Así, Regina creció más cerca del Señor, meditando y contemplando su amor y misericordia, y rezando para imitar mejor la vida de los santos y mártires.
El prefecto se deleitaba con su noble crianza, pero estaba profundamente perturbado al ver que ella estaba practicando la fe cristiana.
En ese momento, los cristianos estaban siendo violentamente perseguidos y asesinados, bajo la dirección del emperador Decio.
Olibrio intentó persuadirla para que renegara de su fe, a fin de no solo ponerla a salvo de la persecución, sino asegurarla como su esposa.
Santa Regina se negó a dejar su fe y también rechazando su propuesta de matrimonio, y además comenzó a profesar su fe con mayor fuerza. En venganza, Olibrio la encarceló.
Allí se quedó, mientras Olibrio participaba en varias campañas militares contra los invasores bárbaros.
Después de una breve ausencia, Olibrio regresó, con la esperanza de que Regina pudiese haber cambiado de opinión. Por el contrario, su encarcelamiento había servido para reforzar su decisión de vivir como los santos y mártires, y mantener su castidad por el Señor.
Ella se negó a hacer sacrificio a los ídolos, y Olibrio enfurecido, ordenó que la torturaran terriblemente. Regina resistió con valor todos los azotes, latigazos y flagelación, tenazas ardientes, peines de hierro, pinzas y antorchas calientes. Todo esto fue en vano.
Al final, la decapitaron, poniendo fin a su vida y saliendo al encuentro con su Esposo celestial. Su martirio logró la conversión de muchos testigos presentes que observaron con asombro a una paloma solitaria flotando encima de su cabeza durante las crueles torturas.
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