Imperando Decio, se levantó una terrible persecución que hizo grandes estragos en la cristiandad, y señaladamente en la iglesia de Egipto, a la sazón harto floreciente; y como al paso que iba multiplicándose la muchedumbre de los fieles, y creciendo en fervor, se encendiese también la saña de los gentiles, que por sus vicios y liviandades se hacían indignos de la luz de la fe, no podían sufrir los buenos ejemplos de los cristianos, y se aprovechaban de la licencia que los edictos de los tiranos les concedían, no solo para delatarlos ante los tribunales, mas también para maltratarlos con gran inhumanidad. Servía por este tiempo en la casa de un magistrado gentil, el siervo de Cristo, Isquirión, el cual cumplía con gran diligencia cuanto su amo le mandaba, y por esta causa era de él muy estimado y tenido como criado de su confianza. Se guardaba de los vicios que solían acompañar a los criados de otros señores; era sufrido y respetuoso, y tan inclinado a la caridad y misericordia, que de su mismo salario, socorría las necesidades de los pobres, y consolaba con gran caridad y gracia a los afligidos. Estas virtudes parecían bien a su amo, aunque idólatra y de malas costumbres; lo que no podía ver con buenos ojos, era que se apartase Isquirión de todas las fiestas y sacrificios que se hacían en honra de los dioses, y nunca quisiese asistir a los regocijos de tales días; se negaba también a comer carnes sacrificadas a los ídolos, por los cual sospechó el amo que Isquirión era cristiano. Comenzó pues a amonestarle que se sacrificase y se conformase con los demás criados de su condición, que en todo obedecían a la voluntad de sus dueños, a lo cual respondió Isquirión que la ley que profesaba le obligaba a dar a los hombres lo que se debe a los hombres, y a Dios lo que es de Dios. «¿Eres por ventura cristiano?», le preguntó el amo lleno de cólera. «Sí cristiano soy». A lo que replicó el amo: «Yo te arrancaré de las entrañas esa superstición cristiana, que te obliga a quebrantar las órdenes del César, a blasfemar de los dioses inmortales, y a faltar a la obediencia que me debes». Así amenazaba el amo muchas veces al siervo fidelísimo de Cristo, hasta que viéndole tan constante, que no hacía caso de ninguna clase de promesas y amenazas, tomó un día un palo agudo que halló a la mano, se lo metió en el vientre y lo empujó, atravesando sus vísceras y corazón. Se hincó de rodillas Isquirión, y rogando a Jesucristo que perdonase a su inhumano señor, recibió en aquel suplicio la corona de los mártires.
ORACIÓN
Te rogamos, oh Dios todopoderoso, que por la intercesión de tu bienaventurado mártir Isquirión, nos libres de las aflicciones del cuerpo y de los malos pensamientos del alma. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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