Cuando era joven, comenzó en el Imperio Romano la décima persecución contra los cristianos, por los emperadores Diocleciano y Maximiano. Era gobernador, como casi siempre en las actas de los mártires, el “terrible” Daciano.
Llevada Lucrecia a su presencia, este quedó admirado por “su rara hermosura y su singular modestia”. Sabiendo que era cristiana de las más firmes, a la par que de familia acomodada, quiso obligarla a sacrificar a los dioses para, si se negaba, confiscar todos sus bienes para sí mismo. Para ello recurrió a las amenazas, y la cárcel, pensando doblegarla. Como no sucedió, la llamó a juicio nuevamente y le recriminó seguir al que había muerto de forma ignominiosa en una cruz. Lucrecia respondió: “Si hubieras leído al profeta, supieras que servir a Dios es reinar: en cuyo supuesto no me perjudica mi servidumbre a Jesucristo, verdadero Dios; antes bien me ensalza, y por lo mismo recibo de ello más bien esplendor que detrimento”. Daciano insistió, preguntándole por que no sacrificaba. Lucrecia se defendió: “Porque está escrito que solo se ha de servir y sacrificar a Dios; y los tuyos son demonios, a quienes es superstición adorar”.
Daciano, definitivamente le ofreció sacrificar o someterse a los castigos por no hacerlo. Lucrecia, sin miedo, respondió: “Sacrifica tú a los demonios, que yo sólo ofrezco sacrificio al verdadero Dios, y a Jesucristo su único Hijo”. Esta respuesta le valió ser abofeteada y enviada al potro, para que apostatase.
TORMENTO DEL POTRO
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