Veo una botella clavada en la arena. Limpia. Vacía. Presente y ausente a la vez. El mar intenta arrastrarla igual que mis recuerdos. Pero la botella aguanta, y mi memoria también. Cierro los ojos y la veo a ella. Las gotas de agua mezclándose con la arena sobre sus pies y el tintineo de su risa, en un idioma con gramática de olas de mar y vocabulario de miles de besos bajo las estrellas. Los abro de nuevo y veo a mi lado una anciana juguetona que garabatea con sus dedos algo sobre la arena. Su piel está tostada no solo por los años, sino por los mil soles de los mil lugares que ha recorrido. Me mira y mi ánimo aún se ilumina. Soy el hombre afortunado que vivió una vida con ella.
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