Estando refugiado en York, el P. Campion escribió, en latín, su obra más famosa: Decem Rationes (Diez razones para ser católico), en seguida divulgada por todo el país. El 29 de junio de 1581 aparecieron en los bancos de la iglesia de Santa María de Oxford 400 ejemplares de esa obra, que habían sido dejados por alguna mano desconocida…
Como respuesta a esta audaz iniciativa de los misioneros, la reina ofreció una gran recompensa por su captura, sobre todo la del P. Campion. El 16 de julio, festividad de la Virgen del Carmen, él y el Hno. Emerson se encontraban en una casa de Lyford Grange, administrando los Sacramentos. Camuflado entre los fieles estaba un espía, llamado George Eliot. Igual que Judas el infame, salió después de comulgar, para denunciar a los misioneros a quien le pagaba el salario de su vil oficio.
No tardaron en llegar los agentes del Gobierno, que registraron la casa y detuvieron a los ministros de Dios. Atados en caballos y cabalgando de espaldas, fueron conducidos hasta Londres, donde entraron entre manifestaciones de escarnio de un reducido populacho. En el sombrero del P. Edmundo había puesta una inscripción que decía: “Campion, el jesuita sedicioso”.
En la Torre de Londres se inició el proceso contra el P. Campion. La reina quiso hablar personalmente con él. Le ofreció la vida, la libertad, honras e incluso la diócesis de Cambridge, a condición de que reconociese su supremacía espiritual en el Reino de Inglaterra. El valiente varón rechazó todas esas ofertas. Entonces se dio proseguimiento a las investigaciones. Aunque sometido a terribles torturas, el P. Campion se defendió con tanto acierto que sus acusadores no encontraban medio de incriminarlo. Fue necesario recurrir a declaraciones de falsos testigos.
En un ridículo juicio realizado en Westminster, el 20 de noviembre, se decretaba la sentencia de muerte en la horca, seguido de destripamiento y descuartizamiento. San Edmundo y sus compañeros condenados, el P. Sherwin y también el jesuita Briant, la acogieron con el cántico jubiloso del Te Deum laudamus y de un versículo del salmo 118: “Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en Él” (v. 24).
George Eliot, el delator, procuró al santo misionero en el calabozo para pedir perdón. Y fue perdonado inmediatamente.
Caía una lluvia fina y fría sobre Londres en la mañana del 1 de diciembre de 1581. Los tres condenados fueron conducidos al patíbulo amarrados a una estera de mimbre tirada por caballos. Al pasar el arco de Newgate, san Edmundo consiguió erguir la cabeza lo suficiente para poder saludar a una imagen de la Virgen que se encontraba en un nicho.
Al llegar a Tyburn, donde estaban preparadas las horcas, Campion subió con toda la firmeza que le permitían sus miembros dislocados por las torturas. Se oyó un murmullo de admiración entre los espectadores, seguido de un largo silencio. Comenzaba allí una nueva cosecha de conversiones, entre ellas la de un joven que se hizo jesuita y, 14 años después, sufrió idéntico martirio: San Enrique Walpole.
Con la cuerda ya en el cuello, el P. Campion fue interrogado por última vez por un consejero de la reina, que le exigía una confesión pública de sus “traiciones”.
La Historia registra sus postreras palabras: “Si ser católico, es ser traidor, me confieso tal. Pero si no, pongo por testigo a Dios, ante cuyo tribunal voy ahora a presentarme, que en nada he ofendido a la reina, a la patria o a nadie por lo que merezca el titulo o la muerte de traidor”.
Por último, rezó el Padrenuestro y el Avemaría, y pidió a los católicos presentes que recitasen el Credo mientras él expiraba. Entregaba de esta manera su alma al Creador, como mártir de la fidelidad a la Cátedra de Pedro.
A continuación fue destripado y descuartizado. Las partes de su cuerpo fueron expuestas en cada una de las cuatro puertas de la ciudad como advertencia a otros católicos.
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