tan soberbio? ¿Tú tan santa y yo tan malo? Pero esto es lo que Tú has de hacer, oh María: ya que me amas, hazme semejante a Ti. Tú tienes todo el poder para mudar los corazones; toma, pues, el mío y cámbialo. Haz ver al mundo lo que puedes hacer a favor de los que amas. Hazme santo, hazme digno hijo tuyo. Así lo espero. Así sea.
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