Había una vez un rey al que todos conocían por su bondad y magnanimidad. Siempre estaba pendiente de las necesidades de su pueblo y todos sus súbditos lo amaban. Era muy feliz cuidando de todos ellos, pero le preocupaba una cosa: debía encontrar un sucesor digno del trono, pues era mayor y no tenía herederos.
Tenía claro que, para encontrarlo, era preciso mezclarse entre el pueblo sin ser reconocido, Solo así podría descubrir a aquella persona verdaderamente desinteresada que pudiera sucederle. Para ello, decidió disfrazarse de mendigo y comenzó a recorrer el reino en su búsqueda.
En una remota aldea un grupo de forajidos lo asaltó, dejándole malherido y robándole las monedas que había llevado para su largo viaje. El rey, totalmente desvalido, se convirtió entonces en un verdadero mendigo. Pasaba mucha necesidad y, por más que pedía, apenas conseguía lo mínimo para sobrevivir.
Un buen día, un humilde joven lo vio tirado en la calle y sin pensarlo dos veces lo llevó a su casa para cuidar de él. A medida que pasaban los días el rey comprobaba cómo este joven sin apenas recursos se desvivía por atenderlo y proporcionarle todo lo que podía, sin esperar nada a cambio. Cuando el rey se sintió con algo de fuerzas decidió emprender el camino de regreso a palacio. Su búsqueda había concluido.
Semanas después el rey, acompañado de toda la corte, se presentó en la puerta de la casa del joven. Al abrir la puerta, el muchacho, asombrado, reconoció en el rey al viejo mendigo que había cuidado. Ante el asombro de todos, el rey anunció a voz en grito: "¡Tú heredarás mi reino!".
Al igual que el rey de este relato, Dios se esconde en las personas que se cruzan en nuestra vida. Cada encuentro con el prójimo es una oportunidad para hacer el bien y ayudar, sabiendo que detrás está el mismo Jesucristo.
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