Aunque el buen Dios se baste a sí mismo, emplea, para gobernar el mundo, el ministerio de sus ángeles. Si vemos que Dios cuida con tanto esmero nuestra vida, debemos concluir que nuestra alma es algo muy grande y muy valioso, para que emplee para su conservación y santificación a lo más grande de su tribunal. Nos dio a su Hijo para salvarnos; este mismo Hijo nos da a cada uno ángeles que únicamente se ocupan de pedirle para nosotros las gracias y los socorros necesarios para nuestra salvación. ¡Oh, qué poco conoce el hombre lo que es y el fin para el que ha sido creado! Leemos en la Escritura que el Señor decía a su pueblo: Voy a enviaros a mi ángel, con el fin de que os conduzca en todos vuestros pasos.
Debemos invocar a menudo a nuestros ángeles de la guarda, respetarlos y, sobre todo, tratar de imitarlos en todas nuestras acciones. Lo primero que debemos imitar de ellos es la conciencia de que estamos en presencia de Dios. En efecto, si estuviéramos bien advertidos de la presencia de Dios, ¿cómo podríamos hacer el mal? ¡Nuestras virtudes y todas nuestras buenas obras serían mucho más agradables a Dios! Dios le dice a Abrahán: ¿Quieres ser perfecto? Camina en mi presencia.
¿Cómo puede ser que olvidemos tan fácilmente al buen Dios, si lo tenemos siempre delante de nosotros? ¿Por qué no tenemos respeto y reconocimiento hacia nuestros ángeles, que nos acompañan día y noche? "Soy demasiado miserable, diréis, para merecer esto". No solo, hermanos míos, Dios no os pierde de vista un instante, sino que os da un ángel que no deja de guiar vuestros pasos.
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