Cuando en un manto de sombras
vemos que se enluta el valle,
cuando se acerca la noche,
cuando se aleja la tarde;
de una cabaña que se alza
solitaria entre el follaje,
se mira cuán silenciosa
en pos de las sombras sale
una virgen, cuyo nombre
ni se escucha ni se sabe.
Hay al fin de la campiña
junto a un arroyo que bate
sus ondas, dándole vida
a las flores de su margen,
una tumba que ignorada
por los que habitan el valle,
es como altar donde suena
el rezo del caminante;
rústico altar que se eleva
entre un silencio inmutable,
perturbado en las mañanas
por los cantos de las aves.
A este altar es el que viene
a rezar todas las tardes
la virgen de la cabaña
que en pos de las sombras sale;
en él se la ve que llora
inclinando airosa el talle,
y luego mirando al cielo
reza con afán tan grande,
que más que mujer, parece,
llorando en la tumba, un ángel.
Una vez, un peregrino
que pasaba para el valle,
la vio llorar sin consuelo;
fue cariñoso a acercarse
y la causa de su pena
sin temor a preguntarle;
ella, cubriéndose el rostro,
sin mirar al caminante,
dijo con voz sonorosa,
vibradora y vacilante
"orad conmigo, mancebo,
que aquí descansa mi madre".
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