viernes, 12 de agosto de 2022

LOS DIEZ LEPROSOS (MILAGRO DE JESÚS)

...Le vinieron al encuentro diez hombres leprosos, los cuales se pararon de lejos... (San Lucas, cap. XVII).


El Talmud consideraba como muertos a los leprosos, los rechazaba de las ciudades y los obligaba a vivir en los desiertos, sin trato alguno con los seres queridos ni comunicación con la gente sana. Allí soledad, se pudrían sus carnes, ca, en la yendo a pedazos, se desprendían de los dedos las amoratadas uñas, se desgajaban del cuerpo las manos corrompidas y huían de la cabeza los cabellos extintos. Cuando alguien, inconsciente, se acercaba a ellos, estaban en la obligación de declarar su estado de inmundicia. Vivían, pues, una muerte prolongada y terrible, sin otra esperanza que la muerte real.
Una mañana descendía Jesús del monte Olivete hacia Jerusalén. Era la hora tercia y el sol, aún no muy alto, soslayaba sus reflejos sobre las cúpulas de la ciudad santa y se recogía en rubios haces en el valle de Josafat. Toda la llanura del Sittim, hasta la montaña de Nebo, parecía un enorme topacio, rojiza como era y acentuado el rojo de su tierra por el dorado de la luz matinal. Salpicados por ella, algunos cedros rompían la monótona uniformidad del color, sembrándola de esmeraldas obscuras.
A lo lejos, el mar de Sodoma brillaba esplendoroso y eran sus olas como escamas de plata que titilasen inquietas, heridas de frente por el sol y movidas de espalda por la brisa augusta de los campos fecundos. La blanquecina cumbre del monte Sión evocaba el recuerdo del mágico templo salomónico, magnificente e idólatra. La pelada cresta del Moria despertaba en el alma la piedad del sacrificio de Abraham y la estremecía proféticamente con el temor de  otro sacrificio mucho más sublime, que ye se preparaba.
Quizá por la propia visión de su próximo holocausto, la frente de Jesús aparecía más pálida que otros días, en que era clara y luminosa como una estrella. Sus ojos miraban tristes vagando por encima de las sinagogas, refrescándose un momento en el lecho del Cedrón, posándose como una golondrina sobre las almenas de la Torre de David, derramándose después por las tumbas rabínicas del campo y yendo por último a detenerse en la tétrica culminación de las Calaveras, donde ya le brindaban con su homenaje cruento los brazos abiertos de la Cruz...
La muchedumbre leía el dolor en las pupilas del Maestro, y caminaba silenciosa, no escuchándose, como de costumbre, los salmos y las aclamaciones y palpitando en el aire puro de la mañana estival las alas inefables del respeto hacia la desconocida amargura de Jesús.
Y he aquí que del fondo de un barranco salieron diez leprosos. Sucedía esto cerca ya de Jerusalén y la ciudad se mostraba opulenta, encaramada a lomos de sus rocas obscuras. Sobre una colina se alzaba el templo de Salomón, con sus robustas columnas de mármol blanco, su zócalo y su pórtico, su Pabellón y su Tabernáculo. Sobre otra, se elevaba la Casa de Caifás y junto a ella el pretorio romano y al lado de este la sinagoga...
Los pobres leprosos, esqueléticos y repugnantes, contrastaban de horrible manera con la magnificencia del panorama. Sus cabellos y sus cejas eran blancos, de una blancura gris de ceniza; sus labios estaban rajados y secos; todas sus carnes eran una sola llaga poblada de gusanos. El mal se había agarrotado también a las gargantas y sus voces sonaban trémulas y cavernosas.
-¡Jesús, Jesús! -imploraban- ¡Ten misericordia de nosotros!


Y Jesús, como siempre, la tuvo. Sus manos fraternas cerraron las llagas a los apestados, devolviéndoles salud y hermosura, y dándoles amor y alegría, ternura y fe. ¡Cuántos tesoros a un mismo tiempo! Aquellas divinas manos que iban derramando por todas partes beneficios y consuelos, simbolizaban entonces la profecía terrible y fatal. La ciudad las esperaba para aprisionarlas a una pilastra infamante en las mazmorras del pretorio, para darles después, como cetro vilipendioso, la ensangrentada fragilidad de una caña, y para hendirlas más tarde con la férreas espinas de unos clavos, en la siniestra cumbre del sombrío Gólgota... Y fue precisamente frente a la ciudad deicida, donde obraron el prodigio de dar la vida, cuando ya sobre ellas batía sus negras alas el búho de la muerte, que también cuando vuela traza en el cielo el aspa conmovedora de la cruz... 

De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta, Madrid 1920)

No hay comentarios:

Publicar un comentario