viernes, 12 de agosto de 2022

CUENTO (Alfonso Otero Muñoz)



















Era una noche. El tiempo suavemente propicio.
Nosotros agrupados en la piedra del quicio,

a Juliana -la vieja criada que era un portento-
le rogábamos todos que nos contara un cuento.

La luna en el espacio brillaba claramente
como brilla la luna de mi tierra caliente,

y como era muy viva su luz e inoportuna
a lo lejos un perro le ladraba a la luna.

Se levantó de pronto Juliana: por la espalda
me agarré fuertemente de su mugrienta falda

y la obligué a sentarse de nuevo; mas decía
que estaba fatigada, que casi se dormía;

y solo que le diéramos en cambio la merienda
nos contaba en seguida cierta historia estupenda.

Hubo un grave silencio... Mas yo convine al punto
y mi formal promesa puso fin al asunto,

pues la vieja glotona, dichosa con el trato,
lenta y calmosamente comenzó su relato.

Era un príncipe lleno de valor y elegancia
más gallardo y más fiero que los pares de Francia

que mandó Carlomagno; y caminaba cierta
mañana por el filo de una roca desierta.

Al llegar a la cumbre, por una escalinata
penetró en el palacio de las torres de plata,

donde los corredores suenan como timbales
solamente al pisarlos, porque son de cristales.

Después de vagar solo por muchísimas salas,
todas llenas de oro y de alfombras con alas,

vio al cabo un bello trono que llegaba hasta el techo
y en él, acurrucado, el cuerpo contrahecho

de una vieja antipática de nariz fiera y roma
que apretaba en sus garras la más linda paloma.

El príncipe atrevido la mató de un mandoble
pues comprendió al instante que era una bruja innoble;

recogió la paloma, la palpó con cuidado
y notó que tenía un alfiler clavado

debajo de las plumas suaves de la cabeza;
se lo arrancó, y al punto la convirtió en princesa,

con un traje de luna y un rostro nunca visto;
y el príncipe, que era muy gallardo y muy listo,

fue tan afortunado que se casó con ella.
Después... la luna estaba más brillante y más bella

y a todos nos llamaron a cenar. La alacena
dio a la vieja Juliana todo el pan de mi cena.

Yo me acosté arrullado, dulcemente arrullado,
por el hermoso cuento que me habían contado,

y pensando en los cambios que hacemos de pequeños:
¡una triste merienda por un mundo de sueños!


 

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