En 304, el emperador Diocleciano viajó a España en un frenesí de violencia y terror. Proclamó que todos los cristianos, bajo pena de muerte, debían renunciar a su fe.
Dos tiernos colegiales, Justo (9 años) y Pastor (7 años), oyeron hablar de esta orden y, enardecidos por el ejemplo de tantos hermanos que confesaron su fe con la muerte, decidieron demostrar que su propia fe cristiana era tan fuerte como la de cualquiera de sus mayores recitando públicamente su catecismo.
Un día, al salir de la escuela, arrojaron sus cartillas y se presentaron ante Diocleciano a confesarse discípulos de Jesucristo.
Diocleciano pensó que sería sencillo silenciar a los dos niños. El
representante de Roma, considerando su edad, intentó
atraérselos mediante regalos y un
trato contemporizador. Pero a la
vista de que esto no surtía efecto
y los pequeños persistían en su
actitud, ordenó que se les azotase
con varas en una cueva, lo que se
hizo a conciencia, tanto que los
dos terminaron bañados en
sangre. Pero a pesar de la sentencia dictada con saña, ni se estremecieron. Al contrario, los dos muchachos gritaron palabras de aliento a los demás, lo que aumentó la furia de sus torturadores. El emperador estaba avergonzado por su valentía. Dictaminó que los mataran, pero que la sentencia fuese llevada a cabo en secreto. Fueron decapitados fuera de Alcalá, cuando no había nadie alrededor, aunque algunos compañeros cristianos encontraron sus cuerpos y los enterraron en el lugar donde habían muerto.
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