Lectura del santo evangelio según san Mateo 20, 20-28
SEÑOR SANTIAGO
Como tú, también yo de vez en cuando me encuentro arreglando las redes de mi vida a las orillas de mi existencia. ¿Arreglando…o desarreglando? ¡No lo sé! Sólo sé que, de cuando en vez, siento una voz que me dice: ¿Qué haces? ¿Por qué te afanas tanto? ¿Cuánto has pescado hoy? ¿Qué has hecho hoy con tu vida? Miro hacia arriba, y así como tú viste algo no siempre yo veo nada claro. Me falta tu impetuosidad y me sobra cobardía para, mirando hacia delante, saber que hay un Señor que una y otra vez me dice: ¡Ven y sígueme! Pero ¿sabes? Siempre respondo lo mismo: ¿A dónde seguirte? ¿Para qué? ¿Por qué yo?
Y es que, Señor Santiago, siempre pienso que eso de “ven y sígueme” es para la gente cualificada para las personas solitarias para aquellos que son un poco especiales. Y en el fondo, bien lo sabe Dios, es miedo a mostrarme como lo que soy. Digo ser cristiano, y me cuesta demostrarlo. Presumo de ser bautizado, y a duras penas me mantengo. Pretendo seguir a Cristo y, a cualquier distracción, prefiero quedarme parado en cualquier esquina.
¡SÍ, SEÑOR SANTIAGO! Hoy, permíteme que te dé las gracias por tu gran regalo. Por poner, en nuestra tierra, la primer piedra de ese gran edificio espiritual de Jesús de Nazaret. Déjame darte las gracias por tu valentía, incluso por haber creído de tal manera en Cristo que te permitiste el lujo de pedir un puesto privilegiado al lado del Padre Dios. Déjame, en esta tu fiesta, sonrojarme ante la grandeza de tu fe en comparación con la débil mía: tú fiel hasta dar la vida por Cristo, yo fiel siempre y cuando no me exijan tanto.
Déjame, Señor Santiago, darte las gracias por habernos dejado tu encuentro con la Virgen María. Ella, como hace tantos siglos, sigue estando presente y ayudando a todo aquel, a todos aquellos que se ponen en camino para llevar la Buena Noticia por todos los rincones del mundo. ¡Gracias! ¡Gracias, Señor Santiago!
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