Buenos días. Estamos cerca de la Navidad y las lecturas nos muestran a dos madres que entregan a sus hijos a Dios. Hoy nos muestran la fe y la humildad con que actúan y descubrimos esta virtud como auténtica fortaleza frente al mundo soberbio, la humildad hace que llegue la misericordia de Dios. Seamos buenos y confiemos en Dios, que levanta del polvo al desvalido.
1ª Lectura (1Sam 1, 24-28): En aquellos días, una vez que Ana hubo destetado a Samuel, lo subió consigo, junto con un novillo de tres años, unos cuarenta y cinco kilos de harina y un odre de vino. Lo llevó a la casa del Señor a Siló y el niño se quedó como siervo. Inmolaron el novillo, y presentaron el niño a Elí. Ella le dijo: «Perdón, por tu vida, mi Señor, yo soy aquella mujer que estuvo aquí en pie ante ti, implorando al Señor. Imploré este niño y el Señor me concedió cuanto le había mi pedido. Yo, a mi vez, lo cedo al Señor. Quede, pues, cedido al Señor de por vida». Y se postraron allí ante el Señor.
Salmo responsorial: 1Sam 2
R/. Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador.
Mi corazón se regocija en el Señor, mi poder se exalta por Dios. Mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación.
Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor. Los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía.
El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece.
Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria.
Versículo antes del Evangelio: Aleluya. Rey de las naciones y piedra angular de la Iglesia, ven a salvar al hombre, que modelaste del barro. Aleluya.
María canta agradecida. Te invito a rezar con sus mismas palabras, recogidas en el Evangelio de hoy. También puede servirte esta oración:
Tengo necesidad de decirlo, porque lo siento dentro como una tormenta. Tengo que proclamar bien fuerte lo que Tú, Señor, has hecho conmigo, y lo que haces en la historia de la humanidad. Tú, Dios creador del cielo y de la tierra, me amaste, aun antes de que yo abriera los ojos a la luz de este mundo. Cada Navidad y cada día te vistes de carne, para que te vea. Me miraste con cariño, sonriendo, y me invitaste a seguirte, a vivir contigo y como Tú. Diste tu vida por mí, porque me amas, para que te ame. Abriste tu corazón para que entrara; me regalaste tu mismo Espíritu para que reviviera. Contaré lo que Tú, Señor, has hecho conmigo. Viniste un día a mí y te quedaste conmigo. Me dijiste que me amabas y que contabas conmigo. Me hablaste de mis hermanos, los hombres y mujeres y me diste el deseo de entregarles mi cariño, mi tiempo, mi vida. Me sedujiste y acepté el reto, un reto que se repite cada día, una misión que da sentido a mi vida. Contaré lo que Tú, Señor, haces en la historia del mundo. Dispersas a los soberbios y enalteces a los humildes. A los hambrientos los colmas de bienes y a los ricos los despides vacíos. Auxilias con misericordia a los pequeños, a los pobres, a los que sufren. Diré también lo que Tú, Señor, me pides: que ame, sólo eso, Que te ame a Ti y a mis hermanos y hermanas. Me aseguras tu fidelidad, que nunca se aparta de mi vida, porque aunque yo falle, Tú siempre estás conmigo. Todo esto y mucho más has hecho, Señor.
Tenía necesidad de decirlo, de alabarte y darte gracias, como lo hizo María de Nazaret, en su canto de alabanza:
PROCLAMA MI ALMA LA GRANDEZA DE TU AMOR. ¡GRACIAS, SEÑOR!



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