lunes, 26 de julio de 2021

EL GIGANTE EGOÍSTA (Oscar Wilde)

Todas las tardes, al volver del colegio, los niños solían ir a jugar al jardín del gigante.
Se trataba de un jardín grande y precioso, con el suelo cubierto por suave y verde césped. Aquí y allá, hermosas flores resaltaban sobre la hierba como si fuesen estrellas, y había melocotoneros, que en primavera se cubrían de delicadas flores rosa y perla y en otoño daban hermosos frutos. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan dulces melodías, que los niños dejaban de jugar para poder escucharlos.
- ¡Qué felices somos aquí! - se decían.
Y un buen día el gigante regresó. Fue a pasar una temporada a casa de su amigo el ogro de Cornualles, y se había quedado siete años con él. Una vez transcurridos los siete años y habiendo dicho todo cuanto tenía que decir, porque su conversación era limitada, podía, por tanto, regresar a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en su jardín.
- ¿Qué estáis haciendo aquí? - les gritó malhumorado.
Y los niños huyeron.


- Mi jardín es solo mío - dijo el gigante -; cualquiera puede comprender esto, y no permitiré que nadie, excepto yo, juegue en él.
Así que decidió cercarlo con un muro altísimo, y colgó un cartelón en el que se leía:

LOS INTRUSOS SERÁN CASTIGADOS

Era un gigante muy egoísta.
Y los pobres niños no tuvieron a dónde ir a jugar. Intentaron jugar en la carretera, pero el camino era muy polvoriento y lleno de pedruscos y no les gustaba. Y terminaron yendo junto al muro que cercaba el jardín, tan pronto terminaban sus clases, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.
- ¡Qué felices éramos ahí! - se decían unos a otros.
Entonces vino la primavera, y todo el país se llenó de florecillas y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta seguía siendo invierno. Desde que no había niños dentro, a los pájaros no les gustaba ir allí a cantar, y los árboles se olvidaron de florecer. Un día, una bella flor asomó su cabeza por encima del césped, pero cuando vio el cartelón, le dieron tanta pena los niños, que volvió a meterse dentro de la tierra y se durmió. Las únicas que estaban contentas fueron la Nieve y la Escarcha.
- ¡La primavera se ha olvidado de este jardín! - exclamaban -; vamos a poder vivir aquí durante todo el año.
Y la Nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco y la Escarcha pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al Viento del Norte a que viviera con ellas, y aceptó. Iba envuelto en pieles y rugió todo el día por el jardín, derribando las chimeneas.
- Este es un lugar delicioso - dijo -. Deberíamos invitar también al Granizo.
Y llegó el Granizo. Todos los días, durante tres horas, golpeaba los tejados del castillo, hasta que partió la mayoría de las pizarras, y luego recorría el jardín lo más deprisa que podía. Iba vestido de gris y su aliento era como el hielo.
- No puedo comprender cómo tarda tanto en llegar la primavera - decía el gigante egoísta ante su ventana y contemplando su frío y blanco jardín -. ¡Ojalá cambie el tiempo!
Pero la primavera no llegaba, ni tampoco el verano. El otoño regaló frutos dorados a todos los jardines, pero no dejó ninguno en el del gigante.
- Es demasiado egoísta - dijo.
Y fue siempre invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailaron rondas por entre los árboles.
Una mañana, el gigante descansaba, despierto, en su cama cuando oyó una música deliciosa. Sonó tan melodiosa en sus oídos, que creyó que serían los músicos del rey pasando por allá. No era sino un jilguero chiquitín cantando al pie de su ventana, pero hacía tanto tiempo que no había oído a un pájaro cantando en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de saltar sobre su cabeza, y el Viento del Norte dejó de rugir, y un perfume delicioso llegó hasta él a través de la ventana abierta.
- Creo que por fin ha llegado la primavera - observó el gigante, y saltó de la cama para asomarse.
