Jesús necesitaba orar a solas, y dejando a sus discípulos pescando en el mar de Tiberiades, y a la gente que le seguía en Cafarnaum, se ocultó en el desierto de Bethsaida.
Allí la soledad y el silencio se recogieron dentro de su espíritu, y este, abandonando un instante la tierra, voló hacia lo azul, libre de toda vinculación humana.
Quedó su hermoso cuerpo arrodillado sobre las piedras áridas y humildes. Ningún perfume le envolvía. Ningún árbol le prestaba el cobijo piadoso de su sombra. Ningún manantial cristalino le refrescaba los punzados pies. Era Él la única flor de aquel desierto y el lirio de su túnica flotaba candoroso, encendido por las brasas rojizas del sol implacable...
Las lejanías eran también estériles y secas. Ni un jhan acogedor en el sendero, ni una choza de pastor en la ladera, ni una cisterna entre las rocas peladas. Tenía el campo la hosca infecundidad de lo maldito y amarilleaba por todas partes, hasta tropezar, allá lejos, con la inquieta mancha verdosa del Tiberiades, que temblaba bajo la luz como un inmenso charco de lágrimas...
Jesús oró durante todo al día. Fue su oración un éxtasis divino perfumado por las sonrisas complacientes de Jehová y por las alas de nieve de los ángeles. Fue un tránsito de espíritu, llevado en las mismas alas angélicas hasta el trono de soles de su Padre...
Se extrañó la gente de la ausencia del Rabí y fueron buscándole por las orillas del lago. No iban temerosas, sino impacientes. Les acuciaba el deseo de verle, quizá la inquietud de haberle perdido, pero no el miedo pavoroso de que le hubiera ocurrido una desgracia. En el desierto de Bethsaida no había fieras. Pero aun habiéndolas, ¿qué podrían hacer contra Él, que tenía en sus manos los designios unánimes del mundo?...
Ya rozaba el sol poniente las jorobas de la sierra, cuando la muchedumbre encontró a Jesús. Con ella iban también los discípulos. La gente no había comido por buscarle. Los apóstoles apenas habían pescado por seguirle.
Era aquel un largo desfile de bocas hambrientas. Porque las huellas de Jesús no eran perseguidas por los ricos, por los opulentos, por los hartos, por los sanos ni por los poderosos, sino por los débiles, por los enfermos, por los pobres, por los necesitados. En pos de sus pasos caminaba siempre una multitud descarnada y esquelética: hombres andrajosos que se apoyaban débilmente en el cetro de la vejez, en el cayado; mujeres pálidas y flacas cuyos pechos mordían impotentes los labios sin carmín de sus hijitos; doncellas en cuyas pupilas se encendía una luz mortecina y turbia; niños en cuyas mejillas se abría el surco doloroso de la famelia; viejos sembrados de lepra; jóvenes llenos de carroña; ciegos, cojos, mancos, tullidos, corcovados... Todos buscaban la mano milagrosa que daba el pan y la medicina y los labios taumaturgos que encendían la llama del consuelo...
Pedro se acercó a Jesús.
- No tenemos más que cinco panes y dos peces para dar de comer a todos estos que te siguen...
Jesús respondió:
- Hacedlos sentar en ranchos de a cincuenta personas y distribuid el pan y el pescado.
Y tomando estos, los multiplicó de tal modo, que pasando de cinco mil los hambrientos, todos quedaron satisfechos y sobró gran cantidad de comida...
Las manos sembradoras rindieron milagrosa cosecha de la multiplicación. Su prodigalidad colmó todas las bocas, y fue aquella una comunión colectiva de los infortunados, celebrada bajo la maravilla de un sol que se extingue hundiéndose en los senos infecundos de un desierto. ¡Bello contraste que ofrece la taumaturgia de Jesús! Allí donde no se veía ni un jhan acogedor en el sendero, ni una choza de pastor en la ladera, ni una cisterna entre las rocas peladas; allí donde todo era aridez y esterilidad, donde las matas carecían de jugo y la tierra de árboles y de sembradío, estalló ubérrima la cosecha ganada por la fe, y los míseros se encontraron tan satisfechos como los opulentos y los pobres se hallaron tan felices como los ricos.
La doctrina de Jesús era de tal suerte buena que un pedazo de pan otorgado a tiempo bastaba para borrar todas las diferencias que establece la riqueza. Y es que el pan,que sus manos eucarísticas erigieron en holocausto, en sacrificio y en convite, siempre ha de ser hostia que cura o que mata; que cura, cuando el pecho que lo recibe está cristalino y transparente como un ánfora de oro; que mata, cuando el pecho está sucio como una vasija de barro.
De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta, Madrid 1920)
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