¡Cuán bello estaba el cielo! ¡Cuán hermoso
el almo sol se levantó aquel día
rompiendo con su rayo esplendoroso
de las nubes el velo tembloroso,
brotando luz en la región vacía!
¡Cuán alegre también el alma estaba
y cuánta luz en su interior había!
Con sus mejores galas se adornaba,
porque al rey de los reyes esperaba
por la primera vez el alma mía.
Llegó el momento; tímido, anhelante,
al altar sacrosanto me acerqué,
en lágrimas bañado mi semblante,
de emoción y de dicha palpitante,
repleta el alma de esperanza y fe.
Los acordes del órgano sonaron
del silencioso templo en la extensión,
las manos del ministro la Hostia alzaron,
los cristianos la frente doblegaron
y se escuchó un murmullo, una oración.
Después cuando al bajar volví los ojos,
lo más querido para mi alma vi;
una mujer estaba ahí de hinojos,
el llanto del placer cubría sus ojos:
era mi madre que rezaba allí.
Aún siento la impresión sobre mi frente
del ósculo amoroso que me dio
cuando al verme en sus brazos dulcemente
exclamó: "Soy feliz, eres creyente,
Dios te guarde la gracia que te dio".
Dulce recuerdo al alma tan amado,
jamás, nunca jamás te olvidaré;
mientras aliente el corazón, guardado
como en un tabernáculo sagrado
en el fondo del alma te tendré.
Sé tú la blanca estrella que ilumine
mi vida oscura con su santa luz;
que por el bien mis pasos encamine,
hasta que mi abrasada sien se incline
en el seno amoroso de la Cruz.
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