La adolescente Bibiana y su familia fueron perseguidos por Aproniano, nombrado prefecto de Roma por el emperador Flavio Claudio Julián el Apóstata y que, por la pérdida de un ojo, consideraba de forma supersticiosa responsables a los cristianos. El primero en ser martirizado fue el padre de la santa, Flaviano, que fue sorprendido enterrando los cuerpos de los mártires Prisco, Prisciliano y Benedetta, y por esta razón fue exiliado y asesinado. Poco después, su madre Dafrosa fue decapitada. Aproniano trató de obligar a la apostasía a sus hijas Bibiana y Demetria privándolas de alimento para que murieran de inanición. Demetria resistió meses pero acabó muriendo en la cárcel después de reafirmar su fe en Cristo.
Viendo que el encarcelamiento no había logrado debilitar la salud y la firme fe de Bibiana, Aproniano cambió su estrategia e hizo que una alcahueta llamada Rufina fuera su compañera en la cárcel. Rufina trató de engañar a la joven proponiéndole una vida cómoda hecha de placeres mundanos. Pero de nada sirvieron ni los azotes ni las bofetadas ni las caricias persuasivas, y la santa volvió a dar prueba de sus virtudes, profesando una vez más fidelidad a Dios. Luego fue encerrada entre epilépticos y dementes, pero los enfermos no le hicieron nada. Cegado por la ira contra la fortaleza de Bibiana, Aproniano hizo que la desnudaran, la ataran a una columna y la azotaran con varas de plomo, iniciando una agonía que duró cuatro días. Finalmente, uno de los verdugos le hincó una daga en su pecho y puso fin a la tortura. Su cuerpo fue arrojado a los perros, que no lo tocaron, y finalmente fue enterrado junto a sus padres y su hermana.
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