¡Oh Soberana Reina mía y digna Madre de mi Dios, María santísima! Reconociéndome yo tan vil y tan sucio de pecados no debiera tener atrevimiento de acercarme a Ti y llamarte Madre. Pero no quiero que mis miserias me priven del consuelo y confianza que siento en llamarte Madre. Merezco, ya lo sé, que Tú me deseches, pero te ruego que atiendas a lo que ha hecho y padecido tu Jesús por mí, y después deséchame si puedes.
Yo soy un pobre pecador que he ofendido a la divina Majestad más que a ningún otro; pero, Señora, el mal ya está hecho. A Ti acudo, Tú me puedes ayudar: Madre mía, ayúdame. No me digas que no puedes, porque yo sé que eres omnipotente y que consigues de tu Dios cuanto deseas. Si en fin dices que no me quieres ayudar, dime al menos a quién debo acudir para que me socorra en tanta desgracia mía.
¡Oh! ten piedad de mí, te diré a tu Hijo y a Ti con san Anselmo: Tú, Redentor mío, perdonándome, y Tú, Madre mía, intercediendo por mí; o enséñame a qué personas he de acudir que sean más piadosas que vosotros y en quienes pueda yo confiar más. No, que ni en el cielo ni en la tierra puedo hallar quien tenga mayor piedad que vosotros de los miserables, ni quien mejor pueda ayudarlos.
Tú, Jesús, eres mi Padre, y Tú, María, eres mi Madre. Vosotros amáis a los más desdichados, y los vais buscando para salvarlos. Yo soy un reo del infierno, el más infeliz de todos; pero no tienes necesidad de ir buscándome ni yo pretendo que me busques. Yo me presento a Ti con esperanza cierta de que no quedaré desamparado.
Aquí estoy a vuestros pies: Jesús mío, perdóname; María mía, socórreme.
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