martes, 9 de agosto de 2022

LAS VÍRGENES PRUDENTES Y LAS NECIAS (PARÁBOLA DE JESÚS)

... El reino de los cielos es semejante a diez vírgenes que, tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo... (SAN MATEO, cap. XXV).



Jesús amó indeciblemente la virginidad. Para ella fueron sus cánticos más dulces y armoniosos, para ella sus anhelos más fervientes e íntimos. La mujer virgen era en su corazón la Sulamita espiritual del Cantar de los Cantares, rosa de Sarón, lirio de los valles, manojito de mirra, hermosa entre las hermosas; con los cabellos como manadas de cabras de los montes de Galaad; con los dientes como rebaños de trasquiladas ovejas, que suben del claro regatillo; con los labios como un hilo de grana; con las sienes como trozos de granada; con el cuello como la torre de David; con los pechos como dos cabritillos mellizos apacentados entre azucenas... Panal de miel destilaban para Jesús los labios de toda virgen, miel y leche encontraba debajo de su lengua, y de sus vestidos aspiraba el olor del Líbano.
Su alma, esencia de pureza, se desposó con la virginidad. Su espíritu, reflejo de pureza, se quemó en la virginidad. Su carne, luz de pureza, se alumbró de la virginidad. Era virgen como los rayos de oro del sol, como el temblor de plata de las estrellas, como el rizo de nieve del arroyuelo que salta por primera vez entre los guijarros. Tenía la pureza de las rosas, de las brisas, del alba, de la luna, de los ojos de los corderos, de las risas de los niños, del vino encerrado en la perla morada de la uva...
Bajo el lirio cárdeno de un crepúsculo su voz angelical sonó como un tañido de arpa. Había en torno de Él muchas doncellas. Jesús hubiera deseado que todas llevasen al cielo la emoción dilatada de su doncellez. Pero sabía de sobra que no pocas de ellas encontrarían esposo. Y recordando a la multitud sus promesas de siempre, dijo esta parábola:


"El reino de los cielos es semejante a diez vírgenes que, tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo. Cinco de las cuales eran fatuas y cinco prudentes. Pero las cinco fatuas, al coger sus lámparas, no se proveyeron de aceite. Al contrario, las que eran prudentes, junto con sus lámparas, llevaron aceite en sus vasijas.
Como el esposo tardase en venir, todas empezaron a dar cabezadas, y por fin se quedaron dormidas. Mas llegada la media noche, se oyó una voz que decía: He aquí que llega el esposo; salid a su encuentro.
Al punto se levantaron todas las vírgenes y aderezaron sus lámparas. Entonces las necias dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan. Mas las prudentes respondieron diciendo: Mejor será que vayáis a buscar a los que lo venden y compréis lo que os falte, no sea que este que tenemos no baste para nosotras y para vosotras.
Y mientras estas iban a comprar aceite, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta.
Al cabo de un rato vinieron también las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos!
Pero él dijo: En verdad os digo que no os conozco...".


Nunca han sentido nuestras almas la inquietud de los celestes desposorios. Todos pensamos que nuestra hora es lejana, y al calor de ese arbitrario pensamiento no nos acordamos de preparar la lámpara que ha de alumbrar la llegada del esposo. ¡Vicio muy humano de la fatuidad! Vivir es ir aplazando la virtud, es alejarse de ella en vez de acercarla a nuestro pecho. Nos desalienta un poco la sospecha de que en cuanto nos decidamos a ser virtuosos, ya no podremos gozar. Esos pequeños placeres nuestros, tan poco placenteros y tan fácilmente renunciables, hallan dentro de nuestro corazón una gran incompatibilidad con la virtud. ¡Cuánto mejor sería que el alma encendiese con tiempo su linterna y saliese a alumbrar los caminos por donde ha de llegar el esposo! Ella sería entonces la Sulamita y diría:
Mi amado es rubio y blanco. Rubio como el sol y blanco como la luna.
Su cabeza como el oro fino.
Sus ojos como de palomas junto a los arroyos que se lavan con leche.
Sus mejillas como fragantes flores.
Sus labios como lirios que destilan mirra.
Sus manos como anillos de oro engarzados en jacintos.
Su vientre como claro marfil cubierto de zafiros.
Sus piernas como columnas de mármol asentadas sobre bases de oro fino.
Su aspecto como el del Líbano.
Escogido como los cedros.
Su paladar, dulcísimo.
Tal es el amado de mi alma, ¡oh doncellas de Jerusalén!

De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta, Madrid 1920) 

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