Dime, Jesús, tu nombre verdadero
para que yo te alcance de una vez y para siempre:
has de ser Tú el que me lo diga, corazón a corazón.
No he de buscarte, Tú me buscas,
Tú, el que siempre está viniendo.
No estás lejos, más Tú en mí que yo mismo,
y me has hecho uno contigo.
Tú, tan grande y tan conmigo,
tan Dios y tan humano:
yo ante Ti, todo admiración y pasmo
y, a la vez, tan en casa y en familia.
Tú, mi alegría, mi ansia sin descanso,
mi llaga más íntima, mi destino inevitable y deseado,
mi meta y fundamento; mi premio y mi perdón,
mi verdad; la vida por quien vivo
y mi camino, mi fe y mi confianza;
mi fuerza; mi roca, mi refugio y mi defensa;
mi verdad también, la clave de mi historia;
Tú, mi oficio y mi tarea,
mi norma única y mi ley,
el aire que respiro;
la referencia única de lo que soy y hago;
la luz con la que mis ojos ven el mundo y su grandeza;
el corazón con el que amo al mundo y su miseria;
la esperanza por la que lucho para el mundo y mis hermanos.
Dime, por fin, tu nombre deseado;
porque repito mil nombres y nunca es del todo el tuyo.
Dime tu nombre verdadero, ser de mi ser,
dímelo Tú, para que se lo diga a todos,
pues les hace falta a los que penan, y a los vencidos,
a los solos, a los que no pueden ya más ni ven salida,
a los agobiados de soportar la carga de vivir,
a los oprimidos por los que medran sobre ellos;
a los distraídos u orgullosos,
que ni siquiera saben que te necesitan
y se están muriendo de sí mismos;
a los que se mueren de ganas y buscan y no saben qué;
a los que sienten la muerte en el corazón mismo de la vida
y piden prodigios, demostraciones, sin aceptar ser amados;
a los que te arrinconan como pieza de museo
o ilustre personaje histórico;
a los que te reducen a una idea.
Dinos, Jesús, tu nombre, quién eres,
y que nos cambies y nos hagas el mundo en paz y vividero,
porque solos no podemos conseguirlo.
O hazme a mí mismo, si Tú quieres,
tu nombre, repetido, vivo; tu imagen,
tu presencia aquí y ahora, en ti y contigo.
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