Entre los mártires de Palestina, a los que Eusebio de Cesarea conoció personalmente y cuyos sufrimientos describió, se cuentan dos, cuya tierna edad impresionó especialmente al escritor. Uno era Apiano, joven de veinte años y la otra era una muchacha de diecisiete años, llamada Teodosia.
Apiano había nacido en Licia y había estudiado en la famosa escuela de Berytus de Fenicia, donde se había convertido al cristianismo. A los dieciocho años se fue a vivir a Cesarea. Poco después, el gobernador de la ciudad recibió la orden de exigir que todos los habitantes ofreciesen sacrificios públicos. Al tener noticia de ello, Apiano, sin comunicar a nadie sus planes -«ni siquiera a nosotros», dice Eusebio, que vivía entonces con él-, se dirigió al sitio en que el gobernador Urbano estaba ofreciendo sacrificios y logró llegar hasta él, sin que los guardias lo advirtiesen. Tomando a Urbano por el brazo, le impidió ofrecer el sacrificio y clamó contra la impiedad que cometía quien abandonaba el culto del verdadero Dios para adorar a los ídolos. Los guardias se lanzaron sobre Apiano y le molieron a puntapiés; después le arrojaron en un oscuro calabozo, donde pasó veinticuatro horas con apretados grilletes en los tobillos. Al día siguiente tenía el rostro tan hinchado, que era imposible reconocerle. El juez mandó desgarrarle con garfios hasta los huesos, de suerte que las entrañas del santo quedaron a la vista. A todas las preguntas respondía de la misma manera: «Yo soy siervo de Cristo». Después se le aplicaron en las plantas de los pies lienzos mojados en aceite hirviente; pero, por más que le quemaron hasta los huesos, no consiguieron vencer su constancia. Cuando los guardias le decían que ofreciese sacrificios a los dioses, Apiano respondía: «Yo confieso al Cristo, el Dios verdadero que es uno con el Padre». Al ver que no flaqueaba en su resolución, el juez le condenó a ser arrojado al mar. Inmediatamente después de ejecutada la sentencia, ocurrió un milagro que, según dice Eusebio, tuvo lugar en presencia de toda la población, ya que un violento temblor arrojó a la playa el cuerpo del mártir, a pesar de que los verdugos le habían atado al cuello losas muy pesadas.
Teodosia parece haber sido también martirizada durante la persecución de Maximino. Eusebio describe así su triunfo: «A los cinco años de persecución, el cuarto día después de las nonas de abril, que era la fiesta de la Resurrección del Señor, llegó a Cesarea una joven muy santa y devota, llamada Teodosia, originaria de Tiro. Teodosia se aproximó a unos prisioneros que estaban esperando la sentencia de muerte delante del pretorio, con la intención de saludarles y, probablemente también, de pedirles que no la olvidasen al llegar a la presencia de Dios. Los guardias cayeron sobre ella como si hubiese cometido un crimen y la arrastraron ante el presidente, quien se dejó llevar por la crueldad y la condenó a terribles tormentos; los verdugos la desnudaron, la azotaron cruelmente y con unos peines afilados le desgarraron los pechos y los costados hasta dejar los huesos y los intestinos al descubierto. La mártir respiraba todavía y su rostro reflejaba una deliciosa sonrisa, cuando el presidente mandó que la arrojasen al mar».
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