Roberto tenía diez años y no se daba cuenta de los sacrificios de su madre, una pobre viuda que trabajaba en humildes menesteres para que a su hijo no le faltara lo más esencial.
El niño, más que un embustero, era un enfermo de delirio de grandezas que aprovechaba cualquier ocasión para hablar de ficticias riquezas.
Aquel día, al salir del colegio, les dijo a sus compañeros que él poseía el mejor juguete de la ciudad: un avión que se elevaba y aterrizaba a voluntad del que lo manejaba a distancia.
- ¡Lo queremos ver! -fue el clamor unánime de todos sus condiscípulos.
Roberto se asustó. El compromiso que había contraído con sus fantasías era realmente serio. Si se negaba, daba motivo para que sospecharan de la veracidad de todas sus manifestaciones y ya no le creerían más.
Mientras pensaba esto, ya sus compañeros le empujaban hacia la aristocrática casa que creían era la suya. Uno de ellos abrió la puerta y casi a empujones le hicieron entrar. En este momento Roberto quedó paralizado de terror. Su madre estaba fregando el vestíbulo en su calidad de asistenta, con el cubo al lado y arrodillada en el suelo.
- Venimos a pedir a la mamá de Roberto que nos deje ver el avión que vuela solo -respondió uno de ellos.
Roberto no sabía dónde mirar, tal era su confusión y vergüenza. Fue su madre la que rompió el silencio.
- ¿Su mamá? ¿El avión? -murmuró extrañada. Pero enseguida comprendió. Y entonces con aquella abnegación que solo las madres son capaces de sentir, abandonó su legítimo papel para sacar a su hijo del atolladero. Con tono afligido respondió:
- Es imposible, lo siento. La señora no está en casa y ella es la que guarda el avión bajo llave.
Fue un instante de emoción pura. Roberto corrió hacia ella, se lanzó a su cuello y besándola repetidamente gritó sollozando:
- ¡No! ¡Mi madre eres tú! ¡Perdóname!
Luego, volviéndose hacia sus compañeros, sin dejar de abrazarla, añadió con orgullo:
- Soy un embustero. No dispongo de juguetes ni soy rico. ¡Pero tengo una madre que vale más que todas las grandezas del mundo...!
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