Al momento de nacer me pusieron el nombre de Lumena, en alusión a la luz de la fe, de la cual era fruto. El día de mi bautismo me llamaron Filomena, hija de la luz (filia luminis) porque en ese día había nacido a la fe. Mis padres me tenían gran cariño y siempre me tenían con ellos. Fue por eso que me llevaron a Roma, en un viaje que mi padre fue obligado a hacer debido a una guerra injusta.
Yo tenía trece años. Cuando arribamos a la capital nos dirigimos al palacio del emperador y fuimos admitidos para una audiencia. Tan pronto como Diocleciano me vio, fijó los ojos en mi.
El emperador oyó toda la explicación del príncipe, mi padre. Cuando este acabó y no queriendo ser ya más molestado le dijo: «Yo pondré a tu disposición toda la fuerza de mi imperio. Solo deseo una cosa a cambio, que es la mano de tu hija».
Mi padre, deslumbrado con un honor que no esperaba, accede inmediatamente a la propuesta del emperador y cuando regresamos a nuestra casa, mi padre y mi madre hicieron todo lo posible para inducirme a que cediera a los deseos del emperador y los suyos. Yo lloraba y les decía: «¿Ustedes desean que por el amor de un hombre yo rompa la promesa que he hecho a Jesucristo? Mi virginidad le pertenece a Él y yo ya no puedo disponer de ella».
«Pero eres muy joven para ese tipo de compromiso» -me decían- y juntaban las más terribles amenazas para hacerme que aceptara la mano del emperador.
La gracia de Dios me hizo invencible. Mi padre no pudiendo hacer al emperador ceder y para deshacerse de la promesa que había hecho, fue obligado por Diocleciano a llevarme a su presencia.
Antes tuve que soportar nuevos ataques de parte de mis padres hasta el punto que, de rodillas ante mi, imploraban con lágrimas en sus ojos que tuviera piedad de ellos y de mi patria. Mi respuesta fue: «No, no, Dios y el voto de virginidad que le he hecho está primero que ustedes y mi patria. Mi reino es el Cielo».
Mis palabras los hacía desesperar y me llevaron ante la presencia del emperador, el cual hizo todo lo posible para ganarme con sus atractivas promesas y con sus amenazas, las cuales fueron inútiles. Él se puso furioso e, influenciado por el demonio, me mandó a una de las cárceles del palacio, donde fui encadenada, pensando que la vergüenza y el dolor iban a debilitar el valor que mi Divino Esposo me había inspirado. Jesús me venía a ver todos los días y soltaba mis cadenas para que pudiera comer la pequeña porción de pan y agua que recibía como alimento, y después renovaba sus ataques, que si no hubiera sido por la gracia de Dios no hubiera podido resistir.
Yo no cesaba de encomendarme a Jesús y su Santísima Madre.
Mi cautiverio duró treinta y siete días, y en el medio de una luz celestial, vi a María con su Divino Hijo en sus manos, la cual me dijo: “Hija, tres días más de prisión y después de cuarenta días, se acabará este estado de dolor”.
Las felices noticias hicieron a mi corazón latir de gozo, pero como la Reina de los Ángeles había añadido, dejaría la prisión, para sostener un combate más terrible que los que ya había tenido. Pasé del gozo a una terrible angustia, que pensaba me mataría. «Hija, ten valentía», dijo la Reina de los Cielos y me recordó mi nombre, el cual había recibido en mi Bautismo diciéndome: “Tú eres Lumena, y tu Esposo es llamado Luz. No tengas miedo. Yo te ayudaré. En el momento del combate, la gracia vendrá para darte fuerza. El ángel Gabriel vendrá a socorrerte, Yo le recomendaré especialmente a él, tu cuidado”.
Las palabras de la Reina de las Vírgenes me dieron ánimo. La visión desapareció dejando la prisión llena de un perfume celestial.
Lo que se me había anunciado, pronto se realizó. Diocleciano perdiendo todas sus esperanzas de hacerme cumplir la promesa de mi padre, tomó las decisión de torturarme públicamente y el primer tormento era ser flagelada. Ordenó que me quitaran mis vestidos, que fuera atada a una columna en presencia de un gran número de hombres de la corte, me hizo que me azotaran con tal violencia, que mi cuerpo se bañó en sangre, y lucía como una sola herida abierta. El tirano pensando que me iba a desmayar y morir, me hizo arrastrar a la prisión para que muriera.
Dos ángeles brillante con luz, se me aparecieron en la oscuridad y derramaron un bálsamo en mis heridas, restaurando en mí la fuerza, que no tenía antes de mi tortura.
Cuando el emperador fue informado del cambio que en mi había ocurrido, me hizo llevar ante su presencia y trato de hacerme ver que mi sanación se la debía a Júpiter el cual deseaba que yo fuera la emperatriz de Roma. El Espíritu Divino, al cual le debía la constancia en perseverar en la pureza, me llenó de luz y conocimiento, y a todas las pruebas que daba de la solidez de nuestra fe, ni el emperador ni su corte podían hallar respuesta.
Entonces el emperador, frenético, ordenó que me sumergieran con un ancla atada al cuello en las aguas del río Tíber. La orden fue ejecutada inmediatamente, pero Dios permitió que no sucediera.
En el momento en el cual iba a ser precipitada al río, dos ángeles vinieron en mi socorro, cortando la soga que estaba atada al ancla, la cual fue a parar al fondo del río, y me transportaron gentilmente a la vista de la multitud, a las orillas del río.
El milagro logró que un gran número de espectadores se convirtieran al cristianismo.
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