Había un caballero devotísimo de la divina Madre, quien se había hecho construir en su palacio un devoto oratorio en el cual delante de una hermosa imagen de María solía orar a menudo, no solamente de día, sino también de noche, interrumpiendo el descanso para ir a honrar a su amada Señora.
Ahora, pues, su mujer, aunque era muy piadosa, como observase que su marido en el mayor silencio de la noche se levantaba de la cama, salía del cuarto y no volvía hasta después de mucho tiempo, entró la miserable en celos y sospecha de cosa mala. Por lo cual un día, para librarse de esta espina que la atormentaba, se animó a preguntarle si amaba a otra mujer a más de ella. El caballero, sonriéndose, le respondió:
- Sí, has de saber que yo amo a una Señora la más amable del mundo, le he entregado todo mi corazón, y antes moriré que deje de amarla; y si vos la conocieseis, vos misma me diríais que la amase más de lo que ahora la amo.
Lo decía de la Virgen santísima, a quien tan tiernamente amaba; pero la mujer, entrando entonces en mayor sospecha, para mejor certificarse de la verdad, le preguntó de nuevo si por ventura se levantaba todas las noches y salía del cuarto por hablar a aquella señora. El caballero, que ignoraba la gran agitación de su mujer, le respondió que sí. La señora, asegurada ya de esto, bien que falsamente, ciega de pasión, ¿qué hizo? Una noche que el marido, como acostumbraba, se salió del aposento, tomó desesperada un cuchillo, se cortó la garganta y murió brevemente.
El caballero, cumplidas sus devociones, vuelve a su habitación, va a entrarse en la cama y la halla toda mojada; llama a su mujer, no responde; la sacude, no se despierta; toma en fin una luz, halla su cama llena de sangre y a su mujer muerta con la garganta cortada. Entonces, echando de ver que se había degollado por celos que tenía, cerró el aposento con llave, volvió al oratorio, se postró delante de la santísima imagen, y llorando amargamente le habló así:
- Madre mía, mirad en qué aflicción me hallo. ¿A quién he de acudir si Vos no me consoláis? Considerad que por venir a honraros me hallo en esta desgracia de ver a mi mujer muerta y condenada. Madre mía, Vos bien podéis remediarnos; remediadnos pues. ¡Ah! que el que ruega a esta Madre de misericordia con fe y confianza, alcanza lo que quiere.
Concluida esta súplica, he aquí que oye la voz de una criada que le decía:
- Señor, id al cuarto, que la señora os llama.
No acabando de creerlo el caballero de pura alegría:
- Ea, vuelve -dijo a la criada-, y repara bien si es ella realmente la que me llama.
- Sí, señor -volvió respondiendo la criada-; sí, vaya usted pronto, que la señora le está esperando.
Fue el caballero, abre el aposento, y encuentra viva a su mujer, la cual, arrojándose a los pies, y rogándole con muchas lágrimas que la perdonase, le dijo:
- ¡Ah, esposo mío!, la Madre de Dios por tus ruegos me ha librado del infierno.
Y así llorando entrambos de alegría se fueron al oratorio a dar gracias a la Virgen santísima.
Al día siguiente hizo el caballero un convite general de todos sus parientes, a quienes después hizo que su misma mujer les contase todo lo sucedido; y ella les enseñó la señal que le quedó aún de la herida, con lo cual todos se encendieron más y más en el amor de la divina Madre.
Del libro "Las glorias de María" de san Alfonso María de Liguori.
Ahora, pues, su mujer, aunque era muy piadosa, como observase que su marido en el mayor silencio de la noche se levantaba de la cama, salía del cuarto y no volvía hasta después de mucho tiempo, entró la miserable en celos y sospecha de cosa mala. Por lo cual un día, para librarse de esta espina que la atormentaba, se animó a preguntarle si amaba a otra mujer a más de ella. El caballero, sonriéndose, le respondió:
- Sí, has de saber que yo amo a una Señora la más amable del mundo, le he entregado todo mi corazón, y antes moriré que deje de amarla; y si vos la conocieseis, vos misma me diríais que la amase más de lo que ahora la amo.
Lo decía de la Virgen santísima, a quien tan tiernamente amaba; pero la mujer, entrando entonces en mayor sospecha, para mejor certificarse de la verdad, le preguntó de nuevo si por ventura se levantaba todas las noches y salía del cuarto por hablar a aquella señora. El caballero, que ignoraba la gran agitación de su mujer, le respondió que sí. La señora, asegurada ya de esto, bien que falsamente, ciega de pasión, ¿qué hizo? Una noche que el marido, como acostumbraba, se salió del aposento, tomó desesperada un cuchillo, se cortó la garganta y murió brevemente.
El caballero, cumplidas sus devociones, vuelve a su habitación, va a entrarse en la cama y la halla toda mojada; llama a su mujer, no responde; la sacude, no se despierta; toma en fin una luz, halla su cama llena de sangre y a su mujer muerta con la garganta cortada. Entonces, echando de ver que se había degollado por celos que tenía, cerró el aposento con llave, volvió al oratorio, se postró delante de la santísima imagen, y llorando amargamente le habló así:
- Madre mía, mirad en qué aflicción me hallo. ¿A quién he de acudir si Vos no me consoláis? Considerad que por venir a honraros me hallo en esta desgracia de ver a mi mujer muerta y condenada. Madre mía, Vos bien podéis remediarnos; remediadnos pues. ¡Ah! que el que ruega a esta Madre de misericordia con fe y confianza, alcanza lo que quiere.
Concluida esta súplica, he aquí que oye la voz de una criada que le decía:
- Señor, id al cuarto, que la señora os llama.
No acabando de creerlo el caballero de pura alegría:
- Ea, vuelve -dijo a la criada-, y repara bien si es ella realmente la que me llama.
- Sí, señor -volvió respondiendo la criada-; sí, vaya usted pronto, que la señora le está esperando.
Fue el caballero, abre el aposento, y encuentra viva a su mujer, la cual, arrojándose a los pies, y rogándole con muchas lágrimas que la perdonase, le dijo:
- ¡Ah, esposo mío!, la Madre de Dios por tus ruegos me ha librado del infierno.
Y así llorando entrambos de alegría se fueron al oratorio a dar gracias a la Virgen santísima.
Al día siguiente hizo el caballero un convite general de todos sus parientes, a quienes después hizo que su misma mujer les contase todo lo sucedido; y ella les enseñó la señal que le quedó aún de la herida, con lo cual todos se encendieron más y más en el amor de la divina Madre.
Del libro "Las glorias de María" de san Alfonso María de Liguori.
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