sábado, 18 de abril de 2015

TESTIMONIO DEL SR. ABAD DELORT, ACERCA DEL PRODIGIO ACONTECIDO EN LA CAPILLA DE LORETO EL 3 DE FEBRERO DE 1822

   Yo el abajo signado, antiguo Ecónomo de la Parroquia de Bari y sacerdote adscrito a la de Santa Eulalia de Burdeos, sin otra intención que la de conformarme con la voluntad de Dios, publicando el favor que S.M. se ha dignado hacer en la casa de las señoras de Loreto, y siendo yo mismo, a pesar de mi indignidad, testigo del prodigio, aseguro y declaro en presencia de mi Dios la verdad de los hechos contenidos en la presente declaración.
   No pudiendo el Sr. Abad-Noaîlles, superior del Instituto de Loreto, dar a la comunidad la bendición con el Santísimo Sacramento, me rogó le sustituyese; fui en efecto a la casa de las señoras, el día 3 de este mes, domingo de septuagésima, a las cuatro y media de la tarde. Apenas llegué y preparándome para dar la bendición, expuse el Santísimo Sacramento, mas apenas hice la primera incensación, habiendo elevado a mi vista a la custodia, no vi las especies sacramentales que yo en ella había puesto, sino que en lugar de las apariencias bajo las cuales el Señor se digna ocultarse, yo mismo vi en el centro del círculo que le sirve de término, como un busto de una persona viva; su rostro era muy blanco y representaba como treinta años, estaba rodeado de una trenza de color rojo oscuro, y de tiempo en tiempo se inclinaba a la derecha, a la izquierda y hacia adelante. Asombrado de este prodigio y no queriendo dar asenso a mis propios ojos, me figuré desde luego que era una ilusión, pero el milagro continuaba y yo podía continuar en esta incertidumbre; hice se llegara a mí el acólito que tenía el incensario y le pregunté si veía algo de particular, a lo que me respondió que veía, y antes había visto el mismo milagro que yo; le obligué que se lo hiciese saber a la superiora, habló a la sacristana, la cual absorta por los sentimientos que este espectáculo inspiraba y admirada de él, no pudo desempeñar la obligación que le estaba confiada. Yo anonadado y postrado en tierra no levantaba mis ojos sino para anonadarme más y más en la presencia del Señor y derramaba lágrimas de alegría, de reconocimiento y confusión. Duró el prodigio mientras el Domine salvum me fac: las oraciones y el cántico, y luego que se hubo este concluido, subí al altar y sin saber cómo (pues no me doy cuenta de cómo tuve valor en tal momento), tomé en mis manos el ostensorio, y di la bendición, considerando siempre al Salvador a quien visiblemente tenía entre mis manos. Habiendo dado a las señoras de Loreto esta milagrosa bendición, que será siempre de eficaces y benéficos resultados para el establecimiento, dejé sobre el altar el ostensorio, mas después que le abrí no pude ver sino las especies sacramentales en que nuestro Señor acababa de ocultarse desde el momento en que di la bendición. Todo inmutado y derramando aún lágrimas de consuelo, salí de la capilla, admirado de la calma que se observó durante ese prodigio que duró tanto; pero yo atribuí esto al estado de confusión en que yo también me hallaba y a la incertidumbre que había de causarme espectáculo tan extraordinario que se creía ilusión. Apenas me hube hallado fuera de la capilla, cuando todas las personas que allí había me rodearon, preguntándome si había yo también observado el prodigio que a todos había admirado, y me dirigieron mil preguntas en este fin. Yo no supe decirles sino estas palabras: ya habéis visto a nuestro Salvador; singular favor es el que os ha concedido, haciéndoos recordar que está realmente con vosotros, y para obligaros a amarle cada vez más, y a practicar las virtudes que os han conseguido tan extraordinario favor.
   Me retiré a mi casa, y en toda la noche no pude descansar, ni dejar de pensar en el prodigio de que acababa de ser testigo. Al siguiente día, lunes, fui a la parroquia de Santa Eulalia, y habiendo hallado al Sr. Abad-Noaîlles, le di parte así como a algunas otras personas, del milagro de que había sido testigo, a pesar de que me había resuelto a no decir nada a nadie, creyendo aplicables a mí las palabras de Jesucristo: Véase de no decirlo a nadie; mas el acólito que sirvió el incensario, y algunos extranjeros que estuvieron en la capilla de Loreto, dieron cuenta del suceso que habían visto como yo, y por esto me creí obligado a apoyar su testimonio. Unos han dado crédito a mi relato, otros me han calificado de visionario, sea lo que fuere ello, yo declaro lo que he visto y por decirlo así he tocado con mis propias manos, y aunque mi testimonio valga poco, me consideraría como el más ingrato y culpable de los hombres si dejaba de testificar la verdad.
   En testimonio de lo cual, Burdeos 5 de febrero de 1822.

                                        DELORT, SACERDOTE. 

                                      

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