El 18 de julio de 1936 se inició una larga y trágica guerra fratricida. La convivencia saltó en mil pedazos, golpeando a amigos y hermanos durante una generación. Al amparo de una situación de crisis, se refugiaron miserias humanas, venganzas, desaprensiones, rencores...
España quedó dividida, y la represión fue patrimonio de los dos bandos; pero, con anterioridad a la contienda, se dio la descristianización, un fenómeno creciente que derivó en un fanatismo anticlerical y antirreligioso, puesto de manifiesto violentamente.
El conflicto encuadró a grandes grupos armados, que actuaron con toda contundencia, especialmente en la capital de España. En este ambiente fueron sorprendidas las Siervas de Dios, Rita Dolores y Francisca, en el Colegio de Santa Susana, de Madrid, el 20 de julio de 1936. Ser religiosas fue el único motivo para merecer la muerte. Al salir del Colegio, asaltado y tiroteado por los milicianos, llevaron por equipaje el amor y la confianza total en Jesús y el perdón generoso, por anticipado, para sus agresores.
La Iglesia ha proclamado el Decreto de su Martirio y reconoce que, por su fe y por el testimonio de su caridad, siguieron a Jesús hasta la entrega total de sus vidas.
Fueron beatificadas por el Papa Juan Pablo II el día 10 de mayo de 1998, en la Plaza de San Pedro del Vaticano. Con palabras de Madre Isabel Larrañaga, nuestra Fundadora, expresamos nuestro agradecimiento al Señor: “Dad gracias a Dios por todo, por todo”.
Unidas en la muerte
Las dos habían pasado parte de su vida en el Colegio de Santa Susana. Juntas salieron de él para recorrer un camino que las convertiría en testigos de su fe. El Colegio estaba enclavado en el Barrio de las Ventas, entonces una de las zonas suburbanas de Madrid. Fue uno de los primeros abiertos por Madre Isabel Larrañaga, en 1889.
Este Colegio funcionaba como Curia General, y acogía, además de a las religiosas, a niñas pobres y huérfanas. Aunque la situación era extremadamente peligrosa, en medio de un ambiente general de crispación, la Comunidad optó por permanecer en el Colegio para atender a las niñas.
La Madre Rita Dolores había sido invitada en reiteradas ocasiones a dejar el Colegio y buscar un lugar más seguro, pero, según su lógica, perdía más que ganaba, y rehusó siempre. La Madre Francisca, movida por su caridad, se comprometió a no abandonarla, siendo consciente del riesgo que asumía. El 20 de julio de 1936 el Colegio fue asaltado y tiroteado.
Las Madres Rita Dolores y Francisca, en cuanto tuvieron noticias de que la llegada de los milicianos era inminente, se dirigieron a la Capilla para prepararse al martirio. Prodigaron con generosidad el perdón anticipado para sus verdugos, y se dispusieron a la muerte, que presentían segura, poniendo el presente y el futuro en las manos providentes del Padre. “Echémonos en sus brazos y que sea su santísima voluntad”, dijo Madre Dolores.
En la portería, momentos antes de salir, recitaron el Credo en presencia de los milicianos, quienes más tarde, fingiendo ayudarlas, porque su intención era darles muerte, las acompañaron hasta un piso cercano de una familia conocida. Allí rezaron el rosario y dieron gracias a Dios por la posibilidad que habían tenido para prepararse al martirio ya tan cercano.
Hacia el mediodía fueron conducidas violentamente al interior de una furgoneta. Ellas no opusieron resistencia; al contrario, esperaron sin desmayo la muerte. El 20 de julio de 1936, hacia las tres y media de la tarde, fueron fusiladas en la carretera de Barajas. Su fama de martirio se divulgó muy pronto.
Testigos presenciales se maravillaron de la serenidad de sus rostros y del perfume que desprendían sus restos mortales. Por todas partes dejaron una estela de santidad y sencillez. Fueron coherentes hasta el final en el camino elegido para hacer el bien en servicio y entrega a los hombres y mujeres de su tiempo. Ellas nos enseñan a descubrir más profundamente la vida como regalo y como tarea, en clave de entrega y servicio, con el talante de Jesús de Nazaret, en el empeño por construir un mundo más humano y más fraterno.
Sus restos reposan en la capilla del Colegio Ntra. Sra. del Carmen, en Villaverde Alto, Madrid.
BEATA FRANCISCA ALDEA ARAUJO
Nació en Somolinos (Guadalajara) el 17 de diciembre de 1881, en una familia sencilla y cristiana. Siendo niña aún, quedó huérfana, y fue acogida en el Colegio de Santa Susana, de Madrid, dirigido por las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús.
Como religiosa ingresó en el Instituto el 8 de diciembre de 1899. Fue su Maestra de Novicias la Madre Rita Dolores Pujalte. Posteriormente, la cuidó y acompañó, cuando estaba enferma y casi ciega, hasta el martirio.
El 20 de septiembre de 1903 emitió su profesión temporal. Hizo sus votos perpetuos el 1 de noviembre de 1910. dedicó parte de su vida a la enseñanza y a las actividades apostólicas que acompañan a la vida colegial. También desempeñó otros cargos de responsabilidad en el Instituto: superiora local, consejera, secretaria y ecónoma general, respectivamente. Era generosa, alegre, sencilla, de corazón grande y alma delicada.
Pese a manifestar su temor a una posible muerte, en vista del rumbo que tomaban los acontecimientos, confiaba en que Dios le daría fuerzas, si le pedía el martirio.
BEATA RITA DOLORES PUJALTE SÁNCHEZ
Nació en Aspe (Alicante) el 18 de febrero de 1853, en el seno de una familia cristiana y acomodada. Sus años de infancia y adolescencia estuvieron marcados por una fuerte religiosidad, que la llevaron a comprometerse en la catequesis y obras de caridad.
En 1888 ingresó en el Instituto de Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús, fundado en 1877 por Madre Isabel Larrañaga. Hizo su profesión religiosa el 21 de junio de 1890 y, a su debido tiempo, emitió sus votos perpetuos.
Fue Superiora del Colegio de Santa Susana, de Madrid, en 1891. Posteriormente del de San José, en Fuensalida (Toledo), en 1894. En 1896 es nombrada Maestra de Novicias. Fue Superiora General desde 1899 hasta 1928. Por último, desempeñó el cargo de Vicaria General.
Era una persona de gran calidad humana y espiritual. De carácter dulce y firme a la vez. Su caridad destacó con las Hermanas enfermas. Infundía confianza e impulsaba a respuestas generosas. No escatimó esfuerzos ante las necesidades educativas de su época, alentando a las Hermanas en esta tarea.
El amor a Jesús en su Pasión y su presencia eucarística, junto con una gran devoción a María, fueron la máxima atracción de su vida.
Asumió el deterioro de su salud, diabética y casi ciega, y el sacrificio de su vida, que presentía seguro, convencida de que es Dios quien guía la historia según su designio amoroso y providente.
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