¿Qué fue lo que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. Los niños se habían metido dentro a través de un pequeño boquete en el muro y se habían sentado en las ramas de los árboles. Sobre todos los árboles que alcanzaba a ver había un niño. Y los árboles estaban tan contentos de volver a sostener niños, que se cubrieron de flores, y movían dulcemente sus brazos por encima de las cabezas de los pequeños. Los pájaros revoloteaban de un lado a otro piando alegremente, y las flores asomaban sus cabezas por entre las hierbas verdes y se reían. Era una escena deliciosa; sólo en un rincón seguía siendo invierno. Era el rincón más alejado del jardín, y allí se encontraba un chiquillo. Era tan pequeño que no llegaba a alcanzar las ramas de los árboles y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol estaba aún cubierto por la Escarcha y la Nieve, y el Viento del Norte soplaba y le sacudía.
- ¡Sube, pequeño! - dijo el árbol, y dobló sus ramas, inclinándolas cuanto pudo, pero el niño era demasiado pequeño.
Y el corazón del gigante se ablandó al ver aquello.
- ¡Qué egoísta he sido! - musitó -. Ahora sé por qué la primavera, no quería venir aquí. Subiré a este chiquillo a la cima del árbol y luego derribaré el muro y mi jardín volverá a ser para siempre el lugar donde vengan a jugar los niños.
En verdad, estaba muy arrepentido por lo que había hecho.
Entonces bajó y abrió la puerta principal con gran sigilo y salió al jardín. Pero los niños, al verlo, se asustaron tanto que huyeron, y el jardín volvió a ser invernal. El único que no huyó fue el chiquitín, porque sus ojos estaban tan llenos de lágrimas que no vio llegar al gigante. Y éste se le acercó por detrás y, levantándolo cariñosamente en sus manos, lo subió al árbol. Y el árbol floreció al instante y se acercaron los pájaros y se posaron en él para cantar, y el niño tendió los bracitos, los echó al cuello del gigante y le besó.
Cuando los otros niños vieron que el gigante no era malo, volvieron corriendo, y con ellos entró la primavera.
- Ahora este jardín es vuestro, pequeños - declaró el gigante, y, cogiendo un pico, derribó la pared.
Y cuando a mediodía la gente fue al mercado encontraron al gigante jugando con los niños en el jardín más bello que sus ojos vieran.
Jugaron todo el día, y por la noche fueron a despedirse del gigante.
- ¿Pero dónde se ha metido vuestro pequeño compañero? - preguntó -. El pequeño que subí al árbol.
El gigante lo quería más que a los otros porque le había besado.
- No lo sabemos - contestaron los niños -; se ha ido.
- No olvidéis decirle que no falte mañana - encargó el gigante.
Pero los niños contestaron que ignoraban dónde vivía, que no le habían visto antes de aquel día, y el gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, al terminar la escuela, los niños iban a jugar con el gigante. Pero el chiquillo que el gigante amaba no volvió nunca más. El gigante se mostraba cariñoso con todos los niños, pero suspiraba por volver a ver a su amiguito y hablaba frecuentemente de él.
- ¡Cómo me gustaría volver a verle! - solía decir.
Pasaron los años y el gigante envejeció y fue haciéndose cada vez más débil. Ya no podía salir a jugar; así que se sentaba en un sillón, miraba cómo jugaban los niños y admiraba su jardín.
- Tengo gran cantidad de hermosas flores, pero los niños son las flores más bellas - murmuraba.
Una mañana de invierno, mientras se vestía, miró por la ventana. Ya no odiaba el invierno ahora, porque sabía que no era sino una primavera dormida y que las flores descansaban entre tanto.
De pronto se frotó los ojos, maravillado, y miró y siguió mirando. En verdad, se trataba de algo asombroso. En el rincón más alejado del jardín había un árbol cubierto de hermosas flores blancas. Sus ramas eran de oro, y de ellas pendían frutos de plata, y al pie estaba el niño que tanto amó.
El gigante bajó corriendo, lleno de alegría, y salió al jardín. Cruzó apresuradamente por encima del césped y se acercó al chiquillo. Y cuando estuvo a su lado, su rostro enrojeció de ira y dijo:
- ¿Quién se ha atrevido a herirte? - gritó el gigante -. Dímelo, para que pueda sacar mi gran espada y matarlo.
- No - contestó el niño -, porque estas son las heridas del amor.
- ¿Quién eres? - dijo el gigante, y un extraño temor le invadió y se arrodilló ante el niño.
Y el niño sonrió al gigante, diciéndole:
- Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando por la tarde llegaron los niños, encontraron al gigante muerto debajo del árbol, enteramente cubierto de flores blancas.

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