Luciano y Marciano, que habían estudiado la magia negra, se convirtieron al cristianismo al ver que sus supersticiones no tenían poder alguno sobre una doncella cristiana. Iluminados por la luz de la fe, quemaron públicamente sus libros en Nicomedia. Una vez que lavaron sus crímenes con el sacramento del bautismo, distribuyeron sus posesiones entre los pobres, y se retiraron a la soledad para fortalecerse con la oración y la mortificación, en la gracia que acababan de recibir. Más tarde, hicieron varios viajes al extranjero para predicar a Cristo entre los gentiles. Cuando Decio publicó sus edictos persecutorios en Bitinia (mediados del siglo III), Luciano y Marciano fueron arrestados. El procónsul Sabino, ante el cual comparecieron, preguntó a Luciano quién le había autorizado a predicar en el nombre de Jesucristo. El mártir replicó: «Todo ser humano está autorizado a tratar de apartar del error a sus hermanos». También Marciano se glorió en el poder de Jesucristo. Cuando el juez los condenó a la tortura, los mártires le hicieron notar que, en la época en que adoraban a los ídolos y practicaban la magia abiertamente, no habían incurrido en ningún castigo, en cambio ahora que eran buenos ciudadanos se los condenaba a la tortura. Sabino los amenazó entonces con nuevos tormentos. Marciano replicó: «Estamos prontos a sufrirlos, pero de ningún modo abjuraremos del verdadero Dios, pues con ello mereceríamos ser enviados al fuego que no se extingue». Viendo Sabino que no los iba a convencer, dictó sentencia de que fueran quemados vivos. Llevaron a los santos al lugar del tormento, ambos cayeron de rodillas y oraron así: "Señor Jesús, nosotros no podemos darte las correspondientes gracias por habernos sacado del error de la gentilidad, y dignado conducirnos a esta pasión por tu santo nombre, haciéndonos participantes de las dichas de tus Santos: a ti encomendamos nuestras almas, a quien sea la alabanza y la gloria por los siglos de los siglos". Y acto seguido fueron consumidos por las llamas, a 26 de octubre de 251.
